DOÑA JUANA LA LOCA
Francisco Pradilla y Ortiz
(Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848 – Madrid, 1921)
1877
Óleo sobre lienzo, 340 x 500 cm
Museo del Prado, Madrid
Pintura de historia española del
siglo XIX
Tras iniciar su primera formación en Zaragoza junto al escenógrafo
Mariano Pescador, Francisco Pradilla continuó sus estudios hasta 1865 en la
Academia de San Luis de la capital aragonesa. Después se trasladaba a Madrid
para ejercer como ayudante de los escenógrafos italianos Augusto Ferri y
Giorgio Busato, contratados para trabajar en el Teatro Real. Allí cursó
estudios en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y frecuentó el Museo
del Prado como copista. En 1874 realizó la pintura El rapto de las sabinas,
con la que ganó las oposiciones a la pensión de la Academia de España en Roma,
ciudad a la que se trasladó y donde en 1877 pintó el monumental lienzo de Doña
Juana la Loca, que sería su gran obra de consagración al obtener en España la
medalla de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes, celebrada en 1878,
y otra medalla de honor en la Exposición Universal de París celebrada ese mismo
año, siendo la obra más galardonada de todas las pinturas de historia.
Con esta pintura Francisco Pradilla consiguió un éxito internacional que
le abrió las puertas de la fama y del prestigio artístico tanto en España como
en el resto de Europa, lo que favoreció que el marqués de Barzanallana,
Presidente del Senado, le solicitara en 1878 el que sería su segundo gran
lienzo histórico: La rendición de Granada, destinado a la Sala de
Conferencias del Palacio del Senado. Esta pintura alusiva a la unidad de España
y terminada en 1882, también fue extraordinariamente reconocida por la crítica
y el público de su tiempo como una de las cimas del género de la pintura de
historia al aglutinar de nuevo todos los ingredientes, tanto desde el punto de
vista formal como en su concepto.
En la pintura de Doña Juana la Loca, realizada por Francisco Pradilla
cuando tenía veintinueve años, el pintor ya se muestra como un atento
observador del realismo ambiental y manifiesta la atracción que a lo largo de
su vida le produjo el controvertido personaje de la reina Juana de Castilla,
que representó en obras posteriores haciendo numerosas versiones y variantes,
aunque sería esta pintura una de las más cautivadoras e impactantes del género
de historia en España.
De ella se conservan distintos dibujos preparatorios realizados
hacia 1876 (Instituto Ceán Bermúdez, Madrid), así como dos bocetos al óleo realizados
en 1877 que se aproximan a la escena final, conservándose uno en el Museo del
Prado y el otro en el Museo Jaime Morera de Lérida. Por otra parte, de la
popularidad conseguida por el cuadro es testimonio el aguafuerte realizado en
1881 por Bartolomé Maura y Montaner (Museo del Prado), así como las fototipias
que en forma de tarjetas postales hicieran hacia 1905 los fotógrafos José
Lacoste y Borde y Hauser y Menet.
En el cuadro de Doña Juana la Loca el pintor recrea el traslado
del féretro del monarca Felipe el Hermoso, su esposo, en un día invernal de
diciembre de 1506, desde la Cartuja de Miraflores de Burgos hasta la Capilla
Real de Granada, donde se realizaría su enterramiento. Para ello, al igual que
otros pintores de historia, se ajusta al relato de Modesto Lafuente en su Historia
general de España, publicada en 1853, donde especifica: “Caminando de
Torquemada a Hornillos, mandó la Reina colocar el féretro en un convento que
creyó ser de frailes, mas como luego supiese que era de monjas, se mostró
horrorizada y al punto ordenó que le sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí
hizo permanecer toda la comitiva a la intemperie, sufriendo el riguroso frío de
la estación y apagando el viento las luces. (Crónica de Pedro Mártir de Anglería,
Epíst. 339). De tiempo en tiempo hacía abrir la caja para certificarse que no
se lo habían robado. De esta manera anduvo aquella desgraciada Señora paseando
de pueblo en pueblo en procesión funeral el cuerpo de su marido…”.
Esta obra constituye un caso excepcional en el género de la pintura de
historia, en el que generalmente grandes maestros plasmaron escenas
protagonizadas por personajes de la historia española, conformando un conjunto
iconográfico cuyo objetivo era la exaltación de la gloria nacional a través de
escenas con grandes triunfos de la épica española. En lugar de plasmar la
exaltación de Don Pelayo en Covadonga (Luis de Madrazo), pasajes del
Descubrimiento de América (Eduardo Cano) o la Rendición de Bailén (José Casado
del Alisal), Francisco Pradilla se decanta por una vía melancólica y
desgraciada en una escena de locura silenciosa que produce en la comitiva el
aburrimiento, el padecimiento por el frío y la desazón, con un cierto sentido
de la miseria que va a sufrir España, como anticipación de un triste destino,
reflejo de la percepción de decadencia frente a la que tratan de luchar en el
momento en que se hace la pintura políticos como Cánovas.
El pintor pone su énfasis en el realismo, no sólo en las condiciones
atmosféricas y del paisaje —como el barro en primer término y las roderas en el
camino—, intentando captar el instante como nunca se había hecho hasta entonces
con tanta claridad, creando una escenografía muy diferente a las habituales pinturas
de interiores e inspirada en un paisaje de Italia (cercanías de Trasimeno), donde
toma apuntes (Christie’s, Londres) que después reproduce en su estudio de Roma,
donde Francisco Pradilla se encontraba como pensionado.
La pintura es la obra maestra absoluta de toda la producción del pintor,
desplegando en ella la más bella visión romántica de la reina Juana I de
Castilla, en cuya historia se reunían aspectos especialmente atractivos para el
espíritu decimonónico, como el amor no correspondido, la locura por desamor,
los celos desmedidos y la necrofilia.
