EL TIEMPO EN EL QUE VIVO
Nací hace ya mucho tiempo y durante un largo
—larguísimo— período de mi vida
estuve ajena a lo que pasara fuera de mi reducido entorno. Vivía en una especie
de reclusión interior.
Un buen día, sin saber exactamente a qué se debió
el cambio o qué hecho ajeno a mi voluntad lo desencadenó, me abrí al mundo y
entré en una nueva etapa, creativa, vital y hasta ruidosa.
Me sentía intensamente viva y tenía la necesidad de
hacerme notar en mi entorno, de una forma instintiva, atrevida y, si se me
perdona la inmodestia, incluso brillante. Era, sencillamente, feliz.
Aunque si bien es cierto que no tenía ningún tipo
de patrimonio o de bien material del que sentirme orgullosa —o al que sentirme atada, ¿por qué
no?—, también lo es que no tenía
carencias. En mi sencillo nivel de vida tenía todas mis necesidades básicas
cubiertas: comida, alojamiento y, sobre todo, diversión. Disfrutaba de una vida
sencilla pero plena. Disfrutaba, en fin, de mi vida.
Pero pronto noté que mi situación no era exclusiva.
Primero constaté que ocurría lo mismo con la gente de mi entorno y, más tarde,
pude comprobar que por todos los lados, en todas las capas sociales —al menos las que yo conocía—, desde la
trabajadora más humilde hasta la de los que volaban muy alto, todas
ellas eran también mayoritariamente felices. No digo que no hubiera
excepciones, no; lo llamativo es que eran sólo eso: excepciones.
Hasta que llegó Él y acabó con todo. Nuestra
envidiable calidad de vida y nuestro mundo feliz se fueron en un suspiro. Todo
sucedió como en un terrible terremoto: una breve pero fuerte sacudida, seguida
de una réplica y otra, y otra… y todo mi mundo se vino abajo. Nuestro mundo.
Paso a paso, oleada a oleada. Casi metódicamente.
Todo lo que habíamos vivido se arruinó.
Una vez, hace mucho tiempo, en un cine de verano al
aire libre (nunca me han gustado los sitios cerrados y menos cuando están
llenos de gente) vi una película que me gustó porque dentro de una historia
aparentemente banal y un tanto artificiosa, se encerraban claves y secretos,
algunos muy claros y otros que intuía, pero no llegaba a comprender.
Uno de éstos
últimos era un monólogo que decía: «…he
visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de
Orión. He visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de
Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la
lluvia. Es hora de morir».
Hoy puedo suscribir casi como propio y repetir
exactamente el párrafo de aquel personaje porque ya tiene el sentido que hasta
ahora no le encontraba: mi mundo, nuestro mundo ha sido programado para
apagarse y nosotros con él. Sólo los individuos de las “especies superiores” y
algunos de los más fuertes de entre nosotros sobrevivirán a éste, en unas
condiciones que se antojan infames. Cuánto me hubiera gustado ser más rápida
que Él para poder huir aunque fuera en el último momento.
Pero el tiempo es inexorable y el otoño ya está
aquí. Y tras él, el invierno. Es el fin.
Pido perdón porque, entre prisas y desolación
personal, he olvidado presentarme: soy Yessi, una cigarra de la parte de
Traspinedo.
Sí, ya sé que dirán ahora que esto nos pasa a todas
las cigarras y todos los años, pero con ese razonamiento no se alivia mi dolor.
Como tampoco me sirve de consuelo que a las hormigas de mi zona les haya pasado
lo mismo. Tan atareadas ellas en acumular recursos para el invierno, día tras
día y desde que Dios amanece hasta que Dios anochece, han perdido todo a manos de
una especie de zánganos autóctonos extremadamente voraces que les han echado
del hormiguero y les han confiscado hasta el ordeño de sus pulgones.
Luego dirán que la mala mala es la abeja africana...
Taller
Literario Domus Pucelae. Texto nº 3
Ilustración:
"La familia bien, gracias".
* * * * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario