30 de junio de 2015

Concierto: LA MÚSICA DE LAS LÁGRIMAS, 2 de julio 2015



MUSEO NACIONAL DE ESCULTURA. PATIO DEL MUSEO
Calle Cadenas de San Gregorio, Valladolid

CICLO PENÍNSULA MELANCÓLICA
CON MOTIVO DE LA EXPOSICIÓN "TIEMPOS DE MELANCOLÍA·

Jueves 2 de julio
Patio del Colegio de San Gregorio, 22 h.
LA MÚSICA DE LAS LÁGRIMAS
Pablo de Naverán. Violonchelo
Obras de J. S. Bach

Entrada 10 € / Amigos del Museo 8 €
A la venta en la Asociación de Amigos del MNE (tienda del Museo), en horario de apertura.

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29 de junio de 2015

Obras comentadas del Prado: PROMETEO ENCADENADO, de Gregorio Martínez, 1590-1596



Leticia Ruiz, jefe del Departamento de Pintura española (hasta 1700) del Museo del Prado, comenta la pintura mitológica de "Prometeo encadenado", realizada por el vallisoletano Gregorio Martínez entre 1590 y 1596.


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26 de junio de 2015

Theatrum: EL PAÑO DE LA VERÓNICA, un juego de trampantojo o de naturaleza muerta












LA SANTA FAZ / PAÑO DE LA VERÓNICA
Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598 - Madrid 1664)
1658
Óleo sobre lienzo
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la ermita del Carmen de Torrecilla de la Orden (Valladolid)
Pintura barroca española












Martirio de San Serapio. Zurbarán, 1628
Wadsworth Atheneum Museum de Hartford (USA)
Francisco de Zurbarán es el pintor por excelencia de los paños blancos, en los que consigue unas texturas, calidades y efectos realistas, bajo el aspecto de hábitos, de simples lienzos e incluso como madejas de lana en el Agnus Dei, que no fueron igualados por ningún otro pintor de su tiempo. Es por eso que en las pinturas que representan el paño de la Verónica encontró un tema que se ajustaba a su destreza como anillo al dedo, lo que explica que llegara a hacer aproximadamente diez versiones compartiendo la misma idea.

En todas ellas el paño blanco que utilizara la legendaria figura de la Verónica destaca sobre un fondo neutro de tonos rojizos o muy oscuros, unas veces prendido con alfileres o alcayatas y otras suspendido por cordones atados cuyos extremos quedan fuera del campo de visión del cuadro. En toda la serie el paño aparece plegado en la parte superior para hacer caer por los lados los extremos angulosos formando, a partir del juego de luces y sombras, una verdadera simulación volumétrica que adquiere el valor de un «trompe l'oeil» o trampantojo, efecto realzado en algunos casos con pliegues centrales producidos por alfileres insertados al modo de una naturaleza muerta. Común a todos es la colocación en la parte central del rostro de Cristo en posición de tres cuartos, con las facciones reconocibles sin dificultad y la mirada dirigida al espectador.

Es precisamente el tipo de retrato de Cristo aplicado por el pintor el motivo que marca la evolución de la tipología zurbaranesca, pues aunque la gran mayoría de estas pinturas no están datadas con precisión, es significativa la diferencia entre dos de las obras perfectamente fechadas y separadas en el tiempo: la versión que pertenece a una colección particular de Buenos Aires, pintada en 1631 y muy similar a la conservada en el Nationalmuseum de Estocolmo, con el rostro coronado de espinas claramente perceptible, y la conservada en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, pintada en 1658 —casi treinta años después—, donde el rostro aparece difuminado ajustándose de forma más convincente a la huella impresa en el lienzo a causa del sudor ensangrentado.

Izda: Santa Faz, 1631, Museo Nacional de Estocolmo. Centro: Santa Faz, colección privada, Madrid
Dcha: Santa Faz, 1658-61, Museo de Bellas Artes de Bilbao
LA ICONOGRAFÍA DE LA SANTA FAZ

Es conveniente recordar que la leyenda de la Verónica tiene un origen medieval y que está relacionada con la leyenda de Abgar V de Edesa1, igualmente ampliada en la Alta Edad Media, según la cual, en vida de Jesús, este emperador, víctima de una enfermedad incurable, le envió una carta reconociendo su divinidad, solicitando su ayuda y ofreciéndole su casa, a lo que Cristo, aunque declinó la invitación, permitió que le retratara Hanán, archivista de la corte, durante el viaje que hizo para visitar a Jesús, siendo este supuesto retrato realizado en vida del nazareno el célebre Lienzo de Odesa o Mandylion (sudario), un trozo de tela con el rostro de Jesús que sería venerado como una reliquia y que es considerado el primer icono del cristianismo (actualmente conservado en el Vaticano) por representar el Santo Rostro anterior a los sucesos de la Pasión, verdadero talismán con poderes curativos y protectores.

Izda: Santa Faz, 1631, Museo Nacional de Estocolmo. Centro: Santa Faz, colección privada, Madrid
Dcha: Santa Faz, 1658, Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Sería alrededor del año 1300 cuando aparece una nueva versión de la leyenda de la Verónica2 que alcanzaría un éxito fulgurante. Según ésta, inspirada en el evangelio apócrifo de Nicodemo, durante el camino de Jesús hacia el Gólgota, una mujer, movida por la compasión hacia el reo que portaba sudoroso la cruz, le habría ofrecido su velo para limpiar los regueros de sangre y sudor de su rostro, plasmándose en el lienzo la Santa Faz que daría nombre a la desconocida mujer por tratarse del "vero icono" de Cristo, término latino que evolucionaría a "Verónica". El principal propagador de esta sugestiva leyenda sería el teatro medieval3, alcanzando una gran difusión plástica y devocional a partir del siglo XV.

Según la tradición cristiana, la reliquia del Paño de la Verónica se hallaba en la basílica de San Pedro de Roma, donde Lutero la calificó como la burda escenificación de un pañuelo sujeto con agujas en sus cuatro costados a una tabla de madera. De allí fue robado durante el Saco de Roma de 1527. Cuando más tarde reapareció en extrañas circunstancias, se difundió la leyenda de que el paño tenía tres dobleces que originaron que la imagen apareciera por triplicado. Con ello se justificaban como reliquias verdaderas los fragmentos conservados en Roma, Jerusalén y Jaén. A este último dedicaba Juan Acuña de Adarve en 1637 su obra Discursos de las effigies y verdaderos retratos non manufactos de Santo rostro y cuerpo de Jesu Christo, libro que ayuda a comprender cómo era considerada la imagen de la catedral jienense en tiempos de Zurbarán, pudiendo ser considerada la popularidad de aquel culto como fuente de inspiración para toda la serie ideada por el maestro sobre la Santa Faz.  

