CALVARIO
Juan de Juni
(Joigny, Borgoña, h. 1507-Valladolid, 1577)
Hacia 1556-1557
Madera
policromada
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente
del convento de San Francisco de Ciudad Rodrigo
Escultura renacentista
española. Escuela de Valladolid
Patio del Palacio de los Águila, Ciudad Rodrigo |
El formidable grupo del Calvario es una de las obras maestras de Juan de Juni, escultor de
origen borgoñón que en esta obra pone de manifiesto el alto grado de madurez
alcanzado en tierras castellanas en tiempos del emperador Carlos. El conjunto escultórico nacería
vinculado a la figura de don Antonio del Águila, por entonces obispo de Zamora.
Don Antonio del Águila había nacido en Ciudad
Rodrigo, donde su familia estaba asentada desde mediados del siglo XV, y era
hijo de uno de los más ilustres vecinos mirobrigenses: el capitán Antonio del
Águila, que ostentaba el cargo de Alférez mayor y Alcaide de la fortaleza que en
origen había levantado Fernando II de León y que después fue reconstruida en
1372 por el arquitecto zamorano Lope Arias Jenízaro a petición de Enrique II de
Trastámara. En 1506 sería el propio capitán don Antonio quien financiase la construcción de
la impresionante torre del homenaje, de tres plantas, que conforma la actual
silueta del castillo, así como un elegante palacio familiar ubicado en el centro de la
villa, dotado de un bello patio con decoración plateresca.
Sin embargo, don Antonio del Águila hijo no sintió
la vocación militar de su padre, sino la eclesiástica, llegando primero a ser
deán del cabildo de la catedral de Ciudad Rodrigo y consagrado en 1536 como
obispo de Guadix, pasando a ocupar en 1546 el obispado de Zamora, ciudad
en la que permaneció hasta su muerte en 1560. Durante su permanencia en la sede
zamorana se pueden señalar dos hechos importantes: su participación en el
Concilio de Trento y su decisión de levantar en el convento de San Francisco de
su ciudad natal una capilla funeraria de rango familiar.
Precisamente para dicha capilla, el 6 de julio de
1556 el prelado zamorano firmaba un contrato con el escultor Juan de Juni para
que en su taller de Valladolid realizara en nogal y a tamaño natural —seis pies
de vara— el grupo de un Calvario compuesto
por las figuras de un crucificado acompañado a los lados de la Virgen y San
Juan Evangelista, grupo que habría de presidir la capilla bajo el arco del
altar.
El Calvario
permanecería en la capilla del convento franciscano de Ciudad Rodrigo hasta el siglo XIX, momento
en que el recinto se convirtió en una ruina por los efectos devastadores de la
Guerra de la Independencia, lo que unido al posterior proceso desamortizador
motivó que los herederos de los Águila decidieran trasladar a su palacio el
grupo escultórico y otros objetos artísticos. Allí permaneció sumido en el más
absoluto anonimato hasta que en 1889 Cipriano Muñoz, II conde de la Viñaza,
basándose en unas informaciones recibidas de Valentín Carderera, en su obra Adicciones (Madrid 1889-1894) daba a
conocer la existencia de la obra de Juan de Juni en Ciudad Rodrigo.
En 1901 sería
Martí y Monsó quien aportara la decisiva escritura del contrato firmado por el
obispo de Zamora con el escultor. Poco después Manuel Gómez Moreno, en su Catálogo monumental de la provincia de
Salamanca, elaborado entre 1903 y 1908, localizaba el grupo escultórico en
el palacio mirobriguense del marqués de la Espeja1, heredero de los
derechos de los Águila, lo que permitió al historiador Juan José Martín
González a que en 1954 hiciera pública la existencia del Calvario de Juni en la capilla del palacio de los Águila de Ciudad
Rodrigo.
Pero las peripecias del grupo escultórico no habían
finalizado. A finales del siglo XX los herederos del conde de Puebla del
Maestre, sobre los que habían recaído los derechos sucesorios de los miembros
de la familia de los Águila, también emparentados con el marquesado de los Altares,
fueron los últimos propietarios del aquel palacio de Ciudad Rodrigo. En 1997 el
grupo escultórico, que se encontraba en el oratorio del palacio, vedado a la
visita pública, era puesto en venta por la familia Bernaldo de Quirós, siendo adquirido
por 75 millones de pesetas por el Ministerio de Cultura, que a continuación lo
entregó al Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
A pesar de haber recalado en tan prestigiosa
institución, de tener garantizada su preservación y de permanecer a la vista
del público en la colección permanente, aquella maniobra urdida por unos
particulares con el Estado, que incluso llegó a prometer su devolución, fue
considerada por el obispado y los políticos mirobriguenses como un acto de expolio
de su patrimonio artístico después de permanecer más de 400 años en la ciudad,
lo que dio lugar a protestas y acciones reivindicativas que nunca consiguieron
sus propósitos por tratarse de una venta legal. Al hilo de esta historia,
podríamos decir que en la cabeza del fantástico crucifijo de Juan de Juni se
puede apreciar clavada una nueva espina, al menos virtual, que puede producir
un dolor especial entre los espectadores salmantinos. ¿Era realmente necesario
estigmatizar de esa manera tan magistral obra de arte? ¿No le corresponde permanecer en Ciudad Rodrigo, sea en el sitio que sea?
