Barquillero a principios del siglo XX en la Acera de Recoletos |
Estampas y
recuerdos de Valladolid
Como en otras muchas ciudades españolas, en Valladolid desapareció el oficio del barquillero, una actividad de venta ambulante que
podríamos englobar en el campo de la repostería. Su imagen era inconfundible:
una cesta con los barquillos y la barquillera, un bombo con una ruleta en la
tapa que portaban a las espaldas colgado de unas correas.
Cuando pasaban los rigores del invierno, enseguida
hacían acto de presencia los barquilleros por las zonas más concurridas, como
la Plaza Mayor, la calle de Santiago o las proximidades de los mercados del
Val, de Portugalete y del Campillo, aunque los lugares más habituales eran la
Estación, el paseo de Recoletos, la Plaza de Zorrilla, junto al Teatro Pradera,
y los principales espacios del Campo Grande, especialmente a orillas del
estanque, donde inexorablemente se extinguieron hacia los años 70 del siglo XX vendiendo
los barquillos que los niños después se entretenían lanzándolos a los peces, un
ingenuo entretenimiento que forma parte de la memoria colectiva de muchas generaciones de
vallisoletanos.
La recordada barquillera del Campo Grande en los años 50 |
La presencia de aquellos entrañables vendedores, que
todo el mundo conocía, se remonta al siglo XIX, cuando recorrían las calles con
su gorra, su blusón y su bombo, aunque algunos todavía recordarán a la
inolvidable barquillera del Campo Grande y a aquellos que, cuando la gente se
agolpaba para ver las procesiones de Semana Santa, en tiempo de primavera, con
una impecable chaqueta blanca y los barquillos en la cesta protegidos por un
tul recorrían las calles gritando ¡al rico parisién!
Los barquillos eran una lámina crujiente de oblea
elaborada con harina de trigo sin levadura, agua, aceite y azúcar, en ocasiones
con una pizca de canela. La masa artesana después era tostada sobre unas
planchas de hierro con relieves en forma de retícula que eran calentadas en un
pequeño horno de carbón, de las que se despegaba con facilidad cuando aún
estaba caliente, permitiendo ser modelada en forma de canutillos o adoptando la
tradicional forma de la vela de un barco, de ahí su nombre, para transformarse
en una masa rígida y frágil cuando se enfriaba. Algunos barquilleros rociaban
sus productos con un poco de miel y otros envolvían sus canutillos en papel de
seda de colores, siempre como un negocio familiar con productos crujientes de
reciente elaboración.
Los barquillos eran ofrecidos en cestas con forma de
grandes bandejas, aunque el elemento más característico era el bombo metálico,
un recipiente cilíndrico con una capacidad aproximada para 5 kg., generalmente
pintado de rojo, en cuya tapa se disponía una ruleta de bronce dorado de acción
manual, con una lengüeta de cuero y rodeada de un aro en el que se alternaban
espacios numerados del 1 al 9 con otros en blanco. Con ella, previo módico
pago, se realizaba una apuesta con el barquillero en tres tiradas, obteniendo
tantos barquillos como la cantidad sumada, aunque los espacios en blanco hacían
perder la cifra acumulada, estando permitida la retirada antes de completar las
tres tiradas y las apuestas entre distintas personas. Esta mezcla de venta
ambulante y juego de azar sirvió de entretenimiento a mayores y niños durante
muchos años. Hoy ya es una imagen para el recuerdo.
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