25 de noviembre de 2011

Visita virtual: LAS BODAS DE CANÁ, un milagro evangélico como fiesta veneciana




LAS BODAS DE CANÁ
Paolo Caliari, el Veronés (Verona 1528 - Venecia 1588)
1562-1563
Óleo sobre lienzo
Museo del Louvre, París
Pintura del Renacimiento, Manierismo. Escuela veneciana.


     Quince meses estuvo ocupado el Veronés en realizar esta gigantesca pintura, 9,94 x 6,77 metros, cuyo contrato firmó el 6 de junio de 1562. La obra, que venía a sustituir la tradicional representación de la Última Cena, estaba destinada a presidir la enorme pared del fondo del refectorio trazado por Palladio en el convento benedictino de San Giorgio Maggiore, complejo asentado en la isla del mismo nombre situada frente el Palacio Ducal de Venecia. Por entonces el Veronés tenía 34 años y, según especificación del contrato, recibiría a cambio 324 ducados, la manutención durante el periodo de ejecución y un barril de vino. El pintor de Verona había sido reclamado por Venecia en 1553, donde ejercitó en la ciudad y tierra adentro su talento como decorador, creando una serie de pinturas caracterizadas por las originales escenografías, las indumentarias suntuosas, acordes a su tiempo, los escorzos del dibujo y la luminosidad de los colores empleados.

     En un deseo de innovación el pintor y la comunidad acordaron no recurrir el tema tradicional de la Santa Cena para presidir el refectorio, sino representar el relato recogido en el evangelio de San Juan que narra el milagro de las Bodas de Caná, el primero de los obrados por Cristo cuando en compañía de la Virgen y algunos discípulos fue invitado a una fiesta nupcial en aquella ciudad de Galilea. A punto de finalizar la fiesta el vino comenzó a escasear, ordenando Jesús a los siervos que llenaran las tinajas de agua, que al momento quedaba convertida en vino. El episodio, considerado como una prefiguración de la institución de la Eucaristía, venía a suponer una innovación iconográfica cargada de simbolismo.

     Pero el pintor fue más allá al representar por primera vez un episodio evangélico tratado como un acontecimiento profano, un banquete con tal acumulación de personajes que hace que los personajes sagrados, Cristo, la Virgen y algunos apóstoles pasen casi desapercibidos, totalmente enmascarados entre la maraña de invitados entregados al disfrute y frivolidad de la fiesta. Una pintura que refleja el gusto veneciano por las grandes celebraciones, así como el lujo propio de la corte ducal en los objetos, indumentaria y resto de elementos representados.

     Además el pintor se atrevió a descontextualizar la narración y transponer el austero ambiente palestino de Caná a un ambiente palaciego veneciano, incluyendo entre los personajes representados a algunas celebridades de su tiempo, entre las que se identifican a Alfonso de Ávalos, marqués del Vasto y gobernador del Milanesado, y Vittoria Colonna, ambos caracterizados como los novios contrayentes, curiosamente situados en el extremo izquierdo de la mesa. También se apunta la presencia de Leonor de Austria, Francisco I de Francia, María de Inglaterra, Solimán el Magnífico y el emperador Carlos V. Incluso se interpreta como un autorretrato del Veronés el personaje que toca la viola en el centro, con Tintoretto susurrándole algo al oído, Jacopo Bassano tocando la flauta y Tiziano tañendo el contrabajo enfrente.

     La escena, muestra por excelencia del gusto narrativo del pintor, causó una gran sensación cuando fue dada a conocer, siendo tomada como punto de referencia a partir de entonces por otros muchos pintores. En ella destaca la maestría para componer un espacio ficticio, inspirado en distintos edificios de la arquitectura clásica, en consonancia con la obra realizada por Palladio en aquellos años en Venecia, y la habilidad para insertar las figuras, para lo que recurre a una organización espacial a distintos niveles de altura que en forma de gradas permite la visión de una serie de acontecimientos simultáneos, todo ello para contribuir a resaltar una fastuosa fiesta mundana en la que la sobreabundancia de detalles ya anticipa la línea del barroco más festivo.

     Uno de los grandes hallazgos es la colocación de una pasarela recorrida por una balaustrada que proporciona al espacio el aspecto de un patio al unir los espacios arquitectónicos de derecha e izquierda. Por ella deambula una gran cantidad de sirvientes, pues curiosamente mientras que en la mesa se disfruta del postre, a juzgar por la presencia de azúcar, frutas y mermelada de membrillo, momento en que según el relato evangélico comenzó la escasez de vino, un buen grupo de sirvientes colocados en el plano elevado se ocupan en preparar nuevos platos con animales sacrificados, entre ellos corderos que adquieren una significación simbólica.