EL CALVARIO DE CIUDAD RODRIGO
El grupo escultórico, integrado por tres figuras de
intenso dramatismo, sintetiza los logros plásticos creados por el talento y la
maestría de Juan de Juni, entre los que destaca una personalísima búsqueda de
expresividad a través de un enérgico tratamiento de las anatomías, de las
distorsiones corporales para enfatizar el patetismo narrativo, de la forma en
que se mueven y se agitan los paños, siempre con aristas muy contorneadas que
recuerdan los modelados en barro y, finalmente, el recubrimiento de los cuerpos
con indumentarias ampulosas, presentando los dedos de las manos semiocultos
bajo los paños, recurso muy utilizado en buena parte de sus esculturas hasta llegar
a convertirse en una seña de identidad del taller juniano.
Crucificados de Juan de Juni Izda: Convento de las Huelgas Reales, Valladolid. Centro: iglesia de San Pablo, Valladolid. Dcha: convento de clarisas de Montijo (Badajoz) |
Cristo crucificado
Juan de Juni fue autor de una larga serie de
crucificados de las más distintas apariencias, desde los que representan a
Cristo vivo, con la cabeza elevada hacia lo alto —Convento de Santa Teresa,
Valladolid—, a los que le representan muerto y con la anatomía distorsionada a
través de un manierismo muy efectista —Museo Catedralicio de León—, llegando a
crear un inconfundible arquetipo, sobre el que el escultor siempre introduce
ligeras variantes, que alcanza su máxima expresión en el crucificado del museo
del monasterio de Las Huelgas Reales de Valladolid, en el de la capilla mayor
de la iglesia de San Pablo de Valladolid (procedente del recientemente
clausurado convento de Santa Catalina) y en este del grupo del Calvario del Museo Nacional de
Escultura, cuyo modelo se repite con fidelidad en el Cristo del Pasmo del convento de clarisas de Montijo (Badajoz), en
el Crucifijo de Olivares de Duero
(Valladolid) y en el Calvario que
corona el ático del retablo mayor de la catedral de Valladolid.
En toda esta serie de crucificados junianos es constante el trabajo de una virtuosa anatomía
hercúlea que al caer desplomada fuerza la posición de los brazos en forma de
"Y", con la cabeza caída y apoyada sobre el hombro derecho, los dedos
separados y amoratados, las rodillas ligeramente desplazadas hacia la derecha y
una corona de espinas de gran tamaño tallada junto a los cabellos, aunque los
rasgos más inconfundibles del escultor se encuentran en la colocación forzada
de los pies, cruzados y sujetos por un sólo clavo, y en la disposición del perizoma cayendo en diagonal desde la
cintura y formando nudos caprichosos salpicados de sangre, en ocasiones, como
en este caso, con los cabos agitados por el viento. En su acabado presentan una
policromía a pulimento en la que se
destacan los hematomas violáceos y los regueros de sangre en la frente, manos,
pies y costado.
El Cristo de este Calvario presenta una rotunda volumetría que produce un fuerte
impacto visual por los sutiles artificios manieristas que domina el escultor,
con lo que consigue dotarle de un fuerte dramatismo. En su minuciosa
descripción anatómica destaca la musculatura del abultado tórax y del hundido
abdomen, junto a otros elementos que acentúan la sensación de dolor, como la
característica disposición de los pies cruzados, los dedos de las manos en
tensión y la colocación de la cabeza, como es habitual, caída junto al hombro
derecho.
En el magistral trabajo de la cabeza Juan de Juni
utiliza un esquema ya repetido en otras composiciones precedentes, como en el
Cristo del grupo del Santo Entierro
(1541-1544, Museo Nacional de Escultura) y en el busto del Ecce Homo (h. 1545, Museo Diocesano y catedralicio de Valladolid).
Presenta un rostro ancho, nariz recta, cuencas oculares hundidas con los ojos
resaltados y cerrados en forma de media luna, boca cerrada, larga barba de dos
puntas que se estrechan contra el pecho y una voluminosa cabellera de mechones largos
y rizados que por la derecha caen sobre el hombro y por la izquierda llegan a
la espalda dejando visible la oreja, entretejiendo entre ellos una abultada
corona en la que sobresalen afilados espinos.
Juan de Juni elabora en esta imagen la cabellera
más abultada de toda su serie de crucificados, con gruesos mechones que se
funden con los espinos dejando huecos y perforaciones entre ellos para producir
un fuerte contraste de luces y sombras. El resultado es una cabeza que evoca la
grandiosidad de una representación clásica de Zeus, en este caso con un rostro
de gran morbidez y serenidad.
