24 de enero de 2014

Theatrum: LA MUERTE DE SAN JOSÉ, el tránsito intimista del venerado patriarca









LA MUERTE DE SAN JOSÉ
Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, Zaragoza, 1746 - Burdeos 1828)
1787
Óleo sobre lienzo (220 x 152 cm.)
Iglesia-Museo del Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín, Valladolid
Pintura neoclásica








LA CIRCUNSTANCIAL PRESENCIA DE GOYA EN VALLADOLID

El Real Monasterio de Santa Ana y San  Joaquín de Valladolid tiene su origen en un antiguo beaterio que, como fundación real, se remonta a 1596, año en que llegó una comunidad de monjas cistercienses de la Orden de San Bernardo procedentes de la localidad palentina de Perales, cuyo monasterio había sido fundado en 1161. Al ser insuficiente el primer edificio ocupado, en 1618 fue remodelado por Francisco de Praves, que reorganizó el claustro y las dependencias conventuales. Sin embargo, apenas transcurrido siglo y medio, el edificio comenzó a manifestar síntomas de ruina, lo que motivó que en 1777 la Congregación Cisterciense solicitase al rey Carlos III la reconstrucción del monasterio, para lo que ya contaban con fondos recibidos en herencia del marqués de Canales y del conde de Boucoben.

En 1779 el monarca encomendaba a Francisco Sabatini, arquitecto real, la traza de los planos del nuevo convento e iglesia, siendo el artífice de la construcción, tras la colocación de la primera piedra en 1781, el arquitecto Álvarez Benavides, primero bajo la dirección de Francisco Balzama y después de Manuel Mariátegui. Durante los siete años que duraron las obras, la comunidad estuvo alojada en el palacio de la marquesa de Camarasa, frente a la iglesia de San Pedro, de donde regresaron para habitar el nuevo edificio en 1787, el mismo año en que Francisco de Goya terminó las pinturas que le habían sido encomendadas por el rey.

El exterior del edificio es sumamente austero, de líneas neoclásicas y aspecto carcelario, destacando una sobria portada de diseño geométrico y recorrida por molduras, en cuyo tímpano aparece el emblema que proclama el patronato real, que junto a una imagen de Santa Ana en el interior de una hornacina, superviviente del primitivo edificio, son los únicos elementos que animan la fachada. La misma austeridad decorativa se prolonga en el interior, con una gran pureza de líneas ajustadas a una planta ovalada, un presbiterio rectangular y una cúpula trasdosada con linterna que posibilita un espacio luminoso. Sin embargo, la austeridad estructural del templo se vería compensada con la colocación de una importante colección de seis pinturas de gran formato que, colocadas en seis altares neoclásicos laterales, realizados en madera imitando mármol, se deben a los pinceles del genio de Fuendetodos y a su cuñado Ramón Bayeu, que las realizaron en 1787 por sugerencia del arquitecto Sabatini al monarca.


Los temas pintados por Goya son San Bernardo y San Roberto socorriendo a un pobre, La muerte de San José y Santa Ludgarda, los tres colocados en el lado de la Epístola, mientras que las pinturas de Bayeu representan a San Benito, Santa Escolástica y La Virgen acompañada de San Francisco y San Antonio de Padua, ocupando el lado del Evangelio. Todas ellas son de notable interés por el carácter de confrontación que tenía el encargo en un momento en que existía una fuerte rivalidad profesional entre Goya y sus cuñados, ya enfrentados por los trabajos de San Francisco el Grande de Madrid, por lo que Ramón Bayeu, que no perdonaba los sonados éxitos de Goya, puso su mejor empeño en las tres pinturas que aparecerían enfrentadas a otras tantas goyescas en el templo. Precisamente el celo de los pintores fue lo que prolongó la tardanza en culminar las obras, pues la consagración de la iglesia se retrasó al 1 de octubre de 1787, cuando estaba prevista para la festividad de Santa Ana, el 26 de julio.                                                                                                                                  
GOYA Y LA PINTURA RELIGIOSA              

Sobre la pintura religiosa de Goya han corrido ríos de tinta, en algunos casos con teorías muy poco ajustadas a la realidad. Repetidamente se ha insistido en la poca cantidad de pintura sacra realizada por el genio aragonés, un concepto realmente discutible si se tiene en cuenta un inventario exhaustivo, pues aunque nadie niega que un artista tan prolífico, con una capacidad inigualable para pintar con rapidez, fruto de su innato talento, realizara una obra de tipo profano considerablemente superior a la de temática sacra, integrada por escenas costumbristas, variopintos retratos, aguafuertes, alegorías, episodios históricos, motivos mitológicos, sugestivas pinturas negras y múltiples temas ornamentales destinados a los palacios reales, la obra estrictamente religiosa por él realizada, aunque cuantitativamente inferior, no es nada desdeñable en la trayectoria de cualquier pintor.

