29 de julio de 2016

Theatrum: SAN DIEGO DE ALCALÁ, sublimación de la virtud de la caridad












SAN DIEGO DE ALCALÁ
Gregorio Fernández (Sarria, Lugo, h. 1576-Valladolid 1636)
Hacia 1610
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente del desaparecido convento de San Francisco de Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana













Durante los seis últimos meses de 1660, el palentino fray Matías de Sobremonte1, que pasó toda su vida recluido en el convento de San Francisco de Valladolid, redactaba de puño y letra un manuscrito en el que plasmaba la historia de dicho convento, incluyendo una descripción de la arquitectura, el arte y los artistas presentes en él. En esta obra, el instruido padre franciscano se refiere a la existencia en el convento de San Francisco de una capilla dedicada a San Diego de Alcalá, propiedad del alcalde Escudero, en la que recibía culto como imagen titular una meritoria obra de bulto de tamaño natural y "excelentísima escultura estofada de N.P.S. Diego". El enorme convento de San Francisco, en cuyas salas hospitalarias murió Cristóbal Colón en 1506, fue extinguido y derribado en 1836 a consecuencia del proceso desamortizador, siendo desperdigadas sus muchas obras de arte, algunas de las cuales fueron recogidas en el recién creado Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, institución que en 1933 pasaría a convertirse en el Museo Nacional de Escultura.

En dicho museo de conserva la escultura de San Diego de Alcalá, sobre la que el 12 de enero de 1967 Federico Wattenberg, director del Museo Nacional de Escultura en ese momento, publicaba en el Diario Regional, periódico local de Valladolid, un artículo titulado "La primera talla de Gregorio Fernández en Valladolid", que si bien no es una aseveración certera, tenía el mérito de ser la primera atribución de la escultura al gran maestro Gregorio Fernández2.

En 1973 Jesús Urrea confirmaba esta atribución y la databa en 1605, relacionando su posible procedencia con los retablos-relicario del desaparecido convento de San Diego3, al tiempo que la vinculaba estilísticamente con la escultura de San Vicente Ferrer conservada en la clausura del convento de Santa Catalina, ambas con evidencias de haber sido realizadas en la primera época del escultor, cuando aún afloraban rasgos manieristas en sus obras. Actualmente, a pesar de la teca que presenta en el pecho, que la confiere un carácter de relicario, se considera que la escultura no procede del convento de San Diego, sino que llegó al museo entre las obras procedentes del convento de San Francisco, siendo identificado el santo franciscano con el que presidía el retablo de la capilla de su advocación, según la cita de fray Matías de Sobremonte, para la que habría sido realizado en torno a 1610. 

Zurbarán. San Diego de Alcalá, 1651-1653. Museo Lázaro Galdiano, Madrid
SAN DIEGO DE ALCALÁ Y SU ICONOGRAFÍA

El 12 de noviembre de 1463 moría en Alcalá de Henares el franciscano fray Diego de San Nicolás en olor de santidad. Su popularidad no sólo era grande entre las clases humildes, sino que su renombre llegó a los grandes jerarcas, de modo que su fama milagrera atrajo hasta su sepultura a cardenales y reyes. Pocos años después de su muerte, acudía a su sepulcro Enrique IV de Castilla —rey entre 1454 y 1474— a suplicar la curación de Juana la Beltraneja, aunque este no sería el caso más sonado, pues casi cien años después su devoción produciría un hecho un tanto truculento.

Corría el año 1562 cuando el príncipe Carlos, hijo de Felipe II, siendo estudiante en Alcalá de Henares sufrió una caída por las escaleras del Palacio Arzobispal que le produjo un gran golpe en la cabeza, siendo conducido a palacio en estado grave. Felipe II, fervoroso y fanático del culto a las reliquias, para rogar su curación, no sólo se desplazó hasta la iglesia Magistral de Alcalá de Henares donde el fraile estaba enterrado, sino que hizo trasladar su momia hasta el lecho en el que yacía su hijo. Como se produjera la esperada sanación, el propio Felipe II puso todo su empeño ante el papa Sixto V para que fuese considerado como milagro y Diego de San Nicolás fuese santificado. Así ocurrió, la curación del príncipe Carlos fue interpretada como uno de los seis milagros preceptivos exigidos por la Sagrada Congregación de Ritos y el 10 de julio de 1588 fue canonizado por Sixto V como San Diego de Alcalá, el único santo canonizado por la Iglesia a lo largo de todo el siglo XVI.