Personalísimo y original es también el diseño del perizoma o paño de pureza, donde el
escultor no utiliza su habitual disposición en diagonal al frente, sino con el
paño enrollado bajo el vientre en posición horizontal y formando caprichosos
pliegues, de aristas muy suavizadas, que se adaptan a la anatomía y tienen
continuidad en el cabo que, situado en la espalda, es agitado con violencia por
el viento.
Aunque la figura conserva la policromía, hecho que
no ocurre en las figuras de la Virgen y San Juan, en ella se pueden apreciar un
repinte posterior en la carnación y en el paño, donde es visible que bajo su aspecto subyace la policromía original.
La Virgen
Es la imagen del conjunto que presenta un mayor
patetismo, efecto reforzado por la agitación de la abultada indumentaria que
recubre la figura y la gesticulación de las manos, que sugieren un ademán de
retorcimiento producido por el dolor. Con las piernas dispuestas frontalmente
al espectador y en posición de contraposto,
a la altura de la cintura el cuerpo se orienta hacia la izquierda para colocar
la cabeza frente a la figura del crucificado, lo que produce un giro sobre sí
misma en sentido helicoidal.
En el trabajo de la cabeza de esta Dolorosa el
escultor vuelve a sorprender por su capacidad creativa a la hora de definir una
figura femenina de edad madura viviendo el trágico trance de contemplar a su
Hijo muerto, en esta ocasión con la cabeza elevada, el rostro mórbidamente
tallado en nogal con tan suave modelado que recuerda sus trabajos en terracota,
con la mirada hacia lo alto y la boca entreabierta definiendo una sensación de
desconsuelo que, en líneas generales, anticipa la expresión facial que reflejaría
cuatro años más tarde en su célebre Virgen
de las Angustias (iglesia de las Angustias, Valladolid).
Cubre su cabeza un manto y un estudiado juego de
tocas, sujetas por un broche sobre el pecho, que enmarcan el rostro con
efectistas pliegues en los que la madera queda desmaterializada. Con ello el escultor
demuestra su capacidad inventiva en la envoltura de las cabezas femeninas con
distintas tocas superpuestas, recurso que alcanza grandes valores estéticos en
las figuras del grupo del Santo Entierro,
en el busto de Santa Ana y en esta Dolorosa de Ciudad Rodrigo.
Igualmente es un personalísimo trabajo de Juni la
disposición de las manos, que a pesar de aparecer enmascaradas entre paños
definen la sensación de aflicción, ofreciendo resabios miguelangelescos la mano
izquierda aferrada con rabia a un cabo del manto, un detalle juniano que delata
la categoría creativa del escultor. Otro tanto puede decirse de la indumentaria
que recubre el cuerpo, que a pesar de retorcerse para producir una infinidad de
abultados pliegues en todos los sentidos, permiten adivinar con claridad la
descripción anatómica.
Desgraciadamente la escultura ha perdido su
policromía original —estofados y carnaciones— a causa de las malas condiciones
que sufrió en su lugar de origen. A mediados del siglo XX la imagen mostraba un
desafortunado repinte sobre una capa de yeso también renovada que desvirtuaba
la calidad de la talla. En su última restauración estas adiciones se
suprimieron para dejar la imagen en su color natural, aunque en algunas partes
sean visibles pequeños restos de la policromía original.
San Juan
Es la escultura menos convencional del conjunto y
muestra la inquietud de Juni por la permanente renovación iconográfica. El
Evangelista se coloca frontalmente, aunque con la pierna derecha flexionada y
apoyada sobre el desnivel producido por un peñasco. Al mismo tiempo gesticula
con las manos determinando un gesto de incomprensión sobre lo que allí ocurre,
captado, a modo de instantánea, en el momento en que descubre sus brazos que
estaban ocultos bajo el manto, motivo por el que buena parte de las manos
permanecen ocultas bajo el paño, un recurso característico del escultor.
San Juan dirige su mirada al espectador a modo de
introductor en la escena, siguiendo un recurso utilizado por algunos artistas
del Renacimiento, como lo hace el mismo Juni con la figura de José de Arimatea
en el grupo escultórico del Santo
Entierro o El Greco con la figura de su hijo Jorge Manuel en la pintura del
Entierro del Señor de Orgaz. Es
presentado como un joven de rostro barbilampiño, gesto enérgico, abultada
cabellera y revestido con una túnica con cuello vuelto que no cubre los
tobillos y un amplio manto que se desliza desde la mano derecha formando un
pronunciado arco al frente, acusando en su conjunto una distorsión corporal que
se traduce en un desgarrador gesto de lamento y de interiorización del pathos.
Al igual que la figura de la Virgen, la escultura
perdió la policromía original y se presenta en su color natural permitiendo
apreciar los ricos matices de la talla.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
NOTAS
1 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: Juan
de Juni. Madrid, 1974, pp. 233-234.
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