A diferencia del antiguo Mandylion, imagen no doliente, la extrapolación de la narración pasional del Paño de la Verónica le confiere un nuevo valor al aglutinar la corona de espinas, las gotas de sangre y la expresión de dolor, elementos que confieren al milagroso velo la significación de un compendio de la Pasión entera, tradicionalmente representado como un símbolo en visión frontal hasta la aparición de las interpretaciones naturalistas y racionales de Zurbarán.

En ellas el pintor extremeño, a pesar de ajustarse a los postulados contrarreformistas, por los que la finalidad de la imagen sería la de conmover al espectador y despertar su piedad, no se ajusta a la concepción de retrato con que el tema es tratado por otros pintores —con el caso destacado de El Greco entre todos ellos—, lo que supone un retrato expreso, sino que presenta el rostro de Cristo impregnado en el velo, de modo que diferencia con nitidez la imagen impresa en el tejido, casi abocetada, del velo que sirve de soporte a la imagen, en el que juega con maestría al trampantojo, lo que convierte la pintura en un retrato impreso, en la representación de una representación.

Por tanto, el velo resplandeciente presentado a los ojos del espectador de forma realista, con la pálida impresión del rostro sagrado, puede ser considerado como uno de los hallazgos más personales de Zurbarán, cuya maestría se pone al servicio de la fe a partir del convencimiento del impacto que en los fieles producen las imágenes sagradas, a pesar de que su forma de representación en cierta medida parece desacralizada y próxima al género de la naturaleza muerta, es decir, conjugando valores sacros y profanos4.

EL PAÑO DE LA VERÓNICA DE VALLADOLID  

Esta pintura de Zurbarán estuvo colocada en el ático del retablo barroco de la ermita de Nuestra Señora del Carmen, situada en las proximidades de la población vallisoletana de Torrecilla de la Orden. Allí fue descubierta en 1968 durante la realización del Inventario Artístico de la provincia de Valladolid y, dado su interés, adquirida diez años más tarde para la colección pictórica del Museo Nacional de Escultura5.
Se trata de una pintura realizada y firmada por Zurbarán en 1658, momento de su segundo asentamiento en Madrid, en un año en que, junto a Zurbarán, confluyeron en la capital de España los geniales pinceles de Velázquez, Alonso Cano y Murillo, máximos representantes de la escuela andaluza.

Por sus dimensiones se ajusta a los lienzos pintados para pequeños oratorios, que algún devoto pudo adquirir para donarlo al templo de Torrecilla de la Orden. Sobre un fondo neutro de color almagre aparece el paño de lino suspendido por cordones anudados a la tela y fijado a la pared en la parte central por un alfiler, lo que produce en la parte superior el esquema de un dosel con el centro elevado y caídas laterales de la tela, mientras que el resto de la pieza cae libremente formando ligeros pliegues a los lados. El alto grado de naturalismo conseguido por el pintor, en base a observaciones rigurosas del natural y a través de la virtuosa aplicación de la luz y el color, le confiere el valor de un auténtico trampantojo, pues incluso a corta distancia se diría que se trata de una tela real.

Como en el resto de las versiones, el lienzo sirve de soporte para la impresión del rostro sufriente de Cristo en el centro del mismo, que en este caso se aleja del nítido retrato para ser sugerido con manchas de color ocre en los cabellos y carmín en la encarnación, aunque mirando detenidamente la aparente abstracción se puede apreciar la impronta del rostro, la oreja y los cabellos, que se convierten en el referente visual de tan hábil composición, con características más evolucionadas respecto a versiones anteriores al acentuar el contraste entre la evanescente imagen y la corporeidad —aparentemente tangible— del paño.

Por debajo del lienzo, y siguiendo el juego de trampantojo, aparece pegado al muro un pequeño trozo de papel, medio despegado y roto, en el que el pintor plasma su firma y el año de elaboración: 1658. Este pequeño detalle, que ya fuera utilizado por el artista en el Martirio de San Serapio (Wadsworth Atheneum, Hartford), viene a realzar la habilidad técnica en el uso de los modos de Caravaggio para establecer en la composición, a través de los juegos de claroscuro, con fuertes contrastes de luces y sombras, una volumetría verosímil que confiere a la pintura un supremo realismo y una gran monumentalidad.      

Informe y fotografías: J. M. Travieso.


NOTAS

1 EUSEBIO, obispo de Cesarea. Historia Eclesiástica, I, XIII, hacia 325. Este historiador de la Iglesia del siglo IV registra la tradición relativa a la correspondencia intercambiada en lengua siriaca entre Abgar de Edesa y Jesús, así como la veneración en uno de los palacios del anciano emperador de la imagen de Cristo pintada en vida: el Mandylion. Una versión griega de la leyenda se recoge en las llamadas "Actas de Tadeo", un discípulo enviado a Edesa por el apóstol Tomás el año 29, cuyas cartas copió el obispo Eusebio.

2 STOICHITA, Víctor I. La Verónica de Zurbarán. Traducción de Ana María Coderch. Norba, Revista de Arte, Cáceres, 1991, p. 73. 

3 MALE, Emile. L'Art Religieux à la fin du Moyen Âge en France (1908). París, 1949, p. 64.

4 STOICHITA, Víctor I. Ibídem, p. 83.

5 MARCOS VILLÁN, Miguel Ángel. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, pp. 226-227.









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24 de junio de 2015

Bordado de musas con hilos de oro: DOÑA JUANA LA LOCA, de Manuel Machado

Van Laethem
DOÑA JUANA LA LOCA

Hierática visión de pesadilla,
en medio del paisaje está plantada
—alto el brial y la color quebrada—
la reina doña Juana de Castilla.

Liso el pelo a ambos lados de la frente,
bajo el velludo de la doble toca...
Ausente la palabra de la boca
y de los ojos el mirar ausente.

Abierto el regio y blasonado manto,
como una flor enferma el débil talle
deja ver, encerrado en el corpiño.

Y en una lejanía —mas no tanto
que se pierda el más mínimo detalle—
hay el paisaje que soñara un niño.

MANUEL MACHADO

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22 de junio de 2015

Taller Literario: ESCALOFRÍO EN LA NOCHE, de José Luis Juárez


ESCALOFRÍO EN LA NOCHE

No hago más que dar vueltas. Otra noche sin dormir. Cada vez aguanto menos que John tenga que dejarme sola en casa a consecuencia de su trabajo. Noto su ausencia tanto que no consigo calentar la cama del todo con mi cuerpo. Me siento congelada, desvelada y extraña. Al principio lo llevaba mejor pero a medida que sus viajes son cada vez más frecuentes, empieza la situación a hacerse insoportable. Menos mal que el regalo de hace dos años de Bolt calma, en alguna medida, mis temores nocturnos y mi miedo por estar sola.

¡¡Dios!! Además hace un calor insoportable,… ¿pero y  ese ruido?

