LA MUERTE DE
SAN JOSÉ
Francisco de
Goya y Lucientes (Fuendetodos, Zaragoza, 1746 - Burdeos 1828)
1787
Óleo sobre lienzo
(220 x 152 cm.)
Iglesia-Museo
del Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín, Valladolid
Pintura neoclásica
LA CIRCUNSTANCIAL PRESENCIA DE GOYA EN VALLADOLID
El Real Monasterio de Santa Ana y San Joaquín de Valladolid tiene su origen en un
antiguo beaterio que, como fundación real, se remonta a 1596, año en que llegó
una comunidad de monjas cistercienses de la Orden de San Bernardo procedentes
de la localidad palentina de Perales, cuyo monasterio había sido fundado en
1161. Al ser insuficiente el primer edificio ocupado, en 1618 fue remodelado
por Francisco de Praves, que reorganizó el claustro y las dependencias
conventuales. Sin embargo, apenas transcurrido siglo y medio, el edificio
comenzó a manifestar síntomas de ruina, lo que motivó que en 1777 la
Congregación Cisterciense solicitase al rey Carlos III la reconstrucción del
monasterio, para lo que ya contaban con fondos recibidos en herencia del
marqués de Canales y del conde de Boucoben.
En 1779 el monarca encomendaba a Francisco Sabatini,
arquitecto real, la traza de los planos del nuevo convento e iglesia, siendo el
artífice de la construcción, tras la colocación de la primera piedra en 1781,
el arquitecto Álvarez Benavides, primero bajo la dirección de Francisco Balzama
y después de Manuel Mariátegui. Durante los siete años que duraron las obras,
la comunidad estuvo alojada en el palacio de la marquesa de Camarasa, frente a
la iglesia de San Pedro, de donde regresaron para habitar el nuevo edificio en
1787, el mismo año en que Francisco de Goya terminó las pinturas que le habían
sido encomendadas por el rey.
El exterior del edificio es sumamente austero, de
líneas neoclásicas y aspecto carcelario, destacando una sobria portada de
diseño geométrico y recorrida por molduras, en cuyo tímpano aparece el emblema
que proclama el patronato real, que junto a una imagen de Santa Ana en el
interior de una hornacina, superviviente del primitivo edificio, son los únicos
elementos que animan la fachada. La misma austeridad decorativa se prolonga en
el interior, con una gran pureza de líneas ajustadas a una planta ovalada, un
presbiterio rectangular y una cúpula trasdosada con linterna que posibilita un
espacio luminoso. Sin embargo, la austeridad estructural del templo se vería
compensada con la colocación de una importante colección de seis pinturas de
gran formato que, colocadas en seis altares neoclásicos laterales, realizados en madera
imitando mármol, se deben a los pinceles del genio de Fuendetodos y a su cuñado
Ramón Bayeu, que las realizaron en 1787 por sugerencia del arquitecto Sabatini
al monarca.
Los temas pintados por Goya son San Bernardo y San Roberto socorriendo a un pobre, La muerte de San José y Santa Ludgarda, los tres colocados en el
lado de la Epístola, mientras que las pinturas de Bayeu representan a San Benito, Santa Escolástica y La Virgen
acompañada de San Francisco y San Antonio de Padua, ocupando el lado del
Evangelio. Todas ellas son de notable interés por el carácter de confrontación
que tenía el encargo en un momento en que existía una fuerte rivalidad profesional
entre Goya y sus cuñados, ya enfrentados por los trabajos de San Francisco el
Grande de Madrid, por lo que Ramón Bayeu, que no perdonaba los sonados éxitos
de Goya, puso su mejor empeño en las tres pinturas que aparecerían enfrentadas
a otras tantas goyescas en el templo. Precisamente el celo de los pintores fue
lo que prolongó la tardanza en culminar las obras, pues la consagración de la
iglesia se retrasó al 1 de octubre de 1787, cuando estaba prevista para la
festividad de Santa Ana, el 26 de julio.
GOYA Y LA PINTURA RELIGIOSA
Sobre la pintura religiosa de Goya han corrido ríos
de tinta, en algunos casos con teorías muy poco ajustadas a la realidad.
