LA BALSA DE
LA MEDUSA
Théodore
Géricault (Ruan, 1791-París, 1824)
1818-1819
Óleo sobre
lienzo, 4,91 x 7,17 m.
Museo del
Louvre, París
Romanticismo
Esta impactante composición es un icono universal
del género pictórico de catástrofes o "desastres" y es equiparable,
por citar dos elocuentes ejemplos, a Los
fusilamientos del 3 de mayo de Goya o al Guernica de Picasso, todas alusivas a momentos dramáticos vividos
en determinado momento histórico en el mundo occidental. Hoy día es una de las
obras más emblemáticas de cuantas se exponen en el Museo del Louvre de París
por un cuádruple motivo. Primero, por la originalidad y la calidad alcanzada en
la representación del drama por su autor, el célebre pintor francés Théodore
Géricault. Segundo, por las enormes dimensiones de la pintura: 7,17 m. de largo
x 4,91 m. de alto. En tercer lugar, por representar una crónica visual de un
suceso histórico ocurrido dos años antes de ser plasmado de forma tan realista,
lo que le confiere un carácter documental de primer orden como testigo de la
Historia. Finalmente, porque esta obra supone la cumbre de la corriente
decimonónica que hoy conocemos como Romanticismo.
Sin embargo, esta pintura que hoy produce tanta
admiración por sus valores plásticos, provocó un gran escándalo cuando fue
presentada por primera vez en el Museo del Louvre en agosto de 1819. No por sus
indudables valores artísticos, sino por la forma tan sutil y expresiva con que daba
a conocer al mundo lo más oscuro del sistema político vigente por entonces en
Francia a través de un episodio ocurrido durante los primeros años de la
Restauración, régimen implantado en 1815 tras la derrota definitiva de Napoleón
y el retorno al trono francés de la dinastía borbónica.
Puede decirse que Géricault debe gran parte de su
fama y su fortuna histórica en el mundo del arte a su arrojo para representar
esta célebre escena que adquiere el valor de verdadera denuncia, algo inusual
en el ambiente oficial del mundo artístico francés del momento.
LOS HECHOS: EL NAUFRAGIO DE LA FRAGATA "LA MEDUSA"
Restablecida la paz tras las guerras napoleónicas,
Francia decidió enviar una flota a África, cuya misión era recuperar el control
de las antiguas posesiones francesas en aquel continente, que acababan de ser
devueltas por Inglaterra. Para ello, en julio de 1816 zarpaba de la isla de
Aix, cerca de Burdeos, la fragata La
Medusa acompañada de una pequeña flotilla, cuyo destino era la ciudad portuaria
de Saint-Louis, una colonia en Senegal. A bordo viajaban militares,
funcionarios, algunos colonos y, como era costumbre en la época, varios
científicos que portaban material de observación.
El buque insignia era la fragata La Medusa, a cuyo mando se había
colocado al capitán Hugues de Chaumareys, un oficial de marina afín a los
círculos ultramonárquicos que por haber estado exiliado llevaba más de veinte
años sin navegar. En la misma también viajaba a bordo el coronel Julien
Schmaltz, recientemente nombrado gobernador de Senegal por el rey Luis XVIII.
Estando la expedición en marcha, comenzaron los
errores del capitán Chaumareys, que, ignorando los consejos de los oficiales
más experimentados, se alejó del resto de los navíos emprendiendo la ruta en
solitario. Pero el principal problema surgió cuando, tras equivocarse en la
interpretación de los mapas, se introdujo en el llamado banco de Anguin, una
zona de aguas poco profundas a la altura de Mauritania. Debido a este error, el
2 de julio la fragata embarrancó en aquel lugar al rozar la quilla el fondo de
arena. Para colmo de males, cuando parte de los tripulantes intentaban reflotar
la fragata, se desencadenó una fuerte tormenta que produjo daños irreparables,
comprendiendo la tripulación, integrada por casi 400 personas, que era
conveniente abandonar el barco y alcanzar la costa africana con el material
disponible, una decisión que, sumida en la mayor confusión, se convirtió en un
desesperado ¡sálvese quien pueda!
Tan dramático momento se complicó por los efectos
del alcohol consumido por los marineros, incluido el capitán, que junto a otros
oficiales pasaron a ocupar los botes de emergencia. Al mismo tiempo, se
improvisó una balsa de 15 x 8 metros con los restos leñosos de la fragata y con
la intención de ser remolcada por los botes hasta la costa, pero su peso quedó
lastrado al apiñarse en ella 150 marineros y soldados y una cocinera de la
fragata. Ante tan difícil situación, el capitán Chaumareys decidió soltar las
amarras, abandonando a su suerte a la balsa y sus ocupantes.
