17 de abril de 2023

Visita virtual: DOÑA JUANA LA LOCA, magistral instantánea histórica cargada de melancolía





DOÑA JUANA LA LOCA

Francisco Pradilla y Ortiz (Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848 – Madrid, 1921)

1877

Óleo sobre lienzo, 340 x 500 cm

Museo del Prado, Madrid

Pintura de historia española del siglo XIX

 

 


     Tras iniciar su primera formación en Zaragoza junto al escenógrafo Mariano Pescador, Francisco Pradilla continuó sus estudios hasta 1865 en la Academia de San Luis de la capital aragonesa. Después se trasladaba a Madrid para ejercer como ayudante de los escenógrafos italianos Augusto Ferri y Giorgio Busato, contratados para trabajar en el Teatro Real. Allí cursó estudios en la Academia de Bellas Artes de San Fernando y frecuentó el Museo del Prado como copista. En 1874 realizó la pintura El rapto de las sabinas, con la que ganó las oposiciones a la pensión de la Academia de España en Roma, ciudad a la que se trasladó y donde en 1877 pintó el monumental lienzo de Doña Juana la Loca, que sería su gran obra de consagración al obtener en España la medalla de honor en la Exposición Nacional de Bellas Artes, celebrada en 1878, y otra medalla de honor en la Exposición Universal de París celebrada ese mismo año, siendo la obra más galardonada de todas las pinturas de historia.


     Con esta pintura Francisco Pradilla consiguió un éxito internacional que le abrió las puertas de la fama y del prestigio artístico tanto en España como en el resto de Europa, lo que favoreció que el marqués de Barzanallana, Presidente del Senado, le solicitara en 1878 el que sería su segundo gran lienzo histórico: La rendición de Granada, destinado a la Sala de Conferencias del Palacio del Senado. Esta pintura alusiva a la unidad de España y terminada en 1882, también fue extraordinariamente reconocida por la crítica y el público de su tiempo como una de las cimas del género de la pintura de historia al aglutinar de nuevo todos los ingredientes, tanto desde el punto de vista formal como en su concepto.   

En la pintura de Doña Juana la Loca, realizada por Francisco Pradilla cuando tenía veintinueve años, el pintor ya se muestra como un atento observador del realismo ambiental y manifiesta la atracción que a lo largo de su vida le produjo el controvertido personaje de la reina Juana de Castilla, que representó en obras posteriores haciendo numerosas versiones y variantes, aunque sería esta pintura una de las más cautivadoras e impactantes del género de historia en España. 

     De ella se conservan distintos dibujos preparatorios realizados hacia 1876 (Instituto Ceán Bermúdez, Madrid), así como dos bocetos al óleo realizados en 1877 que se aproximan a la escena final, conservándose uno en el Museo del Prado y el otro en el Museo Jaime Morera de Lérida. Por otra parte, de la popularidad conseguida por el cuadro es testimonio el aguafuerte realizado en 1881 por Bartolomé Maura y Montaner (Museo del Prado), así como las fototipias que en forma de tarjetas postales hicieran hacia 1905 los fotógrafos José Lacoste y Borde y Hauser y Menet.

En el cuadro de Doña Juana la Loca el pintor recrea el traslado del féretro del monarca Felipe el Hermoso, su esposo, en un día invernal de diciembre de 1506, desde la Cartuja de Miraflores de Burgos hasta la Capilla Real de Granada, donde se realizaría su enterramiento. Para ello, al igual que otros pintores de historia, se ajusta al relato de Modesto Lafuente en su Historia general de España, publicada en 1853, donde especifica: “Caminando de Torquemada a Hornillos, mandó la Reina colocar el féretro en un convento que creyó ser de frailes, mas como luego supiese que era de monjas, se mostró horrorizada y al punto ordenó que le sacaran de allí y le llevaran al campo. Allí hizo permanecer toda la comitiva a la intemperie, sufriendo el riguroso frío de la estación y apagando el viento las luces. (Crónica de Pedro Mártir de Anglería, Epíst. 339). De tiempo en tiempo hacía abrir la caja para certificarse que no se lo habían robado. De esta manera anduvo aquella desgraciada Señora paseando de pueblo en pueblo en procesión funeral el cuerpo de su marido…”.

     Esta obra constituye un caso excepcional en el género de la pintura de historia, en el que generalmente grandes maestros plasmaron escenas protagonizadas por personajes de la historia española, conformando un conjunto iconográfico cuyo objetivo era la exaltación de la gloria nacional a través de escenas con grandes triunfos de la épica española. En lugar de plasmar la exaltación de Don Pelayo en Covadonga (Luis de Madrazo), pasajes del Descubrimiento de América (Eduardo Cano) o la Rendición de Bailén (José Casado del Alisal), Francisco Pradilla se decanta por una vía melancólica y desgraciada en una escena de locura silenciosa que produce en la comitiva el aburrimiento, el padecimiento por el frío y la desazón, con un cierto sentido de la miseria que va a sufrir España, como anticipación de un triste destino, reflejo de la percepción de decadencia frente a la que tratan de luchar en el momento en que se hace la pintura políticos como Cánovas.    

El pintor pone su énfasis en el realismo, no sólo en las condiciones atmosféricas y del paisaje —como el barro en primer término y las roderas en el camino—, intentando captar el instante como nunca se había hecho hasta entonces con tanta claridad, creando una escenografía muy diferente a las habituales pinturas de interiores e inspirada en un paisaje de Italia (cercanías de Trasimeno), donde toma apuntes (Christie’s, Londres) que después reproduce en su estudio de Roma, donde Francisco Pradilla se encontraba como pensionado.