En realidad, a lo largo de su precoz vida artística los temas sacros siempre estuvieron presentes en sus lienzos y frescos, comenzando por las pinturas de San Juan el Real de Calatayud, realizadas a los 17 años, continuadas con la importante serie, realizada antes de cumplir los 30, que incluye la decoración de la bóveda del coreto de la Basílica del Pilar con la Adoración del nombre de Dios (1772), las pinturas murales de la capilla del palacio de los condes de Sobradiel y el conjunto de pinturas sobre la Vida de la Virgen de la Cartuja del Aula Dei de Zaragoza (1774).

Incluso cuando fue nombrado académico de mérito de la Real Academia de San Fernando de Madrid, en 1780, celebraba el acontecimiento pintando el Cristo crucificado que hoy se conserva en el Prado. Ese mismo año se desplazó de nuevo a Zaragoza para acometer la decoración de la cúpula de la basílica de la Virgen del Pilar, en principio encargada a Francisco Bayeu, que delegó en su hermano Ramón y en Goya, que plasmó la escena de Regina Martirum. De nuevo en Madrid, en 1783 realizaba la enorme pintura de San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón destinada a uno de los altares colocados durante la decoración de la iglesia de San Francisco el Grande. En 1787 retoma la pintura de religión para satisfacer el encargo de Carlos III de tres pinturas destinadas al Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín de Valladolid y al año siguiente, por encargo de los duques de Osuna, pinta para su capilla en la catedral de Valencia las escenas de San Francisco de Borja y el moribundo impenitente y la Despedida de san Francisco de Borja de su familia.

De nuevo trabaja en un ciclo de decoración mural, en este caso con escenas de la Vida de Cristo, para el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz (1797), continuando la temática religiosa en la pintura del Prendimiento para la catedral de Toledo (1798) y en los frescos de la ermita de San Antonio de la Florida (1798), considerada como su obra cumbre de pintura mural. Junta a toda esta producción, ya copiosa, se suma una cantidad considerable de pinturas religiosas de caballete de diferentes formatos que actualmente se hallan diseminadas por museos, colecciones particulares e instituciones, por lo que queda sin fundamento la afirmación de que la pintura religiosa de Goya es escasa.

Muerte de San José. Francisco de Goya, 1787
Flint Institute of Arts, Flint, Michigan
Igualmente, algunos críticos han denunciado que estas pinturas religiosas no eran sentidas, que adolecen de falta de religiosidad, que en cierto sentido son vulgares, insulsas y más propias de un artesano que de un artista. Fue Camón Aznar el que supo valorar este tipo de obras, cuyo cromatismo y grandiosidad vinculaba al círculo de Mengs y los italianos, siendo Sánchez Cantón quien manifestó que las obras de Valladolid marcan la madurez de Goya como pintor religioso.

Como en el resto de su obra, Goya siempre realiza una ejecución firme y rápida, con pinceladas enérgicas que resaltan las luces y los brillos, anticipándose en ello a la pintura impresionista. Con prodigiosa maestría, los volúmenes ofrecen un aspecto abocetado que adquiere una gran consistencia visto a distancia, recogiendo al tiempo las ideas renovadoras de los ilustrados con la intención de acercar el mundo celestial a la mirada del pueblo.  

LA MUERTE DE SAN JOSÉ           

La exaltación de San José en el arte español recibió un impulso por influencia de Santa Teresa de Jesús, particularmente devota del patriarca, que llegó a declarar «Tomé por abogado y señor al glorioso San José». Ello originó su presencia constante en pinturas y esculturas, especialmente a partir del Barroco, para presentarle como modelo de padre y esposo, llegando a ser considerado patrón de la Iglesia Universal, de los trabajadores, de la buena muerte y de numerosas comunidades religiosas, sobre todo carmelitas. Como tema iconográfico, la muerte de San José está basada en un relato medieval apócrifo que recoge una narración supuestamente contada por Jesús y que fue estudiada por Emile Màle. Según la tradición, el patriarca San José habría muerto a la edad de ciento once años.

Cuando Carlos III solicitó a Goya una pintura con el tema de La muerte de San José, destinada a Valladolid, el creativo pintor realizó, con la rapidez y soltura habitual, un estudio preparatorio que actualmente se conserva en el Flint Institute of Arts (Flint, Michigan, Estados Unidos) y posiblemente otros bocetos no conservados. La escena está planteada en profundidad, con un lecho en escorzo sobre el que reposa un angustioso San José moribundo, que está acompañado a los lados por Jesús y María, que le consuelan y arropan en el dramático trance en un gesto de humanidad. En el fondo, tres angelitos anteceden  a una gloria abierta que proclama su santificación. Esta composición, de concepción muy barroca, fue descartada por Goya, que finalmente se decantó por una escena intimista, impresionante por su solemnidad, en el que la angustia tardobarroca que prevalece en la primera idea, con San José todavía vivo, es sustituida por otra de gran serenidad neoclásica, ajustada a lo que se ha denominado "estilo arquitectónico" (adaptación al ambiente arquitectónico que lo rodea), en la que San José acaba de expirar.

En la pintura definitiva, colocada sobre un altar de la iglesia vallisoletana, la cama está colocada transversalmente, San José presenta rigor mortis al acabar de expirar, Cristo aparece en primer plano con los brazos extendidos en actitud de oración —el izquierdo genialmente dirigido hacia el exterior del lienzo— pidiendo que sea acogido por Dios Padre, y detrás de la cama se sitúa la Virgen con gesto de resignación y mirando a su Hijo con expresión doliente. El fondo es neutro, sugiriendo una austera alcoba íntima atravesada por un rayo de sol que, concebido como si procediera de la propia linterna de la iglesia y con valores simbólicos, produce fuertes contrastes lumínicos y penumbras al bañar a las tres figuras. En torno a las cabezas, los nimbos aparecen como otros puntos de luz.

La composición, muy diáfana, recurre al punto de vista bajo —sotto in sú— y adopta un esquema geométrico formado por la vertical de Cristo, la horizontal de José y la diagonal de María. Las figuras están resueltas a escala monumental, con un tratamiento escultórico y facciones que adquieren matices clasicistas. Goya utiliza con maestría una gama cromática que contribuye a infundir tristeza al tema representado, destacando el azul del manto de la Virgen, los amarillos apagados que envuelven a San José, la túnica gris azulado de Jesús y el blanco de la sábana y los almohadones, estableciendo a una armonía que recuerda los trabajos de grisallas y al tiempo un recuerdo de los efectos conseguidos por Zurbarán, contribuyendo con ello a la exaltación de los valores religiosos.

Gracias a Sambricio, sabemos que Goya recibió, junto a los materiales para realizar estas pinturas (lienzos, pigmentos, etc.), paños para hacer un manto y una túnica y los servicios de un sastre, lo que indica que posiblemente esta obra fuera realizada estudiando los efectos de las telas sobre maniquíes, como parece que era costumbre del pintor en los cuadros de gran formato.

La pintura desprende sobriedad y se integra con naturalidad en el entorno neoclásico que la rodea,  ofreciendo, a pesar de su frialdad y solemnidad, una fuerte carga emocional. En torno a esta pintura, se ha planteado la idea de que, habiendo fallecido el padre de Goya poco antes a ser realizada, el pintor recrease una escena idealizada sobre su propia tristeza, de modo que la figura de Jesús sería un autorretrato idealizado junto a los retratos de sus padres, cuyo aspecto físico se desconoce por no aparecer en ninguna otra pintura.

De la realización de estas pinturas existe información en la correspondencia dirigida por Goya a su amigo Zapater en junio de 1787, en la que comenta pesaroso estar acuciado por el trabajo y la necesidad de atender el encargo de Carlos III.

Informe: J. M. Travieso. 

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