5 de octubre de 2018

Visita virtual: SAN JERÓNIMO PENITENTE, la revitalización de una iconografía tradicional









SAN JERÓNIMO PENITENTE
Francisco Salzillo y Alcaraz (Murcia, 1707–1783)
1755
Madera policromada, corcho y tela encolada
Museo Catedralicio, Murcia
Escultura barroca de transición al Rococó. Escuela murciana









Una de las representaciones más extendidas desde principios del siglo XVI en el arte español fue la de San Jerónimo penitente, en las que el santo de Estridón (hacia 340-420) aparece como eremita practicando una dura penitencia en el desierto sirio de Qinnasrin —la Tebaida siria—, normalmente acompañado de una serie de atributos que le identifican en el árido paisaje, como vestiduras cardenalicias —muchas veces reducidas al capelo—, empuñando una piedra con la que se mortifica golpeándose el pecho ante un crucifijo y una calavera, un libro y un león amansado a sus pies. Todos estos ingredientes aparecen con fuerte naturalismo en la escultura de Salzillo.

Sin embargo, conviene recordar que la presencia del león como acompañante en el desierto responde a un error recogido en su hagiografía en época medieval —hecho relativamente frecuente—, pues el pasaje corresponde en realidad al santo monje ermitaño Gerásimo, que en el siglo V, paseando a orillas del Jordán, encontró a un león herido por una espina clavada en su garra de la que le liberó, quedándose a vivir con el eremita como un manso animal. Esta leyenda, recogida por el monje sirio Juan Mosco (c. 550-c. 634) en su obra El Prado, compilación de hagiografías de grandes ascetas que fue publicada por vez primera en 1624 por Fronton du Duc en París, aclara el error de la asociación de la simbología del león a San Jerónimo, posiblemente por la confusión de dos nombres tan parecidos en latín: Geronimus y Gerasimus.

Bien al contrario, una de las principales aportaciones de San Jerónimo a la Iglesia fue, debido a su enorme erudición, la traducción entre los años 382 y 405 de la Biblia del griego y del hebreo al latín —Biblia Vulgata o edición para el pueblo—, eliminando contenidos heréticos. Este trabajo le fue encargado por el papa Dámaso I, que en el año 382 reunió los primeros libros de la Biblia en el Concilio de Roma. Por sus importantes escritos, pero sobre todo por su exégesis bíblica, San Jerónimo fue declarado Padre de la Iglesia Latina y proclamado por el papa Bonifacio VIII, en septiembre de 1295, como Doctor de la Iglesia. Asimismo, en 1546 su versión bíblica fue declarada por la Iglesia católica, en el Concilio de Trento, como auténtica y oficial en todo el ámbito eclesial, manteniéndose en vigor hasta la promulgación de la Neovulgata en 1979. Debido a esto, otro tipo de representación habitual fue la del santo en su estudio o scriptorium.

En el campo del arte devocional San Jerónimo es representado como un símbolo de sabiduría y de entrega a Cristo, renunciando a los bienes mundanos con la misma dureza con que él rebatía las ideas heréticas de su tiempo. Por este motivo su presencia en los retablos fue constante durante el Renacimiento y Barroco, tanto formando parte del grupo de los Cuatros Padres de la Iglesia —Ambrosio de Milán, Jerónimo de Estridón, Agustín de Hipona y Gregorio Magno— o bien como figura independiente, con una categoría equiparable a los Cuatro Evangelistas.

Pietro Torrigiano. San Jerónimo penitente, 1525. Museo de Bellas Artes de Sevilla (Fotos Wikipedia)
Queda claro que la devoción a San Jerónimo en España continuaba en vigor a mediados del siglo XVIII, pues en 1755 Francisco Salzillo, en plena madurez de su carrera artística, recibía el encargo del canónigo José Marín y Lamas1 de la ejecución de una escultura de San Jerónimo penitente para ser colocada como imagen titular en el monasterio jerónimo de San Pedro de la Ñora, próximo a la pedanía murciana de Guadalupe, monasterio del que el comitente era benefactor.

Salzillo respondía al encargo entregando una de sus esculturas devocionales más sobresalientes y una de las más virtuosas del Barroco español, consiguiendo infundir una nueva vitalidad a un tema abordado anteriormente por grandes maestros en el que el principal desafío se centra en un desnudo a tamaño natural, con aspecto depauperado por la renuncia y las carencias físicas. En este sentido, la composición presenta ciertas similitudes con dos obras precedentes del mismo tema que nunca sabremos si el artista murciano llegó a conocer personalmente.

