SAN ANTONIO DE
PADUA
Juan de Juni
(Joigny, Borgoña 1506-Valladolid 1577)
Hacia 1560
Madera
policromada
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente
del convento de San Francisco de Valladolid
Escultura
renacentista española. Manierismo
Pocas esculturas como esta definen la esencia del
arte de Juan de Juni, el maestro de origen borgoñón que, desde que instalara su
taller de Valladolid hacia 1530, polarizó, junto a Alonso Berruguete, la
creatividad renacentista en el campo de la escultura. Cuando le fue solicitada
la imagen de San Antonio de Padua,
hacia 1560, hacía casi veinte años que había rematado, por encargo del
franciscano fray Antonio de Guevara, el impresionante grupo del Santo Entierro, su primera gran obra en
Valladolid, un conjunto destinado a una capilla funeraria del claustro del
céntrico convento de San Francisco. Otra capilla funeraria del mismo convento sería
la destinataria de la imagen del santo franciscano, en este caso a petición de
don Francisco Salón de Miranda, abad de Salas que había fallecido en 1555,
siendo un encargo realizado en cumplimiento de sus mandas testamentarias1.
Al igual que ocurriera con la imagen de San Francisco que había elaborado cinco
años antes para la capilla funeraria de don Francisco de Espinosa en el
convento de Santa Isabel, todo un alarde de renovación iconográfica bajo las pautas
manieristas, la imagen de San Antonio de
Padua, a pesar de ajustarse a la representación tradicional, supone un
esfuerzo por regenerar la iconografía convencional del santo lisboeta, inculcándola
un especial significado a través de pequeños matices de los que sólo era capaz
su genio creador.
La talla mantiene en sus proporciones un carácter
monumental que sigue las pautas de Miguel Ángel, cuya obra debió de conocer de
cerca, ya convertido el gusto por lo colosal una de las características
constantes en su producción. Igualmente muestra una tendencia a las formas
replegadas movidas por una fuerza centrípeta, siguiendo el axioma
miguelangelesco de que una buena escultura podría hacerse rodar por una
pendiente sin que sufriese ninguna fractura, lo que implica la colocación de
las extremidades replegadas contra el cuerpo, con movimientos cerrados muy
diferentes al levantamiento de brazos —movimientos abiertos— propios del
Barroco. A ello se suma la importancia concedida a las expresiones de los
rostros, que concentran toda la fuerza emocional, y al estudiado lenguaje de
las manos, lo que unido a la corpulencia de los personajes, su presentación
girados sobre sí mismos, el recurrir a complicadas posturas manieristas
cargadas de teatralidad y la aplicación de una sofisticada policromía, hace que
sus imágenes aparezcan rotundas, angustiosas y llenas de vida.
Todo ello se pone de manifiesto en esta imagen de San Antonio de Padua, de 1,58 m. de
altura, en cuya representación se recurre al célebre episodio tomado de su
hagiografía, basado en el supuesto testimonio de un testigo por el cual, estando
el santo de noche en meditación y oración, recibió la milagrosa aparición del
Niño Jesús, al que pudo estrechar entre sus brazos recibiendo sus bendiciones, un
pasaje que reproduce la iconografía más convencional y popular, pero al que
Juan de Juni sabe impregnar de significativos y elaborados matices para
presentar al célebre fraile predicador y al Niño en una escena de carácter
intimista plena de vitalidad.
San Antonio, que está caracterizado como un fraile maduro
con hábito franciscano, calzando las preceptivas sandalias y con tonsura
clerical, aparece interrumpiendo su oración después de estar arrodillado sobre
el tronco de un árbol talado, manteniendo todavía su rodilla derecha apoyada en
el tocón sobre el que se pliegan los bordes del hábito. Gira su cuerpo para sujetar
la robusta figura del Niño sobre el libro de oraciones, entre cuyas páginas
tiene introducido el dedo índice sugiriendo el punto en que fue interrumpida la
lectura (un recurso muy frecuente en las escenas de la Anunciación). El cuerpo
del Niño Jesús repite la misma posición del santo, a mitad de camino entre una
postura de pie y arrodillada, con su pierna izquierda semioculta entre los
pliegues del hábito y depositando un pequeño globo terráqueo —orbis en términos de iconografía,
símbolo de universalidad— sobre la potente mano izquierda del santo, que lo
sujeta, junto a la pequeña mano del divino infante, con extraordinaria
delicadeza.