—John, ¿eres tú? ¿has anulado tu viaje?

Como siga así voy a terminar volviéndome loca. Es imposible que haya nada extraño ya que Bolt, con lo ladrador que es, estaría armando un escándalo mayúsculo.

—¿Bolt? Ven perrito. Sube. Sube aquí.

Una extraña sensación y un sudor frío empezaron a invadirme cuando algo, en el rellano inferior, chocó contra el suelo. Nuestro perro lleva con nosotros durmiendo dentro de casa y jamás ha tirado nada. ¿Qué está pasando?. El miedo empieza a posarse en mis entrañas.

—¿Bolt? Sube, te digo.

Ni siquiera sé cómo me he atrevido a acercarme a la barandilla y asomarme para mirar hacia abajo. Un grito ahogado de horror se escapa de mi garganta al comprobar cómo inmóvil y acostado sobre un gran charco de sangre está mi guardián de la casa.

Instintivamente, mis ojos intentan recorrer cada uno de los rincones que, a pesar de la escasa luz de la instancia, me permiten observar. Una figura humana muy oscura, con la cara cubierta, está subiendo y creo que me ha visto. Con una calma confusa e inconcebible en mí, busco cobijo en el baño de los invitados cerrando por dentro.

El terror que tengo es tan grande que puedo notar las palpitaciones en mis sienes, mis dedos y en mis labios. Los ruidos procedentes de mi habitación me hacen presagiar que pronto querrá buscarme al oírme antes llamar al perro.

¿Será un ladrón? ¿Qué buscará, a quién y por qué?

—Dios mío,….¡¡Ya está aquí!!

La manilla de la puerta del baño empieza a girar provocando una entrada inútil. De pronto un estruendoso golpe franquea mi refugio provisional.

El brillo intenso de una gran hoja de cuchillo de enormes proporciones, blandiendo en el espacio, me provoca un espasmo espantoso. Lo veo avanzar hacia mí y no puedo dejar de mirar esos ojos ensangrentados en ira teñidos de muerte.

—Cariño. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

—¡¡Qué horror!!.. Que pesadilla más espantosa y desagradable he tenido.

—Tranquilo John, sigue durmiendo. Mañana tienes que salir muy pronto de viaje. Voy a refrescarme un poco la cara.

Me extraña que Bolt no se perciba de mi movimiento al levantarme. Todos los perros duermen con un ojo abierto y más cuando perciben sensaciones extrañas de sus dueños. El chorro de agua enfría mis mejillas y calman mi rostro. Me acerco al toallero cuando algo me llama poderosamente la atención. Un enorme cuchillo está caído al lado de la bañera y no puedo al mismo tiempo reprimir un grito desgarrador cuando percibo que John está parado mirándome en la puesta del baño con la mirada contrariada.

—Ohhh ¿qué pasa? ¿Qué haces?

Bolt está lamiendo mi cara adormilada intentado situarme en la realidad de las cosas y, sin comprender más, en este momento y de forma inconcreta y desproporcionada que, acabo de soñar que estaba soñando.

JOSÉ LUIS JUÁREZ, noviembre 2014                    

Taller Literario Domus Pucelae. Texto nº 18
Ilustración: "La familia bien, gracias".

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19 de junio de 2015

Theatrum: ECCE HOMO, resignación con los ojos húmedos y la boca seca











ECCE HOMO
Gregorio Fernández (Hacia 1576, Sarria, Lugo - Valladolid 1636)
Hacia 1620
Madera policromada
Iglesia penitencial de la Santa Vera Cruz, Valladolid
Componente del desaparecido paso de la "Coronación de espinas"
Escultura barroca. Escuela castellana













Recreación virtual del paso "La Coronación de espinas"
Al igual que ocurriera con la escena de Jesús atado a la columna, fueron varias y diferentes las versiones que hizo Gregorio Fernández del conmovedor pasaje en que Cristo, después de ser azotado, es mostrado a la muchedumbre por Poncio Pilatos exclamando: ¡He aquí el hombre! En ese momento, el gobernador romano de Judea le presenta burlonamente como rey de los judíos, ante la mofa de los sayones, cubierto por una clámide púrpura, coronado de espinas y sujetando una caña como cetro. Y como ocurriera en otras ocasiones, el escultor fue capaz de crear un prototipo de fuerte impacto emocional que, con los recursos plásticos centrados en la expresión del rostro y en las llagas recién producidas, interpretaría con maestría en las modalidades de figura sedente, colocada de pie o representada únicamente hasta la cintura, siempre concibiendo el motivo, posiblemente de forma más evidente que en otras escenas, ajustado a los ideales contrarreformistas de utilizar las representaciones sacras para conmover, suscitar la meditación y estimular la práctica de la ascética y la mística como vías redentoras.

Detalle de los sayones del paso de la Coronación de espinas
Fotografías del Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Y asimismo, al igual que la imagen de Jesús atado a la columna fue la figura principal del paso procesional del Azotamiento, terminado en 1619 para la Cofradía de la Vera Cruz, esta impactante imagen del Ecce Homo formó parte del paso de la Coronación de espinas que fue encargado por la misma cofradía un año después, siendo, por tanto, el quinto de los grandes pasos diseñados y compuestos en el taller de Gregorio Fernández con múltiples figuras de tamaño ligeramente superior al natural y dispuestas sabiamente sobre el tablero para compensar el peso que recaía sobre los hombros de los costaleros.      

EL PASO DE LA CORONACIÓN DE ESPINAS

Muy satisfechos debieron de quedar los cofrades de la Vera Cruz con el paso del Azotamiento cuando, transcurridos unos meses, decidieron que el gran maestro también se ocupara del paso que supone el episodio consecutivo: la Coronación de espinas, en cuya imagen principal el escultor fue capaz de reinventar una iconografía sufriente, muy divulgada durante el Renacimiento, hasta lograr cotas de morbidez sorprendentes e infundir, a través del dominio del oficio y en plena madurez creativa, un hálito de vida a la madera que todavía nos sigue asombrando.

Se viene aceptando que la composición original del paso se inspiraría a una iconografía tradicional muy difundida en grabados nórdicos, entre ellos de Durero y Schongauer, integrando el conjunto la figura sedente de Cristo cubierta por una clámide carmesí, dos sayones colocándole la corona de espinas con la ayuda de palos o cañas, otro arrodillado delante ofreciendo una caña como cetro y, presidiendo el pasaje, un personaje caracterizado con indumentaria de aire oriental que podría representar a un juez del senado o al propio Pilatos. Como era habitual en todas las cofradías, la figura de Cristo era desmontada del paso procesional y colocada en un retablo de la iglesia en el que recibía culto durante todo el año, en este caso ocupando un retablo barroco colateral de la iglesia penitencial de la Vera Cruz elaborado en 1693 por el ensamblador Alonso del Manzano, siendo montado en el paso de nuevo durante las celebraciones de Semana Santa.