La joven reina Juana centra la composición con su figura dominando la
escena, colocada de pie junto a un asiento de tijera cubierto por un almohadón
y con la mirada enajenada. Viste un traje de grueso terciopelo negro en el que el
vientre perfilado permite advertir su avanzada gestación de la infanta Catalina
de Austria (1507-1578), que nacería poco tiempo después. Su cabeza aparece
cubierta por tocas que expresan su condición de viuda, al igual que las dos
alianzas que muestra en su frágil mano izquierda. Su figura permanece impasible
al frío estremecedor de la meseta castellana, apenas sofocado por una improvisada
hoguera prendida junto a ella que, con una gran humareda —se diría que el
monarca fallecido ya se ha convertido en humo volátil— y al igual que los
velones mortuorios, esta a punto de apagarse por la fuerte ráfaga de viento que
sopla en el desolado paraje, en el que algunos árboles sin hojas delatan la
estación invernal.
La soberana ha detenido la comitiva para velar el féretro de su amado
esposo, un ataúd ricamente adornado con las armas imperiales, colocado sobre
unas simples parihuelas cuyos asideros brillan por el desgaste de su uso y
precedido por dos velones de forja. Este elemento establece una diagonal que se
eleva hasta el cerro en el que se levanta el convento, equilibrando la
verticalidad de la protagonista y la horizontalidad del horizonte mesetario del
fondo.
En la parte izquierda, junto al catafalco, aparece sentada una dueña
joven, ricamente engalanada al modo cortesano, que sujeta en su regazo un
breviario abierto mientras contempla vigilante a la reina con resignada
paciencia. A su lado se halla un monje de largas barbas canosas y con un austero
hábito blanco que arrodillado sujeta un cirio mientras susurra una plegaria leyendo
un libro de oraciones. Por detrás de ellos, siguiendo la forma serpenteante del
camino, aparece la comitiva regia, con un grupo de cortesanos y eclesiásticos
que portan velones encendidos que intentan proteger del ímpetu del viento,
junto a soldados con lanzas, algunos a caballo, y sirvientes que portan la
litera real.
En la parte derecha, al calor de la hoguera, aparece en primer término un
grupo de mujeres sentadas y ateridas cuyos gestos reflejan una mezcla de
cansancio, aburrimiento y compasión por los desvaríos de la reina Juana,
destacando entre ellas otra dueña que luce un rico vestido de brocados dorados
y un velo que agita el viento. Por detrás, en un segundo plano, se coloca un
grupo de hombres, cortesanos y eclesiásticos leales que, con lujosas
vestimentas y gestos de incomprensión, contemplan expectantes la figura
impávida de la reina. Al fondo se elevan tres árboles secos y tras ellos se
divisa la silueta del monasterio regentado por monjas, en el que destaca un
alto campanario, que dio lugar a la ira de doña Juana producida por celos. En
la parte superior recorre la escena un cielo encapotado, de frías tonalidades,
que contribuye a reforzar la tensión emocional del dramático momento.
Francisco Pradilla despliega en esta pintura una hábil composición
perfectamente equilibrada, en la que con un gran sentido rítmico plasma el
espacio exterior impregnándolo de un sentido escenográfico heredero de su
formación juvenil junto al pintor escenógrafo Mariano Pescador, consiguiendo, a
través del uso del color, la plenitud atmosférica del paisaje abierto, ya
meritorio aunque no apareciesen figuras humanas, destacando los elementos
orográficos y atmosféricos —frío y viento— que refuerzan la tensión emocional
del momento representado a modo de instantánea.
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Francisco Pradilla. Boceto de Doña Juana la Loca, 1877 Museo del Prado, Madrid |
A ello se suma el tratamiento de las indumentarias y los objetos, junto
a la intensidad expresiva de los personajes, aplicando a la escena un especial
instinto decorativo en la plasmación de los diferentes elementos accesorios. En
su esencia, el humo de la hoguera y el barro del camino se convierten en una
metáfora del estado emocional de la reina Juana, que anímicamente permanece en
la más estricta soledad a pesar de estar rodeada de una multitud.
Toda la escena está resuelta con un intenso realismo sobre la base de un
dibujo definido y riguroso, pero con una técnica libre y vigorosa, puramente
pictórica, que cuajó en un lenguaje plástico personalísimo que llegaría a ser
denominado en su tiempo estilo “Pradilla”, por otra parte reflejo del realismo
internacional vigente en la pintura de historia de toda Europa en el último cuarto
del siglo XIX.
Sintetizando los valores de esta pintura, se podría decir que aglutina un
magistral realismo pictórico, un original sentido narrativo, un sorprendente conjunto
de diferentes expresiones y todo un cúmulo de sentimientos humanos, todo ello
condensado en una pintura de historia de gran formato.
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Francisco Pradilla. Boceto de Doña Juana la Loca, 1877 Museo Jaime Morera, Lérida |
Por último, recordar que en esa época se recuperó la figura histórica de
Juana I de Castilla, a la que hasta entonces no se le había prestado demasiada
atención. El motivo fue el encarnar algunos temas valorados por el
Romanticismo, como el amor pasional que escapa a la lógica y motiva la
desconexión de la realidad o la obsesión amorosa que deviene en locura.
Informe: J. M.
Travieso.
Fotografías: Web
del Museo del Prado.
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Bartolomé Maura y Montaner. Aguafuerte sobre la obra de Francisco Pradilla, 1881, Museo del Prado |
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Francisco Pradilla. La reina doña Juana la Loca recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, 1906 Museo del Prado, Madrid |
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