Juan Martínez Montañes. San Jerónimo penitente, 1609-1613
Monasterio de San Isidoro del Campo, Santiponce (Sevilla) (Fotos ABC de Sevilla digital)
Por un lado, el San Jerónimo penitente realizado en 1525 en Sevilla por el florentino Pietro Torrigiano (1472-1528) por encargo del monasterio de San Jerónimo de Buenavista de Sevilla que fundara Fray Diego de Sevilla, una obra maestra que actualmente se encuentra en el Museo de Bellas Artes de la capital hispalense como consecuencia de la Desamortización.
Este gran escultor, formado en Florencia y Roma, abandonó Italia tras una disputa con Miguel Ángel —al que rompió la nariz—, recorriendo en 1512 la corte inglesa, donde hizo notables obras sepulcrales, para recalar primero en Granada en 1520 y después instalando su taller en Sevilla en 1525. El San Jerónimo de Torrigiano es una obra plenamente adscrita al Renacimiento italiano y está realizada en terracota policromada, una técnica muy aceptada en Sevilla desde el siglo XV. Sorprende la ductilidad del barro para plasmar con un gran realismo el estudio anatómico, donde la musculatura se funde con las arrugas propias de un cuerpo maduro. El santo aparece con el torso desnudo, con un paño atado a su cintura y arrodillado sobre su pierna izquierda, con la mirada dirigida a una cruz leñosa que sujeta levantada en su mano izquierda, mientras en la derecha sujeta una piedra con la que ejecuta sus penitencias corporales. Con una cabeza de fuerza imponente, la figura prescinde de otros atributos, como el libro, el capelo cardenalicio y el león, aunque es posible que estos fueran incorporados, esculpidos o pintados, en el marco que ocupara la escultura.

Tan impactante y mórbido trabajo anatómico, de portentoso realismo, concebido para expresar la vía de la penitencia como camino de superación espiritual, ejerció una especial influencia en la escultura sevillana que después realizarían Jerónimo Hernández y Juan Martínez Montañés.

Fue precisamente Juan Martínez Montañés (1568-1649) el autor de otra escultura de San Jerónimo penitente que se anticipa a la versión murciana de Salzillo. El escultor jienense fue el autor del retablo mayor de la iglesia del monasterio de San Isidoro del Campo, en el término sevillano de Santiponce, un monasterio fundado en 1301 por Alonso Pérez de Guzmán —Guzmán el Bueno— y su esposa María Alonso Coronel con la intención de establecer en él su panteón familiar. Hasta 1431 fue ocupado por la Orden Cisterciense, pasando después a los jerónimos, que se establecieron oficialmente en 1568.

Martínez Montañés se ocupaba del magnífico retablo clasicista en la primera década del siglo XVII, reservando la hornacina central para la escultura de San Jerónimo penitente, que fue elaborado entre 1609 y 1613. De acuerdo a la maestría del "dios de la madera", la figura presenta un desnudo magistral, con el santo en posición de perfil arrodillado bajo un árbol y acompañado por la tradicional figura del león, en este caso sorprendente por su naturalismo, mientras se golpea el pecho con un piedra en pleno ejercicio de penitencia, con la boca entreabierta y ojos con mirada perdida sugiriendo una reflexión espiritual, prevaleciendo en la estudiada composición la pormenorizada descripción anatómica, con énfasis en músculos, venas y arrugas, un supremo trabajo naturalista realzado por la efectista carnación y policromía aplicada por Francisco Pacheco, declarado admirador de la talla de Montañés.

  Siguiendo estos tipos iconográficos basados en la faceta ascética, Francisco Salzillo planteó su composición del santo penitente, que está resuelta como escultura exenta y realizada en madera policromada. A diferencia de los modelos citados como precedentes, aunque siguiendo la tradición de la iconografía hispana, la escultura engloba distintos elementos narrativos que se distribuyen sobre una plataforma rectangular sobre la que se reproduce un fragmento de paisaje rocoso que sirve de soporte y que sugiere el desierto. Sobre las rocas reposan dos libros, una calavera, unos flagelos, el capelo que alude a su dignidad y la figura de un pequeño león referido a la leyenda ya citada, destacando la figura de San Jerónimo, que aparece arrodillado en plena desnudez, con un paño marfileño que le cubre desde la cintura a las rodillas. Dirige su mirada, con gesto de arrobamiento o éxtasis místico, hacia un crucifijo que sujeta en su mano izquierda, mientras en su mano derecha sujeta una piedra de mortificación con el brazo ligeramente desplazado hacia atrás.