Fue en 1848, a raíz de los decretos desamortizadores de Mendizábal, cuando las figuras de los sayones del paso, junto a los de otros muchos, fueron recogidas y almacenadas en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid (desde 1933 Museo Nacional de Escultura), mientras que la imagen de Cristo continuó al culto en su altar. En el museo la colección de sayones procedentes de las diferentes cofradías simplemente fueron identificadas con una pequeña marca en el hombro o el pecho —una cruz grabada en las procedentes de la Vera Cruz—, lo que motivó que, cuando a partir de 1920 se comenzara a recuperar la celebración de las procesiones de Semana Santa, por iniciativa del arzobispo don Remigio Gandásegui, el historiador Juan Agapito y Revilla y Francisco de Cossío, director del Museo, en su ocupación de recomponer las escenas tradicionales recurrieran a un criterio narrativo para recrear el aspecto original, mezclando sayones salidos del taller fernandino con algunos pertenecientes a otros escultores y pasos.

Afortunadamente, las figuras secundarias del paso de la Coronación de espinas, que forman parte de los fondos del Museo Nacional de Escultura (aunque un buen grupo se perdiera por su mal estado de conservación), fueron identificadas en 1986 por Luis Luna Moreno1 y no hace muchos años restauradas por el Museo Nacional de Escultura. Tras el proceso de investigación, en el que se averiguó que a algunos sayones incluso se les había modificado la posición de los brazos, hoy podemos afirmar que formaron parte del paso original la figura de un sayón arrodillado que ofrece una caña como falso cetro, un sayón bizco que con la ayuda de dos cañas coloca la corona de espinas sobre la cabeza de Cristo y el supuesto Pilatos, con aspecto oriental, presidiendo la escena con autoridad. Es muy posible que la figura de Cristo quedase resaltada al ser colocada en el centro sobre una plataforma que simulara las escaleras del Pretorio, recreando la escena con tres niveles de altura.

Como es habitual en la iconografía creada por Gregorio Fernández para las escenas pasionales, el artista recurre a un juego maniqueo por el que se sugiere la baja catadura moral de los personajes que ofenden a Cristo, provocando su rechazo a través de determinadas actitudes, indumentarias descuidadas y algunas taras físicas, como se aprecia en el pronunciado estrabismo del sayón que sin piedad coloca la corona de espinas, conocido popularmente como "el bizco" y perteneciente al grupo de sayones que eran insultados durante su desfilar callejero2.

Asimismo, llama la atención el tipo de indumentaria anacrónica en la caracterización de los personajes secundarios, en este caso supuestos soldados romanos que en nada recuerdan los prototipos "a la romana" tan extendidos por los relieves de los retablos del Renacimiento. Tal vez con el deseo de descontextualizar la escena, de hacerla intemporal y comprensible o simplemente para acentuar su carácter teatral a través de un simulacro del mayor realismo, los sayones visten prendas de uso común en el siglo XVII, como calzas, coleto (especie de chaleco), etc., siendo una nota común la ornamentación de las vestiduras con los acuchillados —rasgaduras longitudinales que dejan asomar el forro— que se pusieron de moda desde el siglo XVI tanto en las prendas masculinas como femeninas3. También es constante el que los personajes que representan alguna autoridad, como el supuesto Pilatos, muestren modelos de tipo orientalizante y tocados de gran fantasía.  

EL ECCE HOMO DE LA VERA CRUZ

Del análisis de este grupo podemos deducir que mientras que las figuras secundarias, aunque diseñadas y concebidas por el maestro de acuerdo a sus parámetros, denotan la indudable intervención de los ayudantes del taller, la imagen de Cristo es una de las obras más personales y singulares del mejor Gregorio Fernández, que la remataría hacia 1622.
El conocido como "Cristo de la caña" aparece sentado sobre un bloque cuadrangular, con la pierna izquierda ligeramente desplazada hacia atrás, los brazos cruzados en la cintura, la cabeza ligeramente girada hacia la derecha y la mirada perdida en el infinito para potenciar la idea de la resignación ante la incomprensión. Al correcto y esbelto trabajo anatómico habitual se suma un extremado virtuosismo en el trabajo de la clámide que recubre el cuerpo, tallada en el mismo bloque que la figura con los característicos pliegues y con partes formando ligerísimas láminas que sugieren un paño real, todo un alarde de dominio técnico en el oficio. A esta búsqueda obsesiva de naturalismo se suma la aplicación de accesorios postizos para recrear la escena, como la corona de espinos reales y la caña que sujeta con su mano derecha.

Como es habitual en Fernández, el foco emocional de la escena se focaliza en el impresionante rostro de Cristo, que se ajusta al prototipo por él creado, con larga melena formando ondulaciones, mechones sobre la frente y barba de dos puntas, con una expresión de angustia reforzada por los grandes ojos de cristal y la boca entreabierta dejando apreciar la lengua y los dientes de marfil, originando una sensación de tener los ojos húmedos y la boca seca. Se acompaña con estratégicos regueros de sangre producidos por las espinas y resueltos con resina, incorporando una llaga producida por una espina que ha perforado la ceja izquierda, un sutil detalle que también repetirá en crucificados y yacentes para convertirse en seña de identidad del taller fernandino.

Con la extraordinaria dignidad alcanzada en la figura contenida de Cristo, tan contrapuesta a la de los sayones, el escultor consigue que los personajes que intentan ridiculizarle sean los que aparecen ridiculizados, grotescos e irracionales.



Este pasaje en el que aparece Cristo humillado y presentado en público sería retomado por Gregorio Fernández en 1621, poco después de culminar el paso procesional de la Cofradía de la Vera Cruz, a petición de don Bernardo de Salcedo, párroco de la primitiva iglesia de San Nicolás de Valladolid, al que el escultor entregó una de sus obras cumbre en la que el Ecce Homo aparece de pie, con un movimiento cadencioso, un perfecto equilibrio y una rigurosa descripción anatómica con los valores de la mejor escultura clásica. Asimismo, con un planteamiento similar, pero con el cuerpo hasta la altura de la cintura, casi como un busto, Gregorio Fernández hacía en 1623 otra novedosa versión de Ecce Homo por encargo del vasco Antonio de Ipeñarrieta, una escultura devocional que se convertiría en un modelo muy imitado por otros escultores y muy común en las clausuras.

La escultura del Ecce Homo de la iglesia de la Vera Cruz desfila en Semana Santa con la Hermandad penitencial del Santo Cristo de los Artilleros, fundada en 1944 y con sede canónica en la misma iglesia.     

El Ecce Homo en su carroza procesional
Informe: J. M. Travieso.
Fotografías: Santiago Travieso Blanco.  