Repetidamente se ha insistido en la poca cantidad de pintura sacra realizada
por el genio aragonés, un concepto realmente discutible si se tiene en cuenta un
inventario exhaustivo, pues aunque nadie niega que un artista tan prolífico,
con una capacidad inigualable para pintar con rapidez, fruto de su innato
talento, realizara una obra de tipo profano considerablemente superior a la de
temática sacra, integrada por escenas costumbristas, variopintos retratos,
aguafuertes, alegorías, episodios históricos, motivos mitológicos, sugestivas
pinturas negras y múltiples temas ornamentales destinados a los palacios
reales, la obra estrictamente religiosa por él realizada, aunque
cuantitativamente inferior, no es nada desdeñable en la trayectoria de
cualquier pintor.
En realidad, a lo largo de su precoz vida artística
los temas sacros siempre estuvieron presentes en sus lienzos y frescos, comenzando
por las pinturas de San Juan el Real de Calatayud, realizadas a los 17 años, continuadas
con la importante serie, realizada antes de cumplir los 30, que incluye la
decoración de la bóveda del coreto de la Basílica del Pilar con la Adoración del nombre de Dios (1772), las
pinturas murales de la capilla del palacio de los condes de Sobradiel y el
conjunto de pinturas sobre la Vida de la
Virgen de la Cartuja del Aula Dei de Zaragoza (1774).
Incluso cuando fue nombrado académico de mérito de
la Real Academia de San Fernando de Madrid, en 1780, celebraba el acontecimiento
pintando el Cristo crucificado que hoy se
conserva en el Prado. Ese mismo año se desplazó de nuevo a Zaragoza para
acometer la decoración de la cúpula de la basílica de la Virgen del Pilar, en
principio encargada a Francisco Bayeu, que delegó en su hermano Ramón y en Goya,
que plasmó la escena de Regina Martirum.
De nuevo en Madrid, en 1783 realizaba la enorme pintura de San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón
destinada a uno de los altares colocados durante la decoración de la iglesia de
San Francisco el Grande. En 1787 retoma la pintura de religión para satisfacer
el encargo de Carlos III de tres pinturas destinadas al Real Monasterio de
Santa Ana y San Joaquín de Valladolid y al año siguiente, por encargo de los
duques de Osuna, pinta para su capilla en la catedral de Valencia las escenas de San
Francisco de Borja y el moribundo impenitente y la Despedida de san Francisco de Borja de su familia.
De nuevo trabaja en un ciclo de decoración mural, en
este caso con escenas de la Vida de
Cristo, para el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz (1797), continuando la
temática religiosa en la pintura del Prendimiento
para la catedral de Toledo (1798) y en los frescos de la ermita de San Antonio
de la Florida (1798), considerada como su obra cumbre de pintura mural. Junta a
toda esta producción, ya copiosa, se suma una cantidad considerable de pinturas
religiosas de caballete de diferentes formatos que actualmente se hallan
diseminadas por museos, colecciones particulares e instituciones, por lo que
queda sin fundamento la afirmación de que la pintura religiosa de Goya es
escasa.
Muerte de San José. Francisco de Goya, 1787 Flint Institute of Arts, Flint, Michigan |
Igualmente, algunos críticos han denunciado que
estas pinturas religiosas no eran sentidas, que adolecen de falta de
religiosidad, que en cierto sentido son vulgares, insulsas y más propias de un
artesano que de un artista. Fue Camón Aznar el que supo valorar este tipo de
obras, cuyo cromatismo y grandiosidad vinculaba al círculo de Mengs y los
italianos, siendo Sánchez Cantón quien manifestó que las obras de Valladolid
marcan la madurez de Goya como pintor religioso.
Como en el resto de su obra, Goya siempre realiza
una ejecución firme y rápida, con pinceladas enérgicas que resaltan las luces y
los brillos, anticipándose en ello a la pintura impresionista. Con prodigiosa
maestría, los volúmenes ofrecen un aspecto abocetado que adquiere una gran
consistencia visto a distancia, recogiendo al tiempo las ideas renovadoras de
los ilustrados con la intención de acercar el mundo celestial a la mirada del
pueblo.
