Estampas y recuerdos de Valladolid
Las torres de la catedral de Valladolid han sido
secularmente, desde que fueran levantadas, signo de prestigio y punto de
referencia en el pulso vital de la ciudad. Por este motivo, las peripecias de
las torres catedralicias serían causa tanto de los momentos más
amargos, vividos intensamente por los vallisoletanos, como de los más festivos, aunque se conociera un desasosegante periodo entre los años 1841 y 1879 en que la
catedral permaneció sin sus rutilantes torres.
De aquel proyecto que trazara Juan de Herrera con
cuatro torres esquineras en el gran complejo constructivo, solamente se llegó a
levantar una de ellas junto a la fachada principal. Las obras, dirigidas por
Antonio de la Torre, maestro de cantería, se llevaron a cabo entre 1703 y 1709
sin ajustarse estrictamente al proyecto herreriano, materializándose en una
torre de tres cuerpos cuadrangulares, el superior con grandes vanos abiertos a los cuatro
puntos cardinales para la colocación de campanas, a los que se incorporó un
cuarto cuerpo ochavado, rematado con cúpula, linterna y aguja, concebido para
acoger un mayor número de campanas. En proporción a las torres de las iglesias
circundantes —Santa María la Antigua, San Martín, El Salvador, etc.—, con sus
57 metros de altura adquiría un aspecto descomunal, convirtiéndose en el punto
más alto de una ciudad pródiga en iglesias y conventos y visible desde muchos
kilómetros a la redonda, motivo por el que arrieros y caminantes comenzaron a
denominarla "La Buena Moza".
Durante ciento treinta y dos años la Buena Moza, que había nacido lastrada
por los problemas producidos por su cimentación inestable, debida a su
proximidad a un ramal del Esgueva, se convirtió en un símbolo de la vida
cotidiana del Valladolid dieciochesco, cuyos tiempos eran marcados por el reloj
que entre el segundo y tercer cuerpo de la torre había instalado el maestro
Antonio de la Torre. Hoy vamos a referirnos a dos sencillos vestigios
conservados, relacionados con la actividad de aquella torre catedralicia, que
ponen su acento en el carácter levítico de una ciudad que vivía intensamente su
religiosidad.
El primero de ellos se conserva en el Museo de
Valladolid (Palacio de Fabio Nelli) y consiste en un juego de candilejas que informan del tipo de
candiles que eran colocados en los vanos de la torres durante los grandes
festejos, en este caso relacionados con los celebrados en Valladolid el 20 de
junio de 1747 con motivo del primer aniversario de la canonización de San Pedro
Regalado, hecha efectiva el 29 de junio de 1746 por el papa Benedicto XIV, lo
que indica que la ciudad estaba exultante por la santificación de un
vallisoletano.
Candilejas utilizadas en la catedral de Valladolid en 1747 Museo de Valladolid |
Para comprenderlo, debemos retrotraernos en el tiempo.
Desde los inicios de la Edad Moderna algunas ciudades consideraban como héroes
a sus santos locales, que acaparaban la devoción y daban prestigio a la ciudad.
Bien entrado el siglo XVIII, Valladolid no disponía oficialmente de un santo
local, a pesar de que San Pedro Regalado así fuera considerado por los
vallisoletanos desde su muerte en el convento de La Aguilera (Burgos) el 30 de
marzo de 1456. Por este motivo, a raíz de su beatificación en 1683, se
celebraron en la ciudad grandes festejos, con especial incidencia en la
parroquia del Salvador —donde el beato había sido bautizado—, comenzando a ser
considerado por las autoridades civiles, desde 1685, como segundo patrón de la
ciudad, honor compartido con Nuestra Señora de San Lorenzo, patrona oficial.
Pero habría que esperar al 29 de junio de 1746,
fecha en que finalmente se produjo la ansiada canonización, tan apoyada por el
convento de San Francisco, el Cabildo de la catedral y el pueblo en general,
para que la ciudad estallara en júbilo al ser declarando santo un
vallisoletano, viviéndose un momento de euforia en el que no faltaron
celebraciones con fuegos artificiales, corridas de toros y los habituales oficios
religiosos, a lo que siguieron las más variadas iniciativas, como su
declaración por el Ayuntamiento, el 13 de noviembre de aquel mismo año, como
patrono oficial de Valladolid y de su diócesis, tras la llegada de Roma el 4 de
octubre de la bula del patronato, hecho que produjo el entusiasmo popular.