NOTAS

1 LUNA MORENO, Luis. Gregorio Fernández y la Semana Santa de Valladolid. Ministerio de Cultura, Valladolid, 1986, pp. 40-41.

2 TRAVIESO ALONSO, José Miguel. Simulacrum, en torno al Descendimiento de Gregorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p. 135.

3 Ibídem, p. 133.















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18 de junio de 2015

Exposición: Un Tiziano en el Museo Nacional de Escultura, hasta septiembre 2015






MUSEO NACIONAL DE ESCULTURA. Sala XIX
Calle Cadenas de San Gregorio, Valladolid


SAN JERÓNIMO PENITENTE
Tiziano (Pieve di Cadore, Belluno, Véneto, h. 1488 - Venecia, 1576)
H. 1575
Óleo sobre lienzo
Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid
Pintura renacentista. Escuela veneciana






Con motivo de la exposición "Francisco de Zurbarán, una nueva mirada", que hasta el mes de septiembre se presenta en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, una de las obras seleccionadas para esta muestra antológica ha sido la pintura de la Santa Faz de Zurbarán que se conserva en el Museo Nacional de Escultura. Como contraprestación, el museo madrileño ha cedido al museo vallisoletano, por el mismo periodo, una pintura de su colección que fue realizada hacia 1575 por Tiziano y que representa a San Jerónimo penitente.

Por este motivo, es una ocasión el poder disfrutar temporalmente de un Tiziano en Valladolid, máximo representante de la pintura renacentista veneciana y grande entre los maestros europeos de todos los tiempos. La pintura, reflexión artística sobre la renuncia y la penitencia, se ajusta como anillo al dedo a la sala XIX del Museo, donde se expone la escultura de la Magdalena penitente de Pedro de Mena y la pintura de San Bruno de Carlo Bononi, obras que abordan el tema del sacrificio y la penitencia como vías de salvación, temática estimulada por la Iglesia católica como reacción a las ideas protestantes.

El recurrente tema de San Jerónimo de Estridón (347-420), presentado como anacoreta que renuncia a los bienes mundanos y se mortifica en un desierto próximo a Belén, se convertiría en un prototipo repetido hasta la saciedad por pintores y escultores desde el Renacimiento, siempre presentando una anatomía enjuta, cuyo pecho golpea con una piedra, en medio de un paisaje rocoso y acompañado por una serie de atributos constantes que facilitan su identificación: el ejemplar de la Biblia Vulgata que tradujera al latín y que recuerda su carácter políglota, el capelo cardenalicio o el manto púrpura que recuerda los cargos ocupados en Roma junto al papa Dámaso I antes de su retiro, el crucifijo al que dirige sus oraciones y reflexiones, la calavera y la clepsidra como símbolos de la fugacidad de la vida y el león al que, según la leyenda, liberó en el desierto de una espina clavada en la pata, tras lo cual el fiero animal nunca se separó de su benefactor.

Buena parte de estos elementos aparecen en el cuadro de Tiziano, una pintura ejecutada con pinceladas rápidas y sueltas que le proporcionan un aspecto abocetado en el que el opresivo colorido del bosque ejerce una gran fuerza psicológica, recurso que algunos han denominado "impresionismo mágico". Tiziano habría realizado esta obra hacia 1575, en plena madurez y con todas sus facultades un año antes de su muerte.

El tema fue abordado al menos cuatro veces por el gran maestro hasta consolidar su iconografía. Hacia 1530 realizaba la versión que se conserva en el Museo del Louvre de París, con formato horizontal y predominando un frondoso y poético paisaje iluminado por la luna. Alrededor de 1555 realizaba la tabla para el altar de la iglesia de Santa María Nuova de Venecia, actualmente en la Pinacoteca Brera de Milán, donde asienta el modelo que repetiría en la pintura del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, realizada veinte años después con una paleta mucho más reducida y aspecto abocetado en algunos elementos. En la misma época, hacia 1575, Tiziano elaboraba el óleo sobre tela del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde amplía la gama de colores, incluyendo un celaje con intensos azules, y cambia al león de lugar, aunque repite con fidelidad la disposición del santo.

El San Jerónimo de Tiziano puede contemplarse en el horario habitual del Museo Nacional de Escultura.

HORARIO DE VISITAS
De martes a sábado, de 10 a 14 y de 16 a 19,30 h.
Domingos, de 10 a 14 h.
Lunes cerrado.

TARIFAS DEL MUSEO
Tarifa general: 3 euros
Tarifa reducida: 1,50 euros
Entrada gratuita: Sábados, de 16 a 19.30 h. y domingos, de 10 a 14 h.

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16 de junio de 2015

Revista ATTICUS nº 29

En junio 2015 se ha publicado el número 29 de la Revista Atticus, en la que junto a las habituales secciones de editorial, fotodenuncia, humor gráfico, relatos, poesía, fotografía y crítica de cine destacan los siguientes artículos:

* Roberto Ferri, el nuevo Caravaggio. José Miguel Travieso.
* Yayo: el placer de imaginar y reir. Francisco Puñal Suárez.
* El Bote de Zamora. Almudena Martínez.
* Rogier van der Weyden. Luis José Cuadrado y José Miguel Travieso.
* El Arte Asirio. Luis José Cuadrado.
* El antropólogo como narrador. Luis Díaz Viana.
* El gusto moderno: Art Déco en París. Luis José Cuadrado.
* Goya en Madrid. Cristina González Vítores.
* Eso que llaman glamour. Ángel Comas.
* Carmina Burana y la Fura dels Baus. Luis José Cuadrado e Inés Mogollón.

Descarga en pdf : Revista Atticus 29.

Recordamos que se puede acceder directamente a esta revista virtual desde el icono que aparece como acceso directo en la parte izquierda de esta página o en la dirección http://www.revistaatticus.es/, donde se encuentran archivados todos los ejemplares publicados hasta la fecha, a los que se puede acceder de forma gratuita.


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15 de junio de 2015

Taller Literario: LA RUECA, de María José Avendaño


LA RUECA

Se acercaba la hora de todos los días, esa que siempre espero con emoción.

Me escondí, como siempre, tras la puerta desvencijada que da paso a la cocina. Esta hace años que no permanece abierta.

En este mismo sitio, desde hace tiempo, se reúnen las mujeres de la familia materna; mi abuela y sus hermanas, que se pasan los inviernos hilando, ovillando, zurciendo y… siempre la rueca está presente en la cocina.

Ellas siempre allí, alrededor del fuego, al amor de la lumbre, como dice mi abuela.

Así pasan las largas tardes. Esas que yo espero con un entusiasmo infantil. Entorno los ojos y una mueca picarona asoma en mi rostro.

Sé que pronto comenzará hablar de mí. Yo siempre soy el tema de conversación preferido de Casilda, mi abuela.

