LOS AVATARES DE LA FUENTE DORADA
La Plaza de la Fuente Dorada, así denominada oficialmente desde 1853, ha sido desde tiempos remotos uno de los enclaves urbanos más concurridos por diversos motivos. Primero por ser el principal núcleo del comercio de Valladolid, con extensión hasta el Corrillo, un espacio que complementaba la actividad de mercado desplegada en la Plaza Mayor. Como indica Juan Agapito y Revilla, desde el siglo XIV allí se tiene constancia de la labor del gremio de Lorigueros, en el tramo comprendido entre las actuales calles de Teresa Gil y Cánovas del Castillo (antes de Orates), así como de los Espaderos, Lanceros, Guarnicioneros y Cebaderos, repartidos por el resto de soportales, a los que dieron nombre.
Pero también porque tiempo después el centro de la plaza, que recibía el ilustrativo nombre de las Gallinerías viejas, una vez realizada la obligada remodelación de las viviendas tras el inolvidable incendio de 1561, conocería a partir de 1585 la colocación de la fuente principal de las ocho proyectadas que, repartidas por la ciudad, acercaban a los ciudadanos el benéfico agua procedente de un manantial del término de Argales, por entonces una finca de recreo, propiedad de los monjes de San Benito, situada a 5 km. de la ciudad. Ello fue posible gracias a una ingente obra de ingeniería promovida por el rey Felipe II y elaborada por los ingenieros Benito Morales y Francisco de Montalbán, en colaboración con los arquitectos Juan de Herrera, diseñador de las Arcas Reales, Alonso de Tolos y Diego y Francisco de Praves, artífices a pie de obra, que a través de acueductos, conducciones subterráneas y grandes arquetas lograrían que a partir de 1603 la ciudad dejase de consumir el agua poco saludable del Pisuerga. Y aunque por falta de fondos sólo se levantaron tres fuentes y el trazado no llegó al monasterio de San Benito, que era uno de los objetivos, algunos palacios y conventos comenzaron a disfrutar de arcaicos servicios de agua corriente, terminando este hecho en gran parte con la actividad ambulante de los aguadores y el negocio de los "neveros", algo que supuso una decisiva mejora sanitaria.
Tanto es así, que en la plaza se diseñó una fuente monumental compuesta por una taza octogonal en cuyo centro se elevaba una columna sobre la que descansaba una bola de bronce dorado, rematada por una aguja y rodeada de ocho pequeños caños, que desaguaba a través de otros cuatro caños de bronce en un estanque inferior, un pilón con el pretil a ras del suelo que a su vez tenía un gran caño que permitía vaciarlo para realizar tareas de limpieza. Asimismo, para la sujeción de los recipientes tenía aplicadas unas "cañas", listones de madera insertados en huecos practicados en la columna y el pretil de la taza, que evitaban el esfuerzo de aguantar el peso cuando se llenaban cántaros y otras vasijas.
Por esta obra pública tan celebrada, que acabó con las restricciones y multiplicó la concurrencia en la plaza a lo largo de todo el día, pasando a convertirse en un auténtico ágora ciudadano, el espacio comenzó a conocerse popularmente desde entonces como la Fuente Dorada, un lugar donde no faltaban los negocios y trueques y donde corrían de boca en boca toda clase de rumores y noticias. La Fuente Dorada aparece citada por Cervantes en sus Novelas Ejemplares y en La Ilustre Fregona, donde alaba la calidad de sus aguas como las mejores de cuantas se consumen en Valladolid y en Madrid. Más detallada es la descripción que en 1754 hace de la fuente Miguel Fernández, ayudante de Fontanero Mayor de Isabel de Farnesio, esposa de Felipe V.
Pero habría que esperar a 1759 para que, lo que fue un orgullo de la ciudad, comenzara a conocer una serie de episodios desafortunados que se dilatarían a través del tiempo. Estos comenzaron cuando ante el deterioro de la bola dorada debido a su uso permanente durante tantos años, el Consistorio decidió sustituirla por una figura de piedra como material salubre y duradero. Sobre una peana en forma de macetero con flores y rodeada de delfines con función de caños, aparecía una figura femenina como alegoría de la Primavera, a la que también se doró para seguir la tradición. Sin duda, el aspecto de esta obra guardaría muchas concomitancias con la burgalesa Fuente de la Flora (ilustración 3), tanto por sus elementos compositivos (alegoría, delfines, caños y pilón) como por sus valores simbólicos: el agua como fuente de vida y renovación de la Naturaleza.