LA MUERTE DE SAN JOSÉ
La exaltación de San José en el arte español recibió
un impulso por influencia de Santa Teresa de Jesús, particularmente devota del
patriarca, que llegó a declarar «Tomé por abogado y señor al glorioso San
José». Ello originó su presencia constante en pinturas y esculturas,
especialmente a partir del Barroco, para presentarle como modelo de padre y
esposo, llegando a ser considerado patrón de la Iglesia Universal, de los trabajadores,
de la buena muerte y de numerosas comunidades religiosas, sobre todo
carmelitas. Como tema iconográfico, la muerte de San José está basada en un
relato medieval apócrifo que recoge una narración supuestamente contada por
Jesús y que fue estudiada por Emile Màle. Según la tradición, el patriarca San
José habría muerto a la edad de ciento once años.
Cuando Carlos III solicitó a Goya una pintura con el
tema de La muerte de San José,
destinada a Valladolid, el creativo pintor realizó, con la rapidez y soltura habitual,
un estudio preparatorio que actualmente se conserva en el Flint Institute of Arts (Flint, Michigan, Estados Unidos) y posiblemente
otros bocetos no conservados. La escena está planteada en profundidad, con un
lecho en escorzo sobre el que reposa un angustioso San José moribundo, que está
acompañado a los lados por Jesús y María, que le consuelan y arropan en el
dramático trance en un gesto de humanidad. En el fondo, tres angelitos
anteceden a una gloria abierta que
proclama su santificación. Esta composición, de concepción muy barroca, fue
descartada por Goya, que finalmente se decantó por una escena intimista,
impresionante por su solemnidad, en el que la angustia tardobarroca que
prevalece en la primera idea, con San José todavía vivo, es sustituida por otra
de gran serenidad neoclásica, ajustada a lo que se ha denominado "estilo
arquitectónico" (adaptación al ambiente arquitectónico que lo rodea), en
la que San José acaba de expirar.
En la pintura definitiva, colocada sobre un altar de
la iglesia vallisoletana, la cama está colocada transversalmente, San José
presenta rigor mortis al acabar de
expirar, Cristo aparece en primer plano con los brazos extendidos en actitud de
oración —el izquierdo genialmente dirigido hacia el exterior del lienzo— pidiendo
que sea acogido por Dios Padre, y detrás de la cama se sitúa la Virgen con
gesto de resignación y mirando a su Hijo con expresión doliente. El fondo es
neutro, sugiriendo una austera alcoba íntima atravesada por un rayo de sol que,
concebido como si procediera de la propia linterna de la iglesia y con valores
simbólicos, produce fuertes contrastes lumínicos y penumbras al bañar a las
tres figuras. En torno a las cabezas, los nimbos aparecen como otros puntos de
luz.
La composición, muy diáfana, recurre al punto de
vista bajo —sotto in sú— y adopta un
esquema geométrico formado por la vertical de Cristo, la horizontal de José y
la diagonal de María. Las figuras están resueltas a escala monumental, con un
tratamiento escultórico y facciones que adquieren matices clasicistas. Goya
utiliza con maestría una gama cromática que contribuye a infundir tristeza al
tema representado, destacando el azul del manto de la Virgen, los amarillos
apagados que envuelven a San José, la túnica gris azulado de Jesús y el blanco de la
sábana y los almohadones, estableciendo a una armonía que recuerda los trabajos
de grisallas y al tiempo un recuerdo de los efectos conseguidos por Zurbarán,
contribuyendo con ello a la exaltación de los valores religiosos.
Gracias a Sambricio, sabemos que Goya recibió, junto
a los materiales para realizar estas pinturas (lienzos, pigmentos, etc.), paños
para hacer un manto y una túnica y los servicios de un sastre, lo que indica
que posiblemente esta obra fuera realizada estudiando los efectos de las telas sobre
maniquíes, como parece que era costumbre del pintor en los cuadros de gran formato.
La pintura desprende sobriedad y se integra con
naturalidad en el entorno neoclásico que la rodea, ofreciendo, a pesar de su frialdad y
solemnidad, una fuerte carga emocional. En torno a esta pintura, se ha
planteado la idea de que, habiendo fallecido el padre de Goya poco antes a ser
realizada, el pintor recrease una escena idealizada sobre su propia tristeza,
de modo que la figura de Jesús sería un autorretrato idealizado junto a los
retratos de sus padres, cuyo aspecto físico se desconoce por no aparecer en
ninguna otra pintura.
De la realización de estas pinturas existe
información en la correspondencia dirigida por Goya a su amigo Zapater en junio
de 1787, en la que comenta pesaroso estar acuciado por el trabajo y la
necesidad de atender el encargo de Carlos III.
Informe: J. M. Travieso.
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