Lo más destacable es el carácter naturalista de la figura, de acentuado realismo, en la que el escultor hace una virtuosa exhibición en la anatomía envejecida por la vida ascética del santo, tomando este aspecto como recurso para describir todo tipo de pormenores anatómicos. Su cuerpo es enjuto y su piel flácida, con el pecho caído y el vientre hundido, describiendo el escultor con detalle los huesos, los músculos y las venas bajo la capa de piel, contribuyendo con ello a resaltar la tensión emocional del instante, en el que se combina el sufrimiento causado por la autopenitencia con una emoción trascendental de exaltación religiosa.

De gran expresividad es la cabeza, que recuerda a la de San Eloy de la iglesia de San Bartolomé de Murcia, realizada seis años antes, con un cabello canoso que deja visibles las orejas, pronunciada calvicie y largas barbas terminadas en dos puntas, con una especial vivacidad en el rostro, que presenta la boca abierta como si musitara una oración, arrugas en la frente y en la comisura de los ojos, que son aplicaciones postizas de cristal y están dirigidos hacia el pequeño crucifijo del tipo de "celebración", que por sí mismo constituye una pequeña joya debida a las gubias de Salzillo.

El naturalismo se extiende al paño de pudor —parte del hábito jerónimo—, que se cruza al frente estableciendo múltiples pliegues en diagonal de gran profundidad y blandura, produciendo claroscuros de fuertes contrastes lumínicos de carácter pictórico —al modo de los blancos lienzos de Zurbarán—. Realistas son también el resto de los elementos que ejercen de atrezo, como el capelo cardenalicio, con el ala tallado en una finísima lámina; la calavera, fiel reproducción de un cráneo real que denota el conocimiento anatómico científico, tan evolucionado durante el siglo XVIII; el anacrónico escapulario negro del hábito de la Orden de los Jerónimos, que se apoya sobre la roca;  los libros, uno abierto y reposando sobre el escapulario con las páginas minuciosamente descritas y otro cerrado más abajo, en cuya tapa figura el nombre del comitente, " D. Marín la mando hacer", el nombre del escultor (a modo de firma) y 1755 como fecha de ejecución; el león recostado a sus pies, reducido de escala para convertirse en un mero símbolo; finalmente los flagelos, realizados en soga real trenzada e incorporados como elementos postizos para realzar el realismo.

En esta escultura no sólo es virtuosa la calidad de talla, sino también la policromía que enfatiza el realismo de la composición, con especial delicadeza en las carnaciones, donde aparecen pequeños detalles propios de la pintura de caballete, como el enrojecimiento del esternón, debido a los golpes, y de los párpados, pómulos y nariz, produciendo un sutil contraste con el resto de la piel curtida. Ajustándose a la temática de la representación, basada en el sufrimiento corporal, lejos queda el preciosismo de las vistosas estofas salzillescas que están presentes en buena parte del santoral realizado por el escultor.           
         
Esta genial obra maestra, con su carácter arrebatado y sus elementos perfectamente estudiados para representar una instantánea típicamente barroca, transmite como idea principal que la fuerza de le fe se coloca por encima del cuerpo castigado y decrépito para conseguir la santidad, aunque no faltan ingredientes de carácter didáctico, como la calavera que alude a la transitoriedad de la vida, un tema muy extendido en el Barroco como vanitas, los flagelos como exaltación de la penitencia como vía mística predicada en la época, el valor de la oración representado por el bello crucifijo o las referencias a la obra intelectual de San Jerónimo y su dignidad como Padre de la Iglesia aludidas por los libros. Por todo ello, esta magistral escultura no sólo demuestra la madurez artística alcanzada por Salzillo, sino que justifica su consideración como el mejor representante de la escultura dieciochesca española, creador de un estilo que ejerció una gran influencia en la escuela murciana e incluso en otros territorios.    


Informe y fotografías: J. M. Travieso.



NOTAS

1 BELDA NAVARRO, Cristóbal, PAÉZ BURRUEZO, Martín y PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso E.: Francisco Salzillo. Imágenes de culto. Catálogo de la Exposición de la Fundación Central Hispano, Madrid, 1998, p. 132.



















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