Juan de Juni presenta a San Antonio en actitud de
arrobamiento por la visión, con su vigorosa anatomía girada hacia el Niño,
siguiendo un movimiento en espiral que es contrarrestado con la idéntica
posición de la anatomía infantil, un estudiado movimiento para que sus rostros
se coloquen frente a frente y sus miradas sean convergentes. Lo que
aparentemente parece tener una gran simplicidad compositiva en realidad
responde a una concienzuda planificación, siendo muy efectista el contraste
entre la tersura del cuerpo infantil y el claroscuro producido por los
caprichosos plegados del hábito, cuyo ondulante movimiento no responde a una
brisa física sino espiritual y mística, un recurso utilizado por el escultor
repetidamente.
A través de estos recursos, la imagen emana una gran
ternura al contraponer el vigoroso cuerpo del santo franciscano, en cierto modo
con el aspecto de un rudo labriego, con la delicada y expresiva figura del
pequeño Jesús, que alarga su brazo hacia el cuello de San Antonio e inclina su
cabeza sugiriendo un abrazo, dando lugar al entrelazado y fusión de las dos
figuras, cuya diferenciación queda matizada por las labores de la magnífica
policromía.
Técnicamente es destacable el suave y redondeado modelado
de las aristas y los pequeños matices anatómicos, con detalles mórbidos que
recuerdan las texturas de los trabajos en terracota realizados por Juan de Juni
en su etapa leonesa, una característica permanente en su obra. Estos efectos
plásticos quedan realzados con la aplicación de la policromía, donde
sofisticadas labores de esgrafiado en los estofados contrastan con los detalles
naturalistas de las carnaciones a pulimento.
Es posible que el propio San Antonio, tan humilde de
pretensiones terrenales, se hubiese sorprendido de haber conocido el tipo de
hábito que luce en esta representación, tan alejado del ceniciento y lanar que
usó en realidad. Sobre un fondo de tonalidades marrones se hace aflorar el oro
formando grandes motivos vegetales sobre los que destacan los vistosos trabajos
en los ribetes, con orlas recorridas por gemas reducidas a motivos geométricos
y motivos florales aplicados a punta de pincel en rojo y azul.
A la magnífica policromía del hábito y el tronco se
suma la delicada tonalidad de las carnaciones en el intento de lograr el mayor
naturalismo, con las pestañas y cejas pintadas, las mejillas sonrosadas y una
tonalidad que sugiere una barba rasurada en el rostro del santo, cuyo cabello
castaño contrasta con el color pelirrojo del Niño.
A pesar de esta escultura de San Antonio de Padua que repite la misma riqueza cromática que el
grupo del Santo Entierro, Manuel
Arias Martínez2 apunta que las labores decorativas de la policromía
del hábito pudieron aplicarse a principios del siglo XVII siguiendo el gusto de
la época, momento en que también se aplicarían los ojos postizos de cristal que
muestran en la actualidad las dos figuras y que Juan José Martín González
consideró como originales3.
PROCEDENCIA DE LA ESCULTURA
La primera noticia de la existencia de esta
escultura en el desaparecido convento de San Francisco fue proporcionada por
Fray Matías de Sobremonte en su obra Historia
del Convento de San Francisco de Valladolid, donde a mediados del siglo
XVII, y basando su información en unas declaraciones del pintor Diego Valentín
Díaz, informa que este San Antonio de
Padua, que ya estaba considerado como obra de Juan de Juni, se hallaba en
la capilla funeraria adquirida en el recinto por don Francisco Salón de Miranda4.
En 1804 el historiador Isidoro Bosarte nos
proporciona una curiosa información. En su publicación Viaje artístico a varios pueblos de España ensalza la calidad de
esta imagen, que afirma conocer en el convento de San Francisco retirada del
culto, en un rincón del pasillo que conducía a la sacristía, motivo por la que
era conocida como "San Antonio el Oscuro", nombre con el que después
ha sido referida en la historiografía.
La escultura pasaría tras la Desamortización de
1836, junto a otros muchos bienes del convento franciscano, al Museo Provincial
de Bellas Artes del Palacio de Santa Cruz, cuyos fondos fueron trasladados el
Colegio de San Gregorio cuando se fundó el Museo Nacional de Escultura en 1933,
donde forma parte en la actualidad de la colección permanente.
De nuevo la imagen del santo predicador contra la
herejía de los cátaros, nacido en Lisboa en 1195 y bautizado como Fernando
Martim de Bulhões, desde 1220 fraile franciscano con el sobrenombre de Fray
Antonio y muerto en Padua en 1261, aparece colocado en un rincón, aunque un
rincón nada oscuro, sino brillante y realzado junto a otras obras de Juan de
Juni, como muestra del más alto nivel conseguido por la estatuaria renacentista
española.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
NOTAS
1 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. San
Antonio de Padua. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección /
collection. Madrid, 2009, p. 154.
2 Ibídem, p. 155.
3 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Juan
de Juni, vida y obra. Madrid, 1974, p. 338.
4 Ibídem.
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