Desde 1748 se comenzó a celebrar su fiesta anual en la catedral en torno a una
preciada reliquia del nuevo santo.
Matraca de campanario de la catedral de Valladolid |
Las celebraciones de la santidad de San Pedro
Regalado tuvieron una especial repercusión en la iglesia del Salvador, donde se
le construyó una capilla, pero sobre todo en la catedral, donde el Cabildo
encargó en 1746 una pintura tardobarroca al italiano Placido Constanzi para
presidir una de las capillas. En ella se representa un milagro post mortem obrado por el santo, que
sale de su sepultura para entregar un pedazo de pan a un mendigo ante la
sorpresa de los presentes (Este milagro está recogido por el padre José
Infantes en su obra Historia de la vida,
virtudes y milagros del glorioso San Pedro Regalado, 1854).
Pero las crónicas también se refieren a la
ornamentación nocturna de la Buena Moza, el 20 de junio de 1747, a base de
candilejas cuyos destellos se podían divisar a distancia. Los utensilios
utilizados, parte de los cuales se conservan como se ha dicho en el Museo de
Valladolid, son recipientes con el mismo fundamento que las lucernas romanas.
Están torneados en barro con forma de cuenco y posteriormente cocidos y
recubiertos por barnices de tipo tradicional habituales en los ajuares del
siglo XVIII (similares a los que se continuaron aplicando en los alfares de
Portillo). Estos se rellenaban de aceite que empapaba una pequeña mecha, formada
por pequeñas tiras de lienzo, colocada en el tubo que llevan añadido en uno de
sus costados, funcionando con el mismo sistema que un antiguo candil.
Fachada de la catedral de Valladolid tras el hundimiento de la Buena Moza |
De modo que estas rudimentarias piezas cerámicas, utilizadas
en la torre de la catedral como luminarias, convirtiéndola en un gigantesco candelabro, pueden considerarse como el
precedente de los espectáculos nocturnos multimedia de nuestros días,
igualmente asociados a las grandes celebraciones.
Por el contrario, el otro de los elementos
conservados, en este caso en la torre de la catedral, está relacionado con el
sonido. Se trata de una matraca que en
la misma época era utilizada en el desaparecido oficio religioso de Tinieblas
de Semana Santa, días en que la prohibición de hacer sonar las campanas era
sustituida por el ronco sonido de este objeto ruidófono que venía a sugerir grandes truenos.
La matraca
conservada en la catedral de Valladolid (restaurada) es un tradicional
instrumento musical de percusión —idiófono percutido— que pertenece al grupo de
las matracas de campanario,
compuestas por un cuerpo de madera, con forma de cajón, en cuyos lados se
acoplan aldabas, con función de martilletes móviles, que al accionar el
mecanismo mediante una manivela golpean sobre la madera del mismo modo que los
badajos de las campanas, en este caso produciendo un estruendo en el que
el interior de la torre actuaba como caja de resonancia.
De nuevo podemos encontrar un precedente a los altos
decibelios de las celebraciones actuales, aunque en este caso de carácter un
tanto intimidatorio para transmitir a los ciudadanos el punto álgido de la
Semana Santa, señalado con claves acústicas desde la Buena Moza.
Torre de la catedral durante su construcción, 1886-1890 |
Para terminar diremos que es una suerte contar con
estos sencillos testimonios del pasado, algo que no ocurre con la popular torre,
que se acabó desmoronando el 31 de mayo de 1841 y desapareciendo para siempre.
La catedral permanecería sin torres hasta que en 1879 comenzaron las
obras, a cargo del arquitecto Iturralde,
de la torre colocada en la parte opuesta a los restos de la Buena Moza, que,
compuesta por dos cuerpos cuadrangulares y uno ochavado, fue inaugurada
solemnemente el 4 de abril de 1885. Criticada en ese año por su falta de
esbeltez —todavía permanecía el recuerdo de la Buena Moza—, entre los años 1886
y 1890 el arquitecto se vio obligado a añadir dos cuerpos ochavados más, uno
para albergar el reloj y otro con una nueva sala de campanas, rematándose con
un torpe tejado que subsistió hasta las obras realizadas en 1911 y la posterior
colocación de la colosal estatua del Corazón de Jesús en 1923.
Desde el año 2015, tras la colocación de un moderno
ascensor en su interior, los visitantes pueden acceder a la cúspide de la torre
de la catedral y recorrer todo su espacio interno, aunque lo más atractivo sean
las vistas de la ciudad en toda su amplitud.
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