     Otros detalles tampoco pasan desapercibidos, como el que ninguno de los personajes aparezca hablando, una incitación al silencio que se debía observar estrictamente en el refectorio. Asimismo, el espacio abierto del fondo, en el que destaca una airosa torre con módulos que disminuyen en altura, viene a simular una ventana real en el refectorio, reproduciendo las vistas reales desde el convento.

     No obstante, algunos críticos han considerado que los distintos espacios no guardan una unidad estructural, a pesar de que en la escena, en la que participan hasta 130 personajes, domine el momento de la música, la degustación de suculentos manjares y, sobre todo, la fiesta del vino, repartido en elegantes copas de cristal soplado veneciano y almacenado en suntuosas ánforas. Todo ello resuelto con profusión de príncipes, clérigos y aristócratas venecianos junto a múltiples personajes populares, incluidos enanos de la corte y toda una serie de perros, gatos y pájaros, todos ellos dispuestos en complicados escorzos e insertos en un marco arquitectónico dórico y corintio descrito de acuerdo a las leyes de la perspectiva.

     En el engranaje compositivo Cristo ocupa el centro de la escena sentado, siguiendo la tradición de los cenáculos, pero su presencia casi pasa desapercibida a pesar del nimbo luminoso que rodea su cabeza. Otro tanto ocurre con la figura de la Virgen, sentada a su lado. El interés por resaltar la fiesta sobre el componente religioso explica que la pintura causara escándalo entre algunos benedictinos, a pesar de que sobre la mesa colocada en medio de los músicos, siguiendo el eje de la figura de Cristo, aparezca un reloj de arena, un elemento iconográfico alusivo a la vanidad y utilizado para recordar la fugacidad de la vida. Por aquel tiempo se afirmaba que los venecianos "creían muchísimo en San Marcos, mucho en Dios y nada en el Papa", siendo la pintura una exaltación de la cosmopolita corte veneciana, siempre rica y convertida en el centro del mercado oriental.

     En definitiva, Veronés ejecuta en esta pintura una verdadera puesta en escena, pues el tema le permite crear un decorado teatral para ubicar a los personajes. La composición está dividida en dos partes bien diferenciadas, una superior, ocupada por la arquitecturas y un cielo azul recorrido por nubes blancas, y otra inferior, de carácter terrestre e invadida por la muchedumbre.

     Sin duda el protagonismo de la narración lo adquieren el complejo alarde colorista y la sabia utilización de los efectos lumínicos. Todo el esplendor cromático refuerza la elaboración de la perspectiva, en la que se multiplican los puntos de fuga, siempre acorde con el gusto manierista del Veronés. Para ello selecciona pigmentos preciosos importados de Oriente por los mercaderes venecianos, destacando los amarillos anaranjados, los rojos vivos y el azul lapislázuli utilizado en el cielo y algunos atuendos, siendo el color el principal protagonista de la pintura al contribuir, a través de magistrales contrastes, a individualizar a cada uno de los personajes.

PERIPECIAS DE LA PINTURA

     Terminado el enorme lienzo, en cuya elaboración el pintor contó con la colaboración de su hermano Benedetto, que también aparece retratado, fue colgado en el convento en septiembre de 1563, donde permanecería durante 234 años, justo hasta que en el año 1797 fuera expoliado durante la campaña de Napoleón en Italia y trasladado a París. De nada sirvieron las sucesivas reclamaciones del retorno de la obra, comenzando por la negociación emprendida por el célebre escultor Antonio Canova para recuperar todas las obras de arte italianas del botín napoleónico que, convencido por Vivant Demon de la fragilidad y los riesgos de movilidad del lienzo, aceptó que permaneciera en París y fuese entregada a Italia como compensación una pintura del francés Charles Le Brun.

     Durante la 2ª Guerra Mundial la pintura fue trasladada al sur de Francia para protegerla, pero a su regreso a París acusó distintos daños producidos durante el transporte. Una complicada restauración se llevó a cabo entre los años 1990 y 1992, operación que desveló abundante información sobre su proceso de elaboración. Fue entonces cuando se levantaron de nuevo voces a favor de su devolución a Venecia, entre ellas la de la modelo Carla Bruni, hoy esposa del Presidente de la República Francesa. ¡Las vueltas que da la vida!

Informe: J. M. Travieso.

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