—Nunca he visto muchacho más inquieto, dice mi abuela— es un pequeño demonio (siempre pone gesto fingido), le he prohibido se acerque al gallinero. Raro es el día que se salva algún huevo. No tuvo otra idea que un día sentarse encima de  la puesta diaria echándola a perder... y él convencido de que podía empollar alguno, ¡qué chico!

—Es tan pequeño— replica Caridad, que la edad todo lo trae. Caridad es la hermana menor de mi abuela, soltera por voluntad —eso dice mi abuelo— y en tono solemne apostilla: claro que poco honor hace al nombre (siempre repite estas palabras cuando de ella se trata). “Seca como un palo, tan arisca y poco generosa en afectos”, así la define su cuñado. (Creo que mi abuelo Damián y la tía no se tragan).

De pronto se hace el silencio...

Se sienten pasos, como si arrastrasen los pies.

¡Es mi madre! Entra en la cocina. Se acerca al fuego sin expresión alguna, tan pálida como es. Su delgadez es muy notable, los brazos caídos, una mirada triste y vacía que fija ante la chimenea apagada.

Yo sé que mamá no puede ver a su madre, como tampoco me ve a mí. Eso dice mi abuelo que me lo explicó el día que yo en caí a la alberca un crudo día de invierno.

La muerte es lo que tiene, —dice mi abuelo— Yo creo que es de lo más extraña porque nos confina, nos arrincona y aparta...

A pesar de vivir en la misma casa, cada uno de sus habitantes vivimos nuestro espacio y tiempo y lo único que llega a unirnos son los pequeños rituales que acaban siendo costumbres, más o menos, como a mi abuela y sus hermanas las une la rueca...

Pero es que a mi madre no le gusta tejer... nunca la vi haciendo tal menester. Porque ella es de alma bohemia —eso dice su padre—, ella siempre busca un motivo para alejarse de la cocina en los inviernos.

Y esta es una gran tristeza para mí.

Porque, por esta razón, de todos nosotros ella es la muerta más triste y solitaria de esta casa.

Mª JOSÉ AVENDAÑO, diciembre 2014                    

Taller Literario Domus Pucelae. Texto nº 16
Ilustración: "La familia bien, gracias".


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12 de junio de 2015

Theatrum: RETABLO DE SAN DIEGO, restos testimoniales del mecenazgo cortesano




RESTOS DEL RETABLO DE SAN DIEGO
Escultura: Pompeo Leoni (Pavía, Milán, h. 1533 - Madrid, 1608) y Gregorio Fernández (Sarria, Lugo, h. 1576 - Valladolid, 1636)
Pintura: Vicente Carducho (Florencia, 1576 - Madrid, 1638)
1606-1607
Madera policromada y pintura al óleo
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la iglesia del desaparecido convento de San Diego de Valladolid
Escultura y pintura renacentista. Escuela cortesana




Recreación virtual del desaparecido convento de San Diego
Juan Carlos Urueña Paredes / "Rincones con fantasma"
Durante el siglo XVI, al no disponer de un Palacio Real, cuando los reyes visitaban Valladolid solían instalarse en palacios cedidos por algunos nobles unidos, tanto interesada como amistosamente, a la casa real. Es el caso del emperador Carlos, al que le era cedido el palacio que perteneciera a Francisco de los Cobos, Comendador Mayor de León, Secretario de Estado y político influyente en aquel tiempo. Tal personaje, que había adquirido el rango de noble por su matrimonio en 1522 con María de Mendoza, hija de los condes de Ribadavia, en 1524 encargaba al arquitecto real Luis de la Vega la construcción de un palacio en la conocida como Corredera de San Pablo, enfrente de la iglesia que daba nombre al lugar y próximo al palacio de los condes de Ribadavia, sus suegros, hoy conocido como Palacio de Pimentel. El espacioso edificio se articulaba en torno a un elegante patio central de diseño renacentista, en cierto modo concebido para albergar y homenajear a los reyes en sus visitas a la ciudad.

Reinando ya Felipe III, el Duque de Lerma comenzó a urdir el traslado de la Corte desde Madrid a Valladolid, firmando el 17 de septiembre de 1600 la compra de aquel palacio y casas colindantes al Marqués de Camarasa, nieto de Francisco de los Cobos. Tras una serie de reformas y ampliaciones, el edificio fue transformado en un nuevo palacio ocupado por el Duque de Lerma, que en 1601, reconvertido en Palacio Real, sería transferido a Felipe III, después de que este monarca oficializara ese año el traslado de la Corte junto al Pisuerga. 
Durante el quinquenio en que la corte estuvo asentada en Valladolid, en el Palacio Real nacerían el futuro Felipe IV y su hermana Ana de Austria, después reina de Francia y madre de Luis XIV.

Recreación virtual del retablo de San Diego. José Miguel Travieso
Previamente, las iniciativas del Duque de Lerma no se habían circunscrito a la construcción del Palacio Real y su extensión de recreo en el Palacio de la Ribera, pues con anterioridad había adquirido el patronato de la capilla mayor de la iglesia de San Pablo, con pretensiones de establecer en ella su enterramiento familiar, emulando el modelo regio de El Escorial, para lo que acometió la elevación de la altura de las bóvedas de la iglesia y duplicó el alto de la fachada. Paralelamente, unido al Palacio Real, en la parte opuesta a la fachada principal, el Duque de Lerma fundó en 1601 el convento de Franciscanos Descalzos de San Diego, eligiendo para su dotación a los mejores artistas del ambiente cortesano a principios del siglo XVII. Aquella iglesia, vinculada y comunicada con el recinto palaciego, sería escenario de las prácticas piadosas de la familia real y en ella se celebraría en 1690 el matrimonio del rey Carlos II con su segunda esposa Mariana del Palatinado-Neoburgo.

El arquitecto de San Diego había sido Francisco de Mora, Maestro Mayor de la corte, que no sólo trazó el espacio clasicista del templo que después sería rematado por Pedro Mazuecos y Diego de Praves, destacados maestros de la arquitectura vallisoletana de su tiempo, sino que también en 1603 realizó las trazas de los cinco retablos que se habrían de asentar en él, destacando dos peculiares retablos-relicario y sobre todo el retablo de la capilla mayor, cuya estructura arquitectónica fue encomendada al prestigioso ensamblador Juan de Muniátegui, por entonces activo en Valladolid, que también se ocupó del fantástico tabernáculo —sagrario con forma arquitectónica de planta central—, siguiendo la moda del momento.

