11 de julio de 2014

Theatrum: SEPULCRO DE LOS CONDES DE FUENSALDAÑA, devoción y emulación cortesana






SEPULCRO DE DON JUAN URBÁN PÉREZ DE VIVERO Y DOÑA MAGDALENA DE BORJA, CONDES DE FUENSALDAÑA
Arquitectura: Francisco de Praves (Valladolid, 1585-1637)
Escultura: Gregorio Fernández (Sarria,Lugo,1576-Valladolid,1636)
1611-1617
Piedra y escultura de alabastro
Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid (Antigua iglesia de San Ignacio o Casa Profesa de los Jesuitas)
Escultura barroca española. Escuela castellana






El conjunto de escultura funeraria realizada en Valladolid a finales del siglo XVI y en las primeras décadas del XVII está a falta de una revisión necesaria para poner en valor un conjunto de obras de indudable mérito que marcan una evolución, acorde con los postulados trentinos y los modelos cortesanos, en esta modalidad de escultura tradicional asentada en el interior de los templos. Si lo más granado de este tipo de obras realizadas en la ciudad y su entorno se adscriben al taller de los Leoni, un buen conjunto de debe a maestros locales como Adrián Álvarez, Francisco de Rincón, Pedro de la Cuadra y Gregorio Fernández, sin que falten autores anónimos y participaciones foráneas, como la del catalán Antonio de Riera.

En la modalidad de escultura funeraria en piedra, la obra más interesante entre las conservadas es, sin duda alguna, el sepulcro que los condes de Fuensaldaña dispusieron en el presbiterio de la que fuera iglesia de San Ignacio o de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, hoy parroquia de San Miguel y San Julián, en la que, a principios del siglo XVII, ostentaban su patronato. Hasta tiempos muy recientes, a pesar de las atribuciones de distintos autores, se desconocía la autoría de la escultura de dicho sepulcro, siendo Mª Antonia Fernández del Hoyo1 quien confirmó, en 1982, que el trabajo fue llevado a cabo por el gran maestro Gregorio Fernández entre los años 1611 y 1617, información que conlleva dos aportaciones muy interesantes: ser la única obra conocida de carácter funerario realizada por el genial gallego en su taller de Valladolid y el único de sus trabajos realizado en piedra, algo completamente inusual en la obra del escultor.

VINCULACIÓN DE LOS CONDES DE FUENSALDAÑA A LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Aunque el establecimiento de la Compañía de Jesús en Valladolid se remonta a 1545, primero acogida en la iglesia de la Antigua, después recogida en una modesta casa de la calle de Teresa Gil y desde 1547 ocupando, por concesión del Ayuntamiento, el pequeño hospital de la cofradía de San Antonio de Padua, sería a partir de 1554, coincidiendo con la segunda visita de Francisco de Borja a Valladolid, cuando la comunidad comenzó a tener como benefactores a Alonso Pérez de Vivero y María de Mercado, vizcondes de Altamira y señores de Fuensaldaña, de los que recibieron la donación de algunas casas.

Gracias a dichos benefactores, aumentó el número de alumnos jesuitas y se pudo crear la Casa Profesa, que a partir de 1580 comenzó a levantar su iglesia según planos del hermano jesuita Giuseppe Valerani siguiendo el modelo de la Colegiata de Villagarcía de Campos (Valladolid). En la construcción, que contó con la colaboración económica del Ayuntamiento y se culminó en 1591, actuaron como supervisores los arquitectos jesuitas Juan de Tolosa y Fernández de Bustamante. Este templo jesuítico seguiría contando, en los primeros años del siglo XVII, con el apoyo de don Juan Urbán Pérez de Vivero, que había recibido de Felipe II el título de conde de Fuensaldaña en 1584, y de su esposa doña Magdalena de Borja Óñez y Loyola, que había ejercido como dama de la reina Ana de Austria y era nieta de Francisco de Borja, por línea paterna, y sobrina-nieta de Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, por línea materna.