Fue entonces cuando la situación de los
desesperados naúfragos se convirtió en un infierno, tanto por la falta de
espacio como por los bordes de la balsa, que se hundían y desintegraban. En la
primera noche se ahogaron veinte personas y en la segunda los soldados armados
mataron a sesenta y cinco de sus compañeros bajo el pretexto de haberse
amotinado con la intención de destruir la balsa. Al cabo de una semana a la
deriva, quedaron veintiocho supervivientes, muchos enfermos, heridos y
enajenados, de modo que, cuando el hambre y la sed comenzaron a causar
estragos, se produjo un enconado debate tras el que se decidió arrojar al mar a
trece de ellos.
Sobre la balsa quedaron quince supervivientes a la
deriva que, al cabo de trece días, tras
agotar el poco vino acopiado, de beber agua del mar y la propia orina, así como
de realizar desesperados actos de antropofagia para sobrevivir, avistaron una
embarcación que se aproximaba. Se trataba de un bergantín de la flotilla que
había zarpado junto a La Medusa y que
había llegado al puerto de Saint-Louis. Había sido enviado por el capitán Chaumareys,
que con uno de los botes había llegado al mismo puerto, pero no con una misión
de rescate de posibles supervivientes —que poco le importaban—, sino para
recuperar todo el material posible de la balsa.
Cuando dos supervivientes de la expedición, el
cirujano Jean-Baptiste Savigny y el geógrafo e ingeniero Alexandre Corréard,
publicaron en 1817 un libro titulado El
Naufragio de la fragata La Medusa, en
el que relataron los desgraciados hechos del naufragio, denunciando la
negligencia y la cobardía del capitán, así como las atrocidades cometidas por
los marineros borrachos, se produjo una gran conmoción en Francia, siendo
difundidas las imágenes del horror en panfletos, grabados y gacetas que narraban
el suceso con todo lujo de detalles. El clima de indignación fue aprovechado
por la oposición liberal al régimen borbónico, que tras denunciar la
incompetencia de la monarquía borbónica restaurada, consiguió la dimisión del
ministro de Marina y que el capitán Chaumareys fuese condenado por un consejo
de guerra a tres años de cárcel.
EL TEMA
TRATADO POR UN ARTISTA
Théodore Géricault vivió el tenso ambiente social originado
por aquellos hechos cuando tenía 28 años. Por entonces acababa ver rechazada la
petición de una beca en Roma para perfeccionar sus estudios de pintura, a pesar
de que sus obras no habían pasado desapercibidas entre los críticos, por lo que
pensó que un tema de tanta actualidad como el naufragio de La Medusa le serviría
para realizar una pintura impactante que relanzara su carrera. El resultado
sería una genial obra maestra.
Antes a acometer el trabajo, el pintor se reunió
con los dos supervivientes de la tragedia para realizar esbozos basados en los
testimonios que éstos le proporcionaron. Ordenados todos ellos, se propuso
plasmar el drama de la forma más realista posible trabajando en un lienzo de
grandes dimensiones, para lo que tuvo que abandonar su taller de la Rue des
Martyrs por otro más amplio en la Rue du Faubourg-du-Roule, camino de Neuilly.
Después encargó a un carpintero, que también había sobrevivido al naufragio,
una maqueta de la balsa, haciendo posar a los supervivientes, a su asistente
Louis-Alexis Jamar y a su buen amigo, el gran pintor Eugène Delacroix. La
obsesión por plasmar la escena con un profundo realismo incluso le llevó a
realizar bocetos sobre cadáveres reales, incluyendo miembros amputados, en una
morgue cercana, para lo que contó con la ayuda de un amigo médico.
Según narra Charles Clément, biógrafo del pintor,
en un principio pensó en representar las escenas de canibalismo, pero ante el
temor de que la obra fuese censurada, decidió plasmar el esperanzador momento
en que los naúfragos supervivientes divisan en el horizonte el bergantín que
sería su salvación, una escena en la que estuvo aplicado sin descanso durante
ocho meses, de noviembre de 1818 hasta junio de 1819, durmiendo en un altillo
del taller, alimentándose de la comida que le proporcionaba la portera y con la
única compañía de su asistente Jamar. El resultado fue espectacular. La pintura
fue premiada con una medalla de oro en el Salón de París de 1819.