San Diego de Alcalá. Vicente Carducho, 1611
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
El retablo aparecía asentado sobre un banco de piedra, con tres cuerpos y tres espaciosas calles con encasillamientos de aire clasicista y coronado por un ático reservado al tradicional Calvario y grandes escudos con las armas ducales colocados a los lados. En la maquinaria se combinaba una pintura central de gran formato con la imagen gloriosa de San Diego de Alcalá, santo titular, realizada por Vicente Carducho en 1611, junto a un repertorio escultórico en madera policromada de seis santos franciscanos colocados en las calles y el Calvario del ático, obras monumentales del escultor Pompeo Leoni, en cuya ejecución recibió la colaboración de su hijo Miguel Ángel Leoni y del también escultor milanés Milán de Vimercado, llegado de Italia en 1593, junto al escultor Baltasar Mariano, para trabajar como oficiales de Pompeo Leoni en la realización de las esculturas de bronce del retablo del monasterio de El Escorial. Probablemente el conjunto de esculturas serían policromadas en el taller de Vicente Carducho, vinculado al ambiente cortesano.

Al conjunto se habrían de sumar cuatro pequeñas figuras de Virtudes colocadas en el tabernáculo y un relieve con la figura de Cristo Salvador en la puerta del sagrario, exquisitas obras de un joven Gregorio Fernández recién llegado a Valladolid desde Madrid que son las primeras obras conocidas de este gran maestro de origen gallego.

Derribado tiempo después el convento de San Diego y levantadas nuevas dependencias del Palacio Real sobre el espacio que ocupara, de aquel recinto quedan algunos testimonios tangibles muy elocuentes. Uno de ellos permanece in situ en la calle de San Diego y se trata de una de las columnas adosadas en lo que fuera la portada de la entrada al convento, resto mudo del convento franciscano fundado por el Duque de Lerma, a pesar de la disconformidad del convento de San Francisco de la Plaza Mayor. Otros restos son la colección escultórica y la pintura central del retablo mayor, que, junto a los retablos-relicario, se conservan en el Museo Nacional de Escultura, permitiendo comprender, aunque se haya perdido la estructura del ensamblaje original, cómo el arte era puesto al servicio del poder y cómo el aspecto austero del exterior contrastaba con la gran riqueza acumulada en su interior, poniendo de manifiesto que la dotación y decoración de San Diego fue una de las empresas más notables en los inicios del siglo XVII.


LA PINTURA DE SAN DIEGO DE ALCALÁ

La monumental pintura que presidía el retablo mayor, firmada por Vicente Carducho en 1611, es muestra de la vinculación de la corona española a la devoción a este santo franciscano. Fray Diego de San Nicolás, que había alcanzado fama de santidad en vida, vio aumentada la popularidad de sus prodigios tras su muerte en 1463, aunque sería un rocambolesco suceso, fruto del exacerbado culto a las reliquias por parte de Felipe II, el que vinculara su devoción a la corona española. A consecuencia de una grave enfermedad sufrida por el príncipe Carlos, Felipe II mandó colocar junto a su lecho el cuerpo momificado del venerado fraile alcalaíno. Como se produjera la curación del joven, el monarca solicitó su canonización al papa, que Sixto V hizo efectiva en 1588, siendo el primer franciscano español en alcanzar la santidad y el único santo canonizado por la Iglesia durante el siglo XVI.

Vicente Carducho, de acuerdo a los planteamientos del barroco, presenta su figura mayestática, en plena levitación y sujetando una cruz alusiva a la Pasión, mostrando un milagro producido en la huerta del convento del que existieron varios testigos, aunque la escena de levitación mística queda enmascarada por la glorificación del santo a través de un celaje abierto y luminoso y con la presencia de un grupo de querubines que, junto a los efectos lumínicos, convierten la escena en una artificiosa apoteosis de santidad1.

El florentino Vicente Carducho creció en el oficio de pintor al amparo de los modos plásticos de su hermano Bartolomé, con el que acudió como colaborador a El Escorial y después a satisfacer distintos encargos cuando la corte estuvo instalada en Valladolid, donde realizó esta pintura manierista de San Diego manteniendo el espíritu monumental escurialense. Según la documentación conservada, sabemos que fue encargado el 10 de marzo de 1611 por del Duque de Lerma, cuyo tesorero pagó al pintor 1.300 reales. Vicente Carducho, que había sido nombrado pintor del rey Felipe III tras la muerte de su hermano Bartolomé en 1608, realizó la pintura casi cinco años después de la consagración de la iglesia de San Diego y cuando toda la obra escultórica ya estaba terminada por Pompeo Leoni y sus ayudantes. En ella inicia cierta evolución hacia el naturalismo, poniendo en práctica los contrastados efectos lumínicos que caracterizarían a la pintura barroca y la grandilocuencia propia del ambiente cortesano.


CONJUNTO DE SEIS SANTOS FRANCISCANOS

El conjunto de cuatro santos franciscanos y dos santas de la misma Orden, elaborados en Valladolid por Pompeo Leoni y su taller, que actualmente se conservan en el Museo Nacional de Escultura, donde ingresaron a consecuencia del proceso desamortizador, ocupaban las calles laterales del retablo mayor de San Diego, donde se hallaban dispuestos a tres alturas. Entre ellas se identifican a Santa Clara y posiblemente a su hermana Santa Inés, junto a San Antonio de Padua, tal vez formando pareja con San Francisco, un santo con capa pluvial que pudiera representar a San Buenaventura en su dignidad de cardenal obispo de Albano y otro barbado que posiblemente represente a San Bernardino de Siena.
Todas son esculturas monumentales, de concepción cortesana, en las que se unifica el planteamiento clasicista con una elegancia de contenidos ademanes de aire manierista. 
En ellas se advierte la intervención del taller (Millán de Vimercado, Miguel Ángel Leoni, etc.) sobre diseños de Pompeo Leoni, que recurre al expresivo lenguaje de las manos. El aspecto sobrio de los hábitos queda realzado con finas labores de policromía a base de motivos vegetales sobre fondos rajados, una modalidad impuesta en la Contrarreforma, que seguramente fueron realizados por el taller de Vicente Carducho, activo en la corte.

EL CALVARIO

Es en el monumental Calvario, que coronaba el ático del retablo flanqueado por dos grandes escudos del Duque de Lerma, donde se aprecia con más severidad la mano del escultor milanés, que llegó a definir en él unos prototipos que serían modelo y fuente de inspiración para toda la incipiente pléyade de escultores barrocos de la escuela de Valladolid, comenzando por Gregorio Fernández, que en su primera etapa aparece claramente influenciado por los prototipos de Pompeo Leoni (recuérdese el Calvario de la primitiva iglesia de San Miguel, cuya Virgen y San Juan, actualmente conservados en la iglesia de San Andrés, presentan numerosas concomitancias de estilo con el grupo de San Diego y con el Calvario del retablo de El Escorial).
El Crucifijo, con una escala que supera el natural, se encuadra en la serie realizada en madera policromada por el milanés en España, entre la que figura el Cristo de las Mercedes (1601-1606) de la iglesia de Santiago de Valladolid y el monumental Crucifijo (1611) de la Real Academia de San Fernando de Madrid, todos ellos caracterizados por presentar una anatomía hercúlea, potente y vigorosa, con una descripción rotunda y cadenciosa del cuerpo humano, en la que el dramatismo aparece atemperado a pesar de las abundantes llagas y con el perizoma anudado a la derecha y cayendo en diagonal hacia la izquierda.