Esta familia adquirió el patronato de la iglesia vallisoletana de los jesuitas, por cuya labor evangelizadora sentía verdadera devoción. Tras la muerte de don Juan Urbán Pérez de Vivero el 27 de noviembre de 1610, el 21 de diciembre de ese año doña Magdalena de Borja otorgaba testamento disponiendo la fundación de una Casa de Probación de la Compañía, dotándola de una renta anual de 4.000 ducados a cargo de la fortuna del conde fallecido, así como la petición de cambiar la advocación del colegio de San Antonio de Padua por la de San Ignacio de Loyola, recién beatificado en 1609, y, por sus derechos de patronazgo y en su condición de fundadores, el ser enterrados en exclusiva en la capilla mayor del templo, en un nicho abierto en el muro del lado del Evangelio del presbiterio sobre el que debía figurar un escudo de piedra con las armas de la familia, al igual que en otras partes del templo.

ENCARGO Y REALIZACIÓN DEL SUNTUOSO SEPULCRO

En el empeño por disponer de un suntuoso sepulcro familiar, tras la aprobación del proyecto por la Compañía, doña Magdalena de Borja, que no fallecería hasta 1625, procuró que fuera llevado a cabo por los mejores artistas de su tiempo. Para ello, en junio de 1611 contrató los servicios del arquitecto Francisco de Praves, hijo de Diego de Praves, que actuó como fiador. El arquitecto, con la conformidad del padre prepósito de la Casa Profesa y según lo estipulado en el contrato, levantó el marco arquitectónico del sepulcro en piedra de Navares de las Cuevas (Segovia).

Está compuesto por un gran pedestal, ligeramente destacado del muro, con una lápida al frente en cuya leyenda figuran los nombres, los datos familiares y las circunstancias de la fundación y del patronazgo. Sobre este se abre un amplio y profundo nicho que está enmarcado por un pórtico de elegancia clásica que adopta la forma de un arco triunfal, con dos columnas de fuste estriado a los lados soportando un entablamento decorado con triglifos clásicos y metopas labradas en relieve con los cuarteles de los escudos de armas de los condes. Se remata con un frontón partido de traza manierista y decorado a los lados por bolas de estética herreriana, así como el exigido escudo monumental en la parte superior, con los emblemas condales rodeados de una guirnalda con frutos. Todo el conjunto alcanza la altura del segundo cuerpo del retablo mayor que realizara Adrián Álvarez para el templo jesuítico, junto al que se ubica.

Dentro del espacioso nicho se encuentran los bultos orantes de los condes, orientados hacia el altar mayor, que son obra meritoria de Gregorio Fernández en su primera etapa junto al Pisuerga. Esta autoría queda confirmada en un documento2, fechado en Valladolid el 21 de febrero de 1617, que contiene una escritura de obligación por la que el escultor solicita a la Compañía de Jesús una prórroga en la entrega de lo comprometido. En él manifiesta Gregorio Fernández haber concertado con el padre jesuita Juan Pérez el hacer «los bultos de alabastro del conde y la condesa de fuensaldaña», con el compromiso de entregarlos acabados el día de Todos los Santos de 1612, reconociendo haber sobrepasado el plazo y comprometiéndose a entregarlos el día de San Juan de aquel año de 1617, tras la amenaza de los comitentes de presentar un pleito por incumplimiento.

De ello se deduce que el escultor habría sobrepasado el plazo de entrega en cinco años, siendo el padre Juan Suárez en quien la condesa de Fuensaldaña, que como ya se ha dicho vivió hasta 1625, había delegado la supervisión de la marcha del proyecto. También se explica esta tardanza en el numeroso trabajo que tuvo que atender el escultor durante aquellos años y en la dificultad de labrar con detalle el alabastro —en base al magnífico resultado final— con la calidad deseada, motivo por el que posiblemente Gregorio Fernández no repitió en el futuro la experiencia de trabajar en materiales pétreos3.

Las efigies de los condes de Fuensaldaña se ajustan a la tipología establecida por los Leoni en los cenotafios de Carlos V y Felipe II en El Escorial, aunque podría concretarse más en los arquetipos broncíneos realizados en 1601 por Pompeo Leoni en Valladolid en el sepulcro de don Francisco Gómez de Sandoval y su esposa doña Catalina de la Cerda, duques de Lerma, finalmente fundidos por Juan de Arfe y, a su muerte, por su yerno Lesmes Fernández del Moral bajo el asesoramiento del escultor milanés, obra que actualmente se conserva en la capilla del Museo Nacional de Escultura y que marcó una tendencia generalizada en el siglo XVII.