Pero al poco tiempo, la certera pedrada de un muchacho de malos modales dejó a la Primavera sin cabeza, permaneciendo durante años descabezada, como los reyes de Francia, hasta que fue sustituida por una tinaja, tal y como se lamenta Ventura Pérez en su Diario de Valladolid, donde considera el asunto "cosas del gobierno de esta ciudad que pone su mira en lo que menos importa".
En otro orden de cosas, narra Hilarión Sancho en su Diario (1807-1840) que el Ayuntamiento de Valladolid solicitó algunas estatuas al rey Fernando VII para ser colocadas en lugares concurridos de la ciudad, a lo que el monarca correspondió enviando tres esculturas procedentes de los fondos del Museo del Prado, que prácticamente nunca habían sido expuestas en la colección. Entre ellas la figura de una mujer que representaba una alegoría de la Abundancia, tal vez del Otoño. Las esculturas fueron colocadas en la Acera de Recoletos, pero a la novedad siguió una reacción propia de una sociedad puritana, pues la semidesnudez de la figura y sus pechos al aire escandalizaron a las mentes biempensantes de la ciudad, seguramente educadas bajo la influencia de la escultura religiosa tradicional, alegando que el desnudo femenino era un mal ejemplo para los escolares, por lo que fueron retiradas del espacio público al cabo de tres días.
Cuenta también Hilarión Sancho que, en su afán por colocar esculturas en espacios públicos, en 1840 el Ayuntamiento decidió remodelar la Fuente Dorada colocando una escultura de piedra que representaba al dios Apolo y que vino a sustituir a la anodina tinaja. Para ello no recurrió a las piezas del regalo real, sino que compró la figura del dios clásico al pintor Pedro González Martínez, domiciliado en la actual calle de Fray Luis de León, que posiblemente actuó como intermediario o la había comprado anteriormente. Las proporciones de la escultura, obligaba a una reorganización del pedestal, por lo que el Ayuntamiento, según aparece documentado en el Archivo Municipal, decidió invertir en esta obra la recaudación obtenida con las funciones realizadas por la compañía Filarmónica del Teatro, suma que ascendió a 1772 reales y 24 maravedíes, lo que permitió levantar un pedestal de base cuadrangular de dimensiones algo inferiores a las que presenta actualmente el monumento al Conde Ansúrez en la Plaza Mayor, según se desprende de la fotografía que realizara hacia 1857 el francés Alexis Gaudin (colección C. Sánchez), publicada en el Norte de Castilla por José Delfín Val el 24 de marzo de 2008, de la que desgraciadamente sólo disponemos de una copia de mala calidad (ilustración 4).
Cuenta también Hilarión Sancho que, en su afán por colocar esculturas en espacios públicos, en 1840 el Ayuntamiento decidió remodelar la Fuente Dorada colocando una escultura de piedra que representaba al dios Apolo y que vino a sustituir a la anodina tinaja. Para ello no recurrió a las piezas del regalo real, sino que compró la figura del dios clásico al pintor Pedro González Martínez, domiciliado en la actual calle de Fray Luis de León, que posiblemente actuó como intermediario o la había comprado anteriormente. Las proporciones de la escultura, obligaba a una reorganización del pedestal, por lo que el Ayuntamiento, según aparece documentado en el Archivo Municipal, decidió invertir en esta obra la recaudación obtenida con las funciones realizadas por la compañía Filarmónica del Teatro, suma que ascendió a 1772 reales y 24 maravedíes, lo que permitió levantar un pedestal de base cuadrangular de dimensiones algo inferiores a las que presenta actualmente el monumento al Conde Ansúrez en la Plaza Mayor, según se desprende de la fotografía que realizara hacia 1857 el francés Alexis Gaudin (colección C. Sánchez), publicada en el Norte de Castilla por José Delfín Val el 24 de marzo de 2008, de la que desgraciadamente sólo disponemos de una copia de mala calidad (ilustración 4).
Levantado el pedestal, con caños en sus cuatro lados y rodeado por un estanque circular, se colocó la estatua del dios griego el 18 de julio de 1840. Más tarde, entre 1842 y 1844, la obra se remató con la colocación de un zócalo de piedra, de unos 50 cm. de altura, sobre el que se insertaba una reja de forja, de aproximadamente 1 m. de alto, que con forma ochavada y aperturas de acceso a los caños circundaba el perímetro. Como nota anecdótica, conviene señalar que la piedra utilizada para este remate procedía del almacenamiento de los restos de piedra del hundimiento en 1841 de la Buena Moza, la malograda torre de la catedral de Valladolid.