     La pintura es la obra maestra absoluta de toda la producción del pintor, desplegando en ella la más bella visión romántica de la reina Juana I de Castilla, en cuya historia se reunían aspectos especialmente atractivos para el espíritu decimonónico, como el amor no correspondido, la locura por desamor, los celos desmedidos y la necrofilia.

La joven reina Juana centra la composición con su figura dominando la escena, colocada de pie junto a un asiento de tijera cubierto por un almohadón y con la mirada enajenada. Viste un traje de grueso terciopelo negro en el que el vientre perfilado permite advertir su avanzada gestación de la infanta Catalina de Austria (1507-1578), que nacería poco tiempo después. Su cabeza aparece cubierta por tocas que expresan su condición de viuda, al igual que las dos alianzas que muestra en su frágil mano izquierda. Su figura permanece impasible al frío estremecedor de la meseta castellana, apenas sofocado por una improvisada hoguera prendida junto a ella que, con una gran humareda —se diría que el monarca fallecido ya se ha convertido en humo volátil— y al igual que los velones mortuorios, esta a punto de apagarse por la fuerte ráfaga de viento que sopla en el desolado paraje, en el que algunos árboles sin hojas delatan la estación invernal.

     La soberana ha detenido la comitiva para velar el féretro de su amado esposo, un ataúd ricamente adornado con las armas imperiales, colocado sobre unas simples parihuelas cuyos asideros brillan por el desgaste de su uso y precedido por dos velones de forja. Este elemento establece una diagonal que se eleva hasta el cerro en el que se levanta el convento, equilibrando la verticalidad de la protagonista y la horizontalidad del horizonte mesetario del fondo.

En la parte izquierda, junto al catafalco, aparece sentada una dueña joven, ricamente engalanada al modo cortesano, que sujeta en su regazo un breviario abierto mientras contempla vigilante a la reina con resignada paciencia. A su lado se halla un monje de largas barbas canosas y con un austero hábito blanco que arrodillado sujeta un cirio mientras susurra una plegaria leyendo un libro de oraciones. Por detrás de ellos, siguiendo la forma serpenteante del camino, aparece la comitiva regia, con un grupo de cortesanos y eclesiásticos que portan velones encendidos que intentan proteger del ímpetu del viento, junto a soldados con lanzas, algunos a caballo, y sirvientes que portan la litera real.

     En la parte derecha, al calor de la hoguera, aparece en primer término un grupo de mujeres sentadas y ateridas cuyos gestos reflejan una mezcla de cansancio, aburrimiento y compasión por los desvaríos de la reina Juana, destacando entre ellas otra dueña que luce un rico vestido de brocados dorados y un velo que agita el viento. Por detrás, en un segundo plano, se coloca un grupo de hombres, cortesanos y eclesiásticos leales que, con lujosas vestimentas y gestos de incomprensión, contemplan expectantes la figura impávida de la reina. Al fondo se elevan tres árboles secos y tras ellos se divisa la silueta del monasterio regentado por monjas, en el que destaca un alto campanario, que dio lugar a la ira de doña Juana producida por celos. En la parte superior recorre la escena un cielo encapotado, de frías tonalidades, que contribuye a reforzar la tensión emocional del dramático momento.

Francisco Pradilla despliega en esta pintura una hábil composición perfectamente equilibrada, en la que con un gran sentido rítmico plasma el espacio exterior impregnándolo de un sentido escenográfico heredero de su formación juvenil junto al pintor escenógrafo Mariano Pescador, consiguiendo, a través del uso del color, la plenitud atmosférica del paisaje abierto, ya meritorio aunque no apareciesen figuras humanas, destacando los elementos orográficos y atmosféricos —frío y viento— que refuerzan la tensión emocional del momento representado a modo de instantánea.

Francisco Pradilla. Boceto de Doña Juana la Loca, 1877
Museo del Prado, Madrid

     A ello se suma el tratamiento de las indumentarias y los objetos, junto a la intensidad expresiva de los personajes, aplicando a la escena un especial instinto decorativo en la plasmación de los diferentes elementos accesorios. En su esencia, el humo de la hoguera y el barro del camino se convierten en una metáfora del estado emocional de la reina Juana, que anímicamente permanece en la más estricta soledad a pesar de estar rodeada de una multitud.  

Toda la escena está resuelta con un intenso realismo sobre la base de un dibujo definido y riguroso, pero con una técnica libre y vigorosa, puramente pictórica, que cuajó en un lenguaje plástico personalísimo que llegaría a ser denominado en su tiempo estilo “Pradilla”, por otra parte reflejo del realismo internacional vigente en la pintura de historia de toda Europa en el último cuarto del siglo XIX.

Sintetizando los valores de esta pintura, se podría decir que aglutina un magistral realismo pictórico, un original sentido narrativo, un sorprendente conjunto de diferentes expresiones y todo un cúmulo de sentimientos humanos, todo ello condensado en una pintura de historia de gran formato.

Francisco Pradilla. Boceto de Doña Juana la Loca, 1877
Museo Jaime Morera, Lérida

     Por último, recordar que en esa época se recuperó la figura histórica de Juana I de Castilla, a la que hasta entonces no se le había prestado demasiada atención. El motivo fue el encarnar algunos temas valorados por el Romanticismo, como el amor pasional que escapa a la lógica y motiva la desconexión de la realidad o la obsesión amorosa que deviene en locura.  

 

  

Informe: J. M. Travieso. 

Fotografías: Web del Museo del Prado.

 


Bartolomé Maura y Montaner. Aguafuerte sobre la obra de
Francisco Pradilla, 1881, Museo del Prado











Francisco Pradilla. La reina doña Juana la Loca recluida
en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina, 1906
Museo del Prado, Madrid







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