Los condes aparecen arrodillados sobre almohadones, en actitud orante y compartiendo un lujoso reclinatorio sobre el que reposan dos cojines y otros elementos. Si las cabezas de los dos personajes presentan un tipo de retrato visiblemente idealizado, será el énfasis en el tratamiento realista de los atavíos, acordes con la moda de la época, lo que definirá este tipo de tipología funeraria en el que prima el deseo de serenidad y elegancia a partir de cierta uniformidad, aunque las figuras no alcancen la morbidez y naturalidad de los modelos de Leoni.

Don Juan Pérez de Vivero luce una armadura de gala y está recubierto por un ampuloso manto de acuerdo a su linaje. En la armadura es visible el peto, las escarcelas sujetas mediante correas con hebillas, brazales con codales sujetos por remaches y quijotes protectores en las piernas con rodilleras, aunque los elementos más llamativos son la sofisticada gola y los puños, ambos labrados con minuciosidad en finas láminas de alabastro, así como el cordón de dos vueltas que rodea el cuello. Completan sus atributos un guantelete depositado sobre el cojín del reclinatorio y el casco con penachos condales colocado en el suelo junto al reclinatorio. La fisionomía del conde responde al modelo aristocrático del momento, con el cabello corto y los mechones peinados hacia adelante, flequillo sobre la frente, largo bigote y perilla, con un gesto sereno y mayestático.  

Por su parte, la condesa doña Magdalena de Borja luce un tipo de vestido y tocado generalizado entre las damas cortesanas, muy similar al utilizado por Pompeo Leoni en el sepulcro de doña Catalina de la Cerda, duquesa de Lerma, con un elegante vestido de tela que simula bordados, una larga fila de botonaduras en los puños y un manto igualmente con motivos ornamentales en relieve, aunque de nuevo el trabajo más delicado se concentra en la gola y los puños, trabajo virtuoso en finísimas láminas que sugieren tul y encajes. También es llamativo el tipo de tocado, con una cofia en forma de pequeños pliegues y una capota que se desliza hasta la frente con un ribete de perlas y dejando visibles los rizos del cabello a los lados. El rostro, de frente muy despejada según los cánones estéticos del momento, aparece terso y perfilado, dotando a la representada de una belleza y dignidad que pudo conocer en vida.

Aspecto del interior de la iglesia de San Miguel y San Julián
La misma delicadeza descriptiva y naturalista se repite en el reclinatorio, recubierto con un paño que sugiere un rico brocado en seda con plegados ampulosos en su caída por los ángulos. Idéntico preciosismo y trabajo naturalista también ofrecen los dos cojines, labrados con finos relieves, recorridos por un cordón en las juntas y ornamentados con borlones con flecos en los ángulos, así como en los penachos que adornan la celada del conde. No obstante, es apreciable en los plegados la rigidez y dureza característica del escultor gallego.    

Por todo ello, estas esculturas orantes de Gregorio Fernández pueden considerarse, no sólo las mejores de cuantas se realizaron en la escuela de Valladolid, sino en el arte funerario de toda la España barroca de las primeras décadas del siglo XVII.
  

Informe y fotografías: J. M. Travieso.

NOTAS

1 FERNÁNDEZ DEL HOYO, María Antonia. La compañía, Gregorio Fernández y los Condes de Fuensaldaña. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (BSAA) nº 48, Universidad de Valladolid, 1982, pp. 420-428. Toda la documentación de este artículo está recogida de este trabajo.

2 Ibídem, p. 427. El documento fue encontrado por M. A. Fernández del Hoyo en el Archivo Histórico Provincial de Valladolid, Leg. 1657, sin foliar.

3 Ibídem, p. 427. Los únicos trabajos en piedra conocidos de Gregorio Fernández son la reparación de una escultura de mármol que adornaba el Palacio de la Ribera y este sepulcro de los condes de Fuensaldaña, aunque Esteban García Chico encuentra una posible relación del escultor con el conjunto de escultura funeraria de la familia de don Rodrigo Calderón en el convento de Portacoeli de Valladolid.


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