Con ella Géricault se colocaba en la cumbre del
Romanticismo en Francia, un movimiento que vinculado a la literatura, la filosofía
y la arquitectura, y hermanado a los movimientos sociales y políticos generados
tras la Revolución francesa, suponía la contraposición a la pintura neoclásica
del siglo XVIII. Este movimiento, que fue adaptado a principios del siglo XIX a
las artes plásticas, después de su aparición en el campo de la pintura en 1770,
alcanzaría su máximo apogeo en los países europeos entre los años 1820 y 1850,
mostrando en cada país peculiaridades propias. A él quedan adscritas las
últimas pinturas de Goya en España —Pinturas
negras de la Quinta del Sordo—, las sutiles creaciones inglesas de
Constable y Turner, o las impactantes composiciones francesas debidas a
Delacroix y Géricault, con profusión de personajes que se aglomeran en la
representación de escenas históricas o de tema social.
En La balsa
de La Medusa (en general en toda la obra de Géricault) se quieren encontrar
influencias de la obra de Miguel Ángel en el estudio de los cuerpos musculosos
y de Rubens en el empastado de los colores. De acuerdo a la tradición, la
composición se articula en torno a dos formas piramidales, una definida por la
plataforma y el mástil de la balsa, donde aparecen esparcidos los naúfragos
vencidos, y otra formada por los cuerpos que con esfuerzo gastan su último
aliento en hacer señales al bergantín que se aproxima. En un caso y en otro
predominan las formas agitadas y retorcidas que contribuyen a expresar el
sufrimiento humano, en este caso bañadas por un claroscuro producido por el
contraste violento de la luz y el color.
Théodore Géricault. Autorretrato |
De forma perfectamente calculada, La balsa de la Medusa está recorrida por
numerosas líneas diagonales que acentúan la inestabilidad del momento y
resaltan la intensidad emocional y dramática. Pero no sólo eso, sino que una
hipotética diagonal, que une el vértice superior izquierdo y el vértice
inferior derecho, divide la composición en dos espacios distintos y
complementarios. En el inferior se concentran los cuerpos vencidos —muertos,
moribundos y meditativos con actitud estática— en un espacio dominado por la
muerte como signo de tragedia y del hombre vencido por la naturaleza. Por el
contrario, en el superior se amontonan los cuerpos que levantan con esfuerzo
sus brazos y agitan paños para dar señales de vida al lejano barco que se
aproxima, convirtiendo la esperanza de ser salvados en un gesto lleno de vida. En
definitiva, la sublimación del contenido emocional de la vida y la muerte como
protagonistas del naufragio.
En el espacio en que se amontonan los sufridos
personajes se pone de manifiesto la fragilidad de las construcciones humanas
—la balsa destartalada— frente a las fuerzas de la naturaleza —un mar picado
que zarandea la balsa—, de modo que, a pesar de acumulación de una veintena de
personajes, es la potente naturaleza la que adquiere el auténtico protagonismo
al convertirse en fuente de sentimientos, de tal manera que, a través de la
observación científica, el pintor actúa como intérprete entre la naturaleza y
el espectador.
Para ello utiliza el color de forma violenta,
destacando el sombreado de los cuerpos desnudos, impecables estudios anatómicos
en múltiples posturas, el uso subjetivo y selectivo de los rojos en sustitución
de la sangre, y el celaje lleno de nubarrones en un momento crepuscular que
acentúa la tragedia, tanto evocada como sugerida de forma implícita.
En conclusión, un ejercicio antinormativo, lleno de
talento e intensidad emocional, que con sutileza produce cierto desasosiego e
impotencia en el espectador al hacerle partícipe de un hecho real en el que la
supervivencia quedó debilitada al aflorar los comportamientos más viles del instinto
humano: la vanidad, el egoísmo, la insolidaridad, la irresponsabilidad, la hipocresía y la muerte.
Informe: J.
M. Travieso.
* * * * *
Esta obra del pintor Géricaul, es una de las mas bellas obras, la cual tiene pocas competidoras en belleza y expresión.Merece la pena ir a Paris a verla.
ResponderEliminarNo bromeo, quedareis impresionados y no podreis separaros de ella por lo menos en media hora, a mi me llevo mas de una hora.
Saludos a los amamantes del buen arte.