EL DEFENESTRADO DON PURPURINO
Pero aquella tercera versión de la Fuente Dorada, cuyo aspecto monumental podría inducir a pensar que su permanencia fuera definitiva, no fue tal, posiblemente debido al deterioro de la instalación a causa de los numerosos usuarios. En 1876 se remodeló la fuente y se desplazó su ubicación al centro de la plaza, posiblemente para facilitar el incipiente tráfico rodado, sin que existan referencias del lugar al que fue a parar la escultura de piedra. Primero se convirtió en un monolito con cuatro caños, rematado por una simple farola metálica, tal como aparece en las fotografías de principios del siglo XX, y después por otra de cuatro brazos con faroles fernandinos.
Así permaneció la fuente hasta el 28 de enero de 1948, cuando el Ayuntamiento aprobó un proyecto diseñado por el arquitecto municipal Miguel Baz. Esta instalación monumental, totalmente de piedra, tenía forma rectangular con los ángulos curvados, una plataforma sobre la que descansaba un amplio pilón central, para recoger el agua con calderos, al que se accedía por cuatro escaleras dispuestas en forma de cruz y en el centro del estanque un pedestal cuadrangular, con escudos dorados de la ciudad en sus cuatro caras. En los ángulos de la fuente, acotados por parapetos de piedra, se hallaban otros cuatro estanques a ras de suelo que recogían el agua vertida por caños con forma de cabeza de león, cuyas fauces, convertidas en surtidor, permitían llenar todo tipo de recipientes.
Por entonces y siguiendo la pauta de los monumentos erigidos en 1900 al poeta José Zorrilla y en 1903 al Conde Ansúrez, ambos en lugares destacados de la ciudad, se decidió colocar sobre el pedestal de la Fuente Dorada una escultura del dios Hermes que procedía del patrimonio de la familia del marqués de Casa Pombo, propietaria del conocido Palacio Villena, un edificio renacentista construido por Francisco de Salamanca a mediados del siglo XVI y situado frente al Colegio de San Gregorio, donde había ocupado una hornacina del zaguán.
La figura representaba a Hermes, dios olímpico de la mitología griega, hijo de Zeus y Maya, una de las Pléyades hija de Atlas, al que Homero invoca como poseedor de múltiple ingenio (polytropos), protector de pastores, oradores, literatos y poetas, guardián de la paz, las puertas y los sueños, autor de gloriosas hazañas, fertilizador de la tierra y especialmente patrón de los viajeros, de la astucia y del comercio como heraldo y mensajero de los dioses. Aunque en la antigua Grecia se le invocaba mediante símbolos fálicos, generalmente es representado como un joven atlético desnudo, cubierto por el sombrero de los caminantes o un gorro alado, en alusión a su carácter de viajero, en ocasiones con alas en las sandalias, portando en la mano el caduceo, la vara con lazos blancos que distinguía a los heraldos. Estos lazos fueron sustituidos por algunos escultores por serpientes, símbolo de prudencia. El caduceo de Hermes estaba dotado de poderes mágicos, recibidos de Apolo, para abrir y cerrar los ojos a los mortales. Todas estas características fueron reconvertidas por la mitología romana en la representación de Mercurio, dios del comercio, al que en ocasiones se incorporaba una antorcha o una bolsa con monedas, símbolo de claridad en los negocios.
A esta iconografía se ajustaba la joven deidad colocada por el Ayuntamiento, aunque con ciertas peculiaridades, pues se trataba de un notable desnudo masculino de tamaño algo mayor que el natural, fundido en hierro por un escultor desconocido, con la anatomía adoptando una elegante posición de contraposto y con un largo manto discurriendo por la espalda en forma de pliegues verticales. A la altura de los tobillos calza borceguíes atados con cordones y rematados por adornos que simulan pequeñas alas, con el cabello recogido en una cola con forma de penacho y adornado con un brazalete en el brazo y un collar de colmillos en el cuello, apreciable en la espalda. En su mano derecha empuña en alto una antorcha y sujeta el caduceo en la izquierda. Ni que decir tiene que la mayoría de los ciudadanos no eran capaces de identificarla y menos aún relacionar sus valores simbólicos, a pesar de lo apropiado de un dios olímpico presidiendo aquella plaza convertida en un concurrido ágora.
Pero enseguida la escultura iba a ser de nuevo víctima de los prejuicios morales, repitiéndose una historia similar a la que conociera años antes la citada alegoría femenina de la Acera de Recoletos. Todo empezó desde el mismo momento en que fue instalada y culminó cuando, para mantener la tradición del nombre de la plaza, la escultura férrea de Hermes fue pintada de color dorado, según atestigua Juan Agapito y Revilla. El caso es que desde los ángulos de vista laterales de tan llamativa figura la posición del caduceo insinuaba una erección fálica (ilustración 7), dando lugar a un perfil que enseguida se convirtió en objeto de escándalo, chanza, burlas y continuos comentarios de los vecinos, que tomando a guasa la escultura tras su repinte metálico comenzaron a denominarla en tono jocoso como Don Purpurino.
Durante los tres años en que permaneció sobre el pedestal fue blanco de severas opiniones puritanas la polémica que suscitaba el perfil de Don Purpurino, lo que dio lugar a que los acomplejados ediles, en contra de la opinión de muchos ciudadanos, decidieran su eliminación en 1953, circunstancia que fue aprovechada por don Alberto Pastor, alcalde de Tamariz de Campos, para hacerse con la escultura, que ese mismo año la colocó presidiendo una fuente situada en el Corro de San Antón, una plaza de aquella localidad. Desaparecida su función acuática desde la acometida de agua corriente en esta población, puede verse en la actualidad como un monumento convencional sobre un pedestal de piedra de forma troncopiramidal, siendo todavía conocida como Don Purpurino. Allí reposa recubierta de una pátina de bronce la escultura que fuera desterrada de Valladolid, una escultura sobre la que, a lo largo del tiempo, algunos cronistas especularon si se trataba de Apolo, de un jefe azteca o de un rey desconocido, aunque la única constatación real es que, aún siendo una obra de aceptable calidad y en su tiempo la figura más popular de la ciudad, fue desterrada de Valladolid por pura mojigatería.
En su lugar se colocó el fuste de una monumental columna de piedra rematada con cuatro brazos de los que colgaban grandes faroles, exactamente la que puede contemplarse hoy día en el centro de la Plaza de la Trinidad (ilustración 8), a donde fue trasladada según el acuerdo tomado tiempo después por el Ayuntamiento, momento en que la plaza fue invadida por el tráfico rodado tras la desaparición del conjunto.
Efectivamente, en los años del desarrollo del siglo XX la Plaza de la Fuente Dorada conocería un tráfico endiablado que redujo la fuente a uno de los discretos modelos que el Ayuntamiento había colocado por toda la ciudad, relegada a un rincón de la plaza y sin la calidad originaria de sus aguas. Tras convertirse durante años tan emblemático espacio en un céntrico aparcamiento, finalmente fue objeto de una afortunada transformación que lo recuperó como uno de los primeros y más concurridos espacios peatonales del centro urbano.
Asimismo, intentando rememorar su pasado histórico, en 1998 fue levantada una nueva fuente, en este caso decorativa (ilustración 9), coronada por la tradicional bola dorada con ocho caños, un proyecto del que se ocupó Fernando González Poncio, que incluyó un pilón y un soporte de forma ochavada, que alterna caños en forma de mascarones con esculturas alusivas a cuatro de los gremios que antaño comerciaron en la plaza: una aguadora, un botero, un soldado portando espada y un loriguero, con inscripciones a sus espaldas de hasta 43 viejos oficios vallisoletanos. Esta fuente se ha convertido en una de las más populares de la ciudad debido al privilegiado espacio que ocupa, no tanto por los valores plásticos del trabajo escultórico, al que el pudor impide tratar con la misma virulencia de la que en otros tiempos fue objeto Don Purpurino.
Ilustraciones: 1 y 2 Estatua de Don Purpurino en el Corro de San Antón de Tamariz de Campos (fotos Travieso). 3 Fuente de la Flora, Burgos (foto José Carlos Campanero). 4 Aspectos de la Plaza de la Fuente Dorada en la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del XX. 5, 6 y 7 Detalles de la escultura de Don Purpurino (fotos Travieso).8 Plaza de la Trinidad, Valladolid (foto Travieso). 9 La Fuente Dorada realizada en 1998 por Fernando González Poncio (foto Travieso).
Informe: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual -Código: 1104108944507
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¡Muy interesante! Me ha encantado el artículo y sus ilustraciones. Todas las esculturas a las que has pasado revista me gustan más que las últimas colocadas por nuestros modernos alcaldes.
ResponderEliminarFederico
Qué curioso no conocía la historia de esta escultura y de la Plaza de Fuente Dorada.
ResponderEliminarMuy bien explicado e ilustrado.
Gracias por compartirlo.
Un saludo.
Está muy bien el artículo, pero podrías poner de donde has sacado las fotos, una al menos es del periódico y otra pertenece a un archivo. Por lo demás estupendo el artículo.
ResponderEliminarUn saludo
Me parece muy bueno, no sabia sobre esto y muchas gracias por la información. Saludos, Alejandro.
ResponderEliminar¡¡¡Excelente artículo, José Miguel!!! Un abrazo, amigo.
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