También es común el trabajo de la cabeza, reclinada hacia la derecha y con larga y apelmazada melena cuyos mechones remontan la oreja izquierda, dejándola visible, mientras caen en vertical junto al hombro derecho, mezclándose con ellos los tallos de la corona de espinas tallada en el mismo bloque, sin utilizar ningún tipo de postizos.

Las figuras de la Virgen y San Juan son más declamatorias, igualmente con potentes anatomías que en su caso se envuelven en abultados ropajes que presentan pliegues muy estudiados, compartiendo el cruce del manto al frente y en diagonal para establecer un efectista juego de claroscuro que se complementa con el expresivo lenguaje de las manos y el reflejo del drama en los rostros, manteniendo en su conjunto la artificiosa elegancia manierista que realza la tensión de la escena y una policromía tendente al preciosismo que resulta muy efectista.   


DECORACIÓN ESCULTÓRICA DEL TABERNÁCULO

La colección escultórica del retablo de San Diego marcaría la trayectoria que siguieron en Valladolid los incipientes escultores barrocos, entre ellos Gregorio Fernández, que hacia 1605 fue el autor de las cuatro figuras de Virtudes que adornaban el tabernáculo y del relieve de la puerta del sagrario. Estas pequeñas esculturas representan la Esperanza, la Caridad, la Fortaleza y la Justicia, mientras que en el relieve aparece la figura del Salvador. Todas ellas ofrecen los resabios manieristas propios de la época, con una actitud contenida, refinada elegancia gestual y una policromía preciosista que Gregorio Fernández abandonaría años después para evolucionar hacia un planteamiento sumamente naturalista y realista. Esta colección de esculturas de pequeño formato tienen el indiscutible interés de tratarse de las primeras obras documentadas de Gregorio Fernández en Valladolid y de ser reflejo del gusto de la escultura cortesana a principios del siglo XVII.


LOS RETABLOS-RELICARIOS DE SAN DIEGO    

Emulando el célebre conjunto de suntuosos relicarios que Felipe II reuniera en la basílica de El Escorial, el mecenazgo del Duque de Lerma en Valladolid no se limitó a la remodelación de la iglesia de San Pablo, al patrocinio del convento de monjas cistercienses de Nuestra Señora de Belén, que hacia 1538 había fundado su tía doña María Sandoval (en los terrenos que hoy ocupa el Colegio de San José), y a la fundación del convento franciscano de San Diego, patrocinando un fantástico retablo mayor para su iglesia, sino que también se ocupó en reunir una importante colección de relicarios escultóricos que fueron distribuidos por las iglesias de San Pablo y de San Diego. Todos ellos fueron encargados a prestigiosos artistas del momento, buena parte de ellos napolitanos, como muestra del afán de notoriedad del Duque, ofreciendo como característica común el uso de oro reluciente para las vestiduras y plata envejecida para las carnaciones, de modo que simulan el aspecto metálico de las grandes obras de orfebrería de los modelos escurialenses.

Los relicarios se adaptan al tipo de restos venerados, con una larga serie de bustos sobre peanas con tecas en la base y el pecho y otros en forma de brazos cuando los huesos eran identificados como pertenecientes a esta parte anatómica, aunque no faltaron algunos de diseño tradicional en forma de urnas, cofres, viriles, etc.
En el caso de la iglesia de San Diego, el Duque de Lerma encargó la elaboración de dos armarios para contener los relicarios que adoptaron la forma de retablos colaterales siguiendo los modelos de El Escorial, con el interior ocupado por estantes para colocar los relicarios y las puertas batientes pintadas por ambas caras, de modo que en ellos se unifican los elementos arquitectónicos del mueble, los trabajos pictóricos de su ornamentación y las formas escultóricas de los relicarios, ofreciendo en las solemnes ocasiones en que eran mostrados abiertos toda la parafernalia propia de las celebraciones barrocas, donde no es difícil deducir el acompañamiento de cirios, incienso y cánticos.

Virtudes del tabernáculo y el Salvador de la puerta del sagrario
Gregorio Fernández, 1604-1607. Museo Nacional de Escultura
Por Luis Cervera2 sabemos que las trazas de los mismos fueron realizadas por Francisco de Mora, Maestro Mayor, y su arquitectura clasicista de madera llevada a cabo después por el ensamblador Juan de Muniátegui, mientras que de las escenas pictóricas se ocuparon Bartolomé y Vicente Carducho, que plasmaron un santoral elegido por el comitente.

Los armarios-relicario, que se conservan en el Museo Nacional de Escultura, adoptan la forma de retablo, flanqueados por dos columnas adosadas de orden corintio, rematados por un friso con decoración de rameados en relieve y coronados por un frontón triangular de gruesas molduras. El banco aparece recorrido por cinco compartimentos frontales pintados y otros laterales, mientras que el único cuerpo lo llenan las escenas pictóricas sobre lienzo de las puertas con episodios  que se repiten en el exterior y el interior.

Retablos-relicario de San Diego abiertos y cerrados
Pinturas de Bartolomé y Vicente Carducho, 1604-1606. MNE 
Uno de los retablos presenta en las puertas la Anunciación y se completa en el banco con las figuras de San Martín de Tours, Santo Domingo de Guzmán, San José, San Juan Evangelista, San Juan Bautista y San Cristóbal, con San Felipe y San Lorenzo en el lateral derecho. El otro ofrece como motivo central la Estigmatización de San Francisco, acompañándose en el banco de San Efrén, parejas de santos franciscanos no identificados, San Aurelio, dos mártires franciscanos y San Máximo, con San Antonio de Padua y San Bernardino de Siena en el lateral izquierdo. Todas estas pinturas, que fueron realizadas entre 1604 y 1606, han sido repuestas en su ubicación original después de un arduo proceso de recomposición3 tras haber permanecido durante muchos años desmontadas en los almacenes del Museo.

Detalle de los relicarios de San Diego
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Informe: J. M. Travieso.            

NOTAS

1 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. San Diego de Alcalá. En: URREA FERNÁNDEZ, Jesús, Tesoros del Museo Nacional de Escultura, 2005, pp. 95-98.

2 CERVERA VERA, Luis. El conjunto palacial de la Villa de Lerma. Madrid, 1967, pp. 124 y ss.

3 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. Retablos relicarios del Convento de San Diego. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección/collection. Madrid, 2009, pp. 182-185.  


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