28 de octubre de 2011

Visita virtual: SANTA ANA, LA VIRGEN Y EL NIÑO, el lenguaje críptico de Leonardo





SANTA ANA, LA VIRGEN Y EL NIÑO
Leonardo da Vinci (Anchiano-Vinci, Italia 1452 - Cloux, Francia 1519)
1508
Óleo sobre tabla de álamo
Museo del Louvre, París
Pintura del Renacimiento, clasicismo


     Esta tabla es una de las más prodigiosas composiciones de Leonardo da Vinci y la tercera de las versiones que hiciera tratando el mismo tema. La primera es el llamado Cartón de Burlington House, actualmente una de las joyas de la National Gallery de Londres, la segunda otro cartón que se ha perdido, pero que los biógrafos de Leonardo describieron minuciosamente en su época, y esta pintura la versión final que fue inicialmente concebida para presidir el altar mayor de la iglesia de la Santísima Anunziata de Florencia, aunque la obra había sido solicitada por Luis XII, rey de Francia, para celebrar el nacimiento en 1499 de Claude, su única hija, rindiendo homenaje a su esposa Anne en la elección de la santa, que además era la patrona de las mujeres estériles y embarazadas, de modo que la pintura adquiere el valor de un exvoto a Santa Ana por el feliz nacimiento de la infanta.

     Sin embargo, la pintura no le fue entregada a Luis XII, ya que es mencionada por un observador en 1517 en el taller de Leonardo, que por entonces trabajaba para la corona francesa pensionado por el rey Francisco I en un taller de Cloux, cerca de Amboise. Según algunas hipótesis, basadas en la descripción de la tabla realizada en 1651 en el palacio del cardenal Richelieu, se piensa que este personaje fue el que realmente la adquirió para las colecciones reales, aunque lo más probable es que fuera adquirida por Francisco I a Leonardo a cambio de una fuerte suma de dinero que le fue entregada a su asistente Salai, según un pago que consta en los archivos. Desafortunadamente, antes de el inventario realizado por Le Brun en 1683, la pintura no figura entre las obras expuestas en el castillo de Fontainebleau, de modo que no se puede confirmar esta idea.


     La obra aparece inacabada, pues, como en muchas de sus obras, Leonardo trabajaría en la pintura durante largo tiempo antes de entregarla, siendo un buen ejemplo de la continua búsqueda del genio renacentista en la composición de las figuras, en la aplicación de la técnica del sfumato y en la maduración del significado de la escena, de la que se conservan abundantes dibujos preparatorios en el mismo Museo del Louvre, logrando finalmente innovadores modelos y formas de sombreado que definen su genialidad y que serían fuente de inspiración para numerosos artistas de la siguiente generación.

     La pintura reúne en un paisaje idílico a personajes de tres generaciones, Santa Ana, su hija la Virgen María y su nieto el Niño Jesús, que juguetea con un cordero lleno de connotaciones simbólicas, alusivas al futuro sacrificio de Cristo, que viene a sustituir la presencia del Bautista niño que aparece en otras de sus obras, como la Virgen de las Rocas, de modo que la escena aparece humanizada aunque con personajes perfectamente reconocibles como sagrados, a pesar de que no disponen de los tradicionales nimbos sobres sus cabezas, lo que supone una traslación casi literal del ideal neoplatónico del amor divino, intemporal y perfecto.

     En esta pintura Leonardo concede una gran importancia a Santa Ana, cuya figura se convierte en el eje de una composición muy original que adopta una forma piramidal. En ella da la impresión que el grupo de figuras se trata de un sólo personaje que se continúa a sí mismo, tanto por su disposición física como por sus acciones, presentando el característico movimiento entrelazado de los personajes tan utilizado por Leonardo, una novedad después seguida por otros muchos pintores. Fruto de una minuciosa observación, todos los gestos son muy naturales y aparecen encadenados, como el brazo derecho de la Virgen que podría ser válido para la figura de Santa Ana, el brazo izquierdo de María prolongado en el de Jesús o la pierna del Niño remontando el cordero, encadenamientos que tienen una finalidad y un sentido: el expresar la idea de parentesco y descendencia entre las figuras, así como el anuncio de que la encarnación de Jesús tiene como fin el sacrificio de la Pasión, sacrificio que anuncia la presencia del cordero, de cuyo contacto la Virgen con un gesto cariñoso trata de apartar al Niño, que se aferra obstinado al pequeño animal.


     La originalidad de la pintura afecta por igual a su iconografía y a la composición, que tiene al mismo tiempo valores geométricos y dinámicos. De forma muy hábil el pintor sitúa las miradas de todas las figuras prácticamente sobre un mismo eje, siendo las que dan sentido a la escena, pues las miradas cruzadas del Niño y su Madre se complementan con las de Santa Ana y el cordero, adquiriendo la dulzura de las mismas un gran valor expresivo. Otro tanto ocurre con las figuras de Santa Ana y su hija María, a la que sujeta sobre sus rodillas, que casi llegan a tener la misma edad, los mismos rasgos físicos y la misma delicadeza, destacando en la primera el esbozo de la característica sonrisa leonardesca.


     La escena religiosa se sitúa en un paisaje idílico y fantástico que produce un distanciamiento entre los personajes de la escena y el espectador. La profundidad está remarcada por las lejanas montañas, representadas según las leyes de la perspectiva atmosférica a partir de cristalinos tonos azulados, fruto de su observación de la naturaleza, de la geología y de los cambios climáticos. Sin embargo, Leonardo recurre a plasmar un paisaje que no está sometido al tiempo real ni a las estaciones, ni mucho menos a la acción del hombre. Se trata de un paisaje de valor universal, virginal, un retorno al paraíso tras la llegada de Dios al mundo, con una ruptura cromática en el fondo que sugiere que de los vapores de la niebla surge un círculo de montañas que asemejan estar formándose después del caos de la Creación.

     La aplicación del color queda definida por el sfumato, seña de identidad por excelencia del taller de Leonardo, que funde las figuras con el paisaje envolviendo la escena de un velo vaporoso, evanescente y poético. Por todo ello y por el significado críptico de cada uno de los elementos, esta pintura representativa del arte de Leonardo y culmen del clasicismo alcanzado en la pintura del Renacimiento, produce en quien la contempla una fascinación que se funde con la sensación de extrañeza que desprenden sus sutiles expresiones y su ejecución incompleta, por lo que de ella se han hecho numerosas lecturas psicoanalíticas, siguiendo las teorías de Freud, y abundantes estudios especulativos que nunca tienen fin.

Informe: J. M. Travieso.

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