Estampas y recuerdos de Valladolid
Hay lugares que a fuerza de ser transitados se
convierten en algo cotidiano que creemos conocer lo suficiente. Sin embargo,
esta percepción suele ser errónea en aquellas ciudades con un rico pasado
histórico, donde cada rincón guarda una historia, plagada de luces y sombras,
desde tiempos inmemoriales. Es el caso de Valladolid, donde aquellos que aman
la ciudad no dejan de sorprenderse constantemente cuando fijan su atención en
una calle, en un edificio, en un resto o en algún elemento secular que hasta
entonces había pasado desapercibido, pues, como en otros tantos lugares, las
piedras hablan...
Foto obtenida en el blog "Vivamos la alegría", del monasterio de Santa Ana y San Joaquín |
Hoy fijamos nuestra atención en un lugar
privilegiadamente céntrico para desvelar un pequeño secreto no conocidos por
todos: el Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín, situado en un entorno a
escasos metros de la Plaza Mayor que se resiste a perder el carácter levítico
de otros tiempos, aquellos en que el monasterio se alineaba entre la iglesia de
San Lorenzo y el desaparecido convento de la Trinidad.
Hemos de remontarnos al reinado de Felipe II, cuando
este monarca intercedió para que el papa Clemente VIII aprobase una reforma o
"recolección" que afectaba a la comunidad cisterciense femenina del
monasterio de Perales, en la vega palentina del río Carrión, reforma que fue
consumada en 1594 por la madre Catalina de la Santísima Trinidad, que se
convirtió en la primera abadesa de las reformadas. Ante la negativa de parte de
la comunidad a aceptar la reforma, la comunidad se escindió, permaneciendo las
reticentes en el monasterio de Perales y trasladándose a Valladolid, ese mismo
año de 1594, trece monjas reformadas con el abad de Husillos al frente, que
compró una casa al regidor Antonio de Salazar que permitió la fundación del
monasterio de Santa Ana, cuya consagración se producía el 8 de junio de 1596.
Benefactora de la fundación fue María de Austria, hermana de Felipe II, por lo
que siempre se consideró a la institución como una fundación real.
El monasterio seguía las pautas de la arquitectura
clasicista por entonces imperante en Valladolid, ocupándose el arquitecto
Francisco de Praves, en 1618, de completar parte del claustro y otras
dependencias. De esta manera el monasterio se integró en el entramado urbano
vallisoletano y permaneció activo, bajo el patronato de importantes familias,
hasta mediados del siglo XVIII, momento en que el edificio comenzó a mostrar
alarmantes síntomas de ruina.
Fue entonces cuando la comunidad recurrió al rey
Carlos III, que hacia el año 1779 se comprometió a financiar la reconstrucción
del convento, encomendando los planos al arquitecto real Francisco Sabatini,
que diseñó una remodelación total del convento existente siguiendo el estilo
neoclásico imperante, con una nueva iglesia y dependencias en torno a tres claustros.
La obra fue
adjudicada en 1780 al arquitecto Francisco Álvarez Benavides, que la llevó a
cabo bajo la supervisión de Sabatini. Mientras se realizaron las obras, las
monjas fueron acogidas en el palacio de la marquesa de Camarasa, frente a la
iglesia de San Pedro, donde llegaron a quejarse al rey de la lentitud de las
obras.
Finalmente, el monasterio fue concluido en 1787 y consagrado en octubre
de aquel año como Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín, manifestando la
abadesa su agradecimiento al rey, que además posibilitó que los altares de la
iglesia fuesen presididos por tres pinturas de Francisco de Goya y otras tres
de Ramón Bayeu.
Palacio de Villasante, actual Palacio Arzobispal, siglo XVI |
Las obras del monasterio trastocaron por completo la
estética del entorno, haciendo olvidar todo rastro anterior de tiempos de
Felipe II. El drástico régimen de clausura impidió a los vallisoletanos durante mucho tiempo conocer el
ingente número de obras artísticas de todo tipo que llegaron como donaciones
durante siglos al interior del convento, parte de las cuales
integran el actual museo que fue abierto al público en 1978. Pero hoy no queremos
referirnos a la impresionante colección de orfebrería, textiles litúrgicos,
pinturas y esculturas, algunas verdaderas obras maestras, sino a unos restos
arquitectónicos reaprovechados que se conservan en el claustro más pequeño y
recoleto del monasterio, vestigios difíciles de conocer por pertenecer al
ámbito de la clausura.
Se trata de un pozo con brocal de piedra, colocado
en el centro del patio, que aparece protegido por un cobertizo, con tejado a
cuatro aguas y dinteles de madera, que se sustenta sobre cuatro columnas con
capitel plateresco, elementos que son, a todas luces, mudos testigos del primer
monasterio. Tan peculiar construcción, inimaginable desde el exterior, puede
llegar a recordar el humilladero de los Cuatro Postes de Ávila por los fustes
monolíticos, aunque su mayor interés radica en el tipo de capiteles con
decoración plateresca y elementos fantásticos, los cuatro con una gran uniformidad
por la colocación de volutas angulares perforadas, que demuestran el gusto de
las grandes familias vallisoletanas por gozar en la intimidad de los patios del siglo XVI del
sugestivo repertorio renacentista, así como el asentamiento en la ciudad de canteros especializados en la realización de dichos capiteles, ya que también están
presentes en otros palacios conservados.
Capitel del patio del Palacio de Villasante (Palacio Arzobispal), siglo XVI |
De modo que, dejando volar la imaginación,
podríamos recomponer el aspecto del primitivo convento de Santa Ana, que
contaría con un patio similar en riqueza plástica y decorativa, de tipo plateresco, a la que todavía
podemos apreciar en algunos palacios del siglo XVI, como en el Palacio Real, en el palacio de
Villasante (actual Palacio Arzobispal) o en el palacio de los Gallo de Andrada
(hoy enquistado en el Hotel Imperial), éste último el de mayor variedad y
riqueza decorativa en sus capiteles, en cuyos motivos se repiten cabezas de
animales y de hombres barbados, figuras de niños, cuernos de la abundancia,
etc., que junto a hojas de acanto adoptan formas de caprichosas volutas.
También podemos imaginar a estos mudos testigos del pasado, conservados en el interior del monasterio de Santa Ana y San Joaquín, sumidos en
un silencio apenas perturbado por la música callada o la soledad sonora de la pequeña comunidad cisterciense.
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