Niccòlo Betti. Milagro de San Diego de Alcalá, 1610
Monasterio de las Descalzas Reales, Valladolid
Desde entonces comenzó a expandirse la devoción hacia aquel santo que, nacido en 1400 en San Nicolás del Puerto (Sevilla), había ingresado como lego de la Orden de los Frailes Menores de la Observancia en el convento cordobés de San Francisco de la Arruzafa. Tres ser enviado como misionero, entre 1441 y 1449, a los conventos canarios de Arrecife y Fuerteventura, en 1450 acudió como peregrino a Roma para participar del Jubileo decretado por el papa Nicolás V, asistiendo en el convento de Araceli a los enfermos de la peste que aquel año asoló la ciudad. De regreso a España, pasó un periodo en el convento de Nuestra Señora de la Salceda, en Tendilla (Guadalajara), y en 1456 recaló en el convento de Santa María de Jesús, que acababa de ser construido en Alcalá de Henares por Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo.  Allí pasaría los últimos siete años de su vida, pues falleció en 1463, con 60 años cumplidos.

Como suele ser habitual, en torno a la figura de San Diego de Alcalá se comenzaron a divulgar leyendas de milagros no sólo obrados tras su muerte, de los cuales la curación del príncipe Carlos fue el más famoso, sino también en vida, como el de haber salvado de morir dentro de un horno a un niño que se había quedado dormido, aunque el más popular fue el referido a su espíritu caritativo, según el cual, reprendido por dar panecillos a los pordioseros que acudían a la puerta del convento, hecho que los superiores consideraban que alteraba la tranquilidad de la comunidad, en cierta ocasión, al ver ocultar a fray Diego algo bajo el hábito, después de haber repartido la limosna diaria, le pidieron que mostrara lo que portaba para reprenderlo, pero milagrosamente los panecillos se habían convertido en rosas.

Izda: Gregorio Fernández. San Diego de Alcalá, h. 1610, MNE
Dcha: Alonso Cano y Pedro de Mena. San Diego de Alcalá, 1653, Museo

de Bellas Artes de Granada
La popularidad del santo tuvo una gran incidencia en el campo de la literatura y el arte del siglo XVII. Si Lope de Vega le dedicó el soneto La verde yedra al tronco asida y la comedia San Diego de Alcalá, su imagen devocional fue interpretada por grandes maestros pintores españoles, como Ribera, Zurbarán y Murillo, y por extranjeros, como Annibale Carracci en Roma, donde realizó un ciclo de frescos de su vida y milagros en la iglesia de Santiago de los Españoles. Otro tanto sucedería en el campo de la escultura barroca, donde la imagen del santo franciscano fue recreada por autores como Gregorio Fernández, Alonso Cano y Pedro de Mena.

En la mayoría de las representaciones plásticas se intenta ensalzar la virtud de la caridad, siendo tema recurrente el milagro de las flores, cuyo relato aparece bien explícito en la pintura del Milagro de San Diego de Alcalá realizada por Niccòlo Betti en 1610, integrante del lote de pinturas que en 1611 fue enviado como obsequio por el Gran Ducado de Toscana a la reina Margarita de Austria, que las destinó al convento de de monjas franciscanas de las Descalzas Reales de Valladolid, donde la devota reina ejerció su regio patronazgo sobre el monasterio.

En otras representaciones de san Diego también aparecen, como atributos identificativos, la presencia de unas llaves (por su condición de portero del convento) o de una cruz inspiradora de su piedad, siempre revestido del austero hábito franciscano.          

VISIÓN DE GREGORIO FERNÁNDEZ DE SAN DIEGO DE ALCALÁ

Gregorio Fernández, siguiendo la hagiografía del santo, le representa casi a tamaño natural —1,53 metros sin peana— y en el momento de producirse el milagro de las flores, elemento que, junto al hábito franciscano, le identifican plenamente. San Diego, a pesar de haber vivido hasta los 60 años, aparece en plena juventud y en actitud reflexiva y ensimismada mientras contempla una desaparecida cruz que portaba en su mano derecha. Sobre su pecho, bien visible, se abre una teca de gran tamaño que induce a pensar que contuvo una reliquia del santo, sustentándose sobre una peana en cuyo frente aparece escrita su advocación.

La escultura presenta un extraordinario dinamismo animado por la posición de contraposto, con un equilibrado juego de volúmenes en el que ya se establecen los característicos contrapuntos del escultor que originan un arqueamiento general de la figura, que de pies a cabeza está recorrida por un eje serpenteante. En efecto, a la colocación de la casi inestable pierna izquierda, flexionada y adelantada, compensada con el brazo derecho levantado y separado del cuerpo, se contrapone la firmeza de la pierna derecha y la colocación del brazo izquierdo replegado y hacia abajo para sujetar el hábito. Este calculado juego de volúmenes produce un movimiento corporal de ademanes elegantes de reminiscencia manierista.  

El hábito es amplio de hechuras y mangas, con capucho y ajustado a la cintura por un cordón franciscano postizo, cuyos nudos simbolizan la devoción a las cinco llagas de Cristo implantada por San Francisco y los votos de pobreza, obediencia y castidad, formando abundantes y efectistas pliegues que permiten adivinar el trazado anatómico y acentúan su movimiento cadencial en el espacio.

La cabeza, ligeramente ladeada e inclinada al frente, ofrece un esmerado trabajo de talla, con un rostro enjuto de pómulos y mentón acentuados, nariz recta, globos oculares abultados con ojos de cristal y boca entreabierta de labios carnosos, así como un cabello de rizos poco abultados y con el característico bucle sobre la frente, presentando en su parte central una ranura para la colocación de la preceptiva corona. Destaca la gran altura del cuello insertado en el capucho, un artificio fernandino para mantener la armonía una vez colocado en lo alto de un retablo, recurso que el escultor repetiría en otras esculturas de su primera época, especialmente apreciable en las figuras de los arcángeles San Gabriel, San Rafael y San Miguel que se conservan en la iglesia de San Miguel de Valladolid.

Gregorio Fernández utiliza el lenguaje de las manos como medio expresivo. En este caso con dedos gruesos y arqueados, especialmente elegante en la mano que sostiene las flores en el pliegue del hábito, posiblemente influenciado por las que presentan algunos santos del retablo del desaparecido convento de San Diego, para el que pocos años antes había trabajado Pompeo Leoni bajo el mecenazgo del Duque de Lerma.

La escultura conserva la policromía original, en la que, a pesar de ceñirse a la austeridad franciscana, con el hábito en color ceniza, sobre los paños aparecen aplicadas imitaciones de brocados y pedrería en las que se hace aflorar el oro subyacente o se incorporan motivos a punta de pincel, destacando el colorido de las flores, que adquieren el valor de una "naturaleza viva". Por su parte las encarnaciones están trabajadas como pintura de caballete, con las mejillas y labios sonrosados, barba incipiente y las cejas y pestañas delineadas a punta de pincel. En el frente de la peana, sobre un fondo dorado, el santo aparece identificado con letras de gran tamaño.

Todos estos elementos contribuyen a definir una figura juvenil de gran elegancia formal, equiparable en sensibilidad y delicadeza a otras obras que realizara Gregorio Fernández en su primera época, que siempre aparecen bañadas por una aureola de misticismo y melancolía.     


Informe y fotografías: J. M. Travieso.


NOTAS

1 SOBREMONTE, Fray Matías de: Historia del Convento de San Francisco de Valladolid. Manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid con la signatura MSS/19351.
Este manuscrito llegó a la Biblioteca Nacional desde la Biblioteca del Colegio de Santa Cruz de Valladolid. Su titulación exacta es "Noticias Chronographicas y Topographicas del Real y religiosísimo convento de los Frailes Menores Observantes de S. Francisco de Valladolid, cabeza de la Provincia de la Inmaculada Concepción de N. Señora y es su autor Frai Mathias de Sobremonte, indigno Fraile Menor y el menor de los moradores del mismo Convento".

2 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: El escultor Gregorio Fernández. Ministerio de Cultura, Madrid, 1980, pp. 251-252.

3 URREA FERNÁNDEZ, Jesús: En torno a Gregorio Fernández, en El escultor Gregorio Fernández 1576-1636 (apuntes para un libro). Universidad de Valladolid, Valladolid, 2014, p. 45.

























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27 de julio de 2016

25 de julio de 2016

Obras comentadas del Prado: MESA DE LOS PECADOS CAPITALES, de El Bosco



Pilar Silva, Jefe del Departamento de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte y Pintura Española del Museo del Prado, comenta la llamada Mesa de los Pecados Capitales pintada por El Bosco entre 1505 y 1510.

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22 de julio de 2016

Theatrum: EL BEATO DE VALCAVADO, un fascinante códice mozárabe







BEATO DE VALCAVADO
Oveco, monje
970
Pergamino con miniaturas y textos en letra visigótica
Biblioteca del Colegio de Santa Cruz, Universidad de Valladolid
Procedente del monasterio de Valcavado (Palencia)
Arte mozárabe








Biblioteca del Colegio de Santa Cruz, Valladolid

El conocido como Beato de Valcavado o Códice de Valladolid es una de las copias más hermosas de las 30 que se conservan en el mundo, no todas iluminadas, con los famosos Comentarios al libro sagrado del Apocalipsis de San Juan —recopilación de la antigua literatura patrística— realizados por el teólogo y exégeta Beato de Liébana, cuyo nombre sirve para designar de forma genérica a todas las copias que de su obra se hicieron posteriormente, desde el siglo IX al XIII.

Tan peculiar edición, que recaló en Valladolid a principios del siglo XVII, ha conocido a lo largo de su dilatada existencia un buen número de peripecias que nos sirven de punto de partida para acercarnos a conocer su historia, la de su artífice y el contexto en que vio la luz en el oscuro escritorio de un monasterio palentino en pleno siglo X.



Beato de Valcabado, edición facsímil

Hemos de retrotraernos al siglo VIII, cuando tras haber sido invadido el sur de la península por los musulmanes, nobles, clérigos y parte de la población huyen hacia el norte buscando la protección en las zonas más abruptas —Picos de Europa— de León y Asturias. Es entonces cuando en el entorno de Liébana comenzaron a surgir monasterios que acogían importantes bibliotecas, entre ellos el de San Martín de Turieno, que después pasaría a denominarse Santo Toribio de Liébana. Allí aparece para la historia el monje Beato, que tras llegar al monasterio con una comunidad visigoda, en tiempos de Alfonso I, ocuparía los cargos de presbítero y abad, aunque hoy ante todo se le recuerda por ser autor de dos obras literarias paradigmáticas: O Dei verbum, de 785, que incluye un himno al apóstol Santiago cuya difusión antecedió al descubrimiento del sepulcro compostelano en el año 814, y los Comentarios al Apocalipsis de San Juan, cuyo códice original, elaborado el año 776 y no conservado, estaba concebido para combatir la herejía adopcionista1.


La Cruz de Oviedo y el Ejército del Señor
En su códice, Beato copia partes del Apocalipsis de San Juan y las explicaciones a las mismas dadas por los Padres de la Iglesia, dividiendo la obra en doce libros y con una organización en capítulos que incluyen el texto original —storia—, su explicación —explanatio— y las interpretaciones de otros autores —interpretatio—, estando datada la primera edición, como ya se ha dicho, en el año 776. Sobre esta, según algunas versiones, realizó modificaciones en el 784 y 786. Beato de Liébana, cuyas miniaturas mozárabes son precursoras del arte románico, debió morir en los inicios del siglo IX, siendo su obra repetidamente copiada en los siglos siguientes en ejemplares que en su mayoría están firmados y fechados, veintitrés de ellos con bellas iluminaciones iconográficas2.

Dichas ilustraciones constituyen una muestra genuina de la pintura mozárabe hispana, interviniendo en las diferentes copias del original de Beato iluminadores de la calidad de Magio, Florencio, Emeterio o Senior, que siempre respetaron la estructura de las imágenes anteriores, caracterizadas por mantener las pautas de los textos paleocristianos e incluir las tendencias provenientes del ámbito bizantino (aves afrontadas y filas de personajes), del carolingio (trenzados geométricos y cortinajes) y de las miniaturas irlandesas (orlas y grandes letras capitales), así como las propias aportaciones mozárabes (pliegues, tocados y arquitecturas inspiradas en Al Ándalus), mezclándose este conjunto de influencias en los beatos realizados en el siglo X.

Los cuatro jinetes del Apocalipsis
Las escenas se centran en la expresividad y el dramatismo a través de un dibujo plano, hierático y sin sombreados sobre fondos de color intenso. Las figuras aparecen con los contornos del dibujo marcados, colocadas escalonadamente por la superficie, envueltas en esquemáticas vestiduras en las que simples líneas sugieren los pliegues y resaltando los ojos y las manos para establecer la tensión narrativa. Los fondos, que aluden a espacios, celajes o paisajes idílicos, aparecen representados en forma de franjas de diferentes colores, siempre muy vivos y planos, incorporando en ocasiones montañas sugeridas con lóbulos superpuestos, ríos en forma de franjas ondulantes o vegetales muy esquemáticos. En la aplicación del color sobre el pergamino siempre se utilizan pigmentos naturales obtenidos de carbón vegetal, de agalla de encina o de minerales sin mezclar, entre ellos el lapislázuli.

EL CÓDICE DE VALLADOLID

Para conocer la génesis de esta copia de la obra de Beato que se hiciera casi doscientos años después, hemos de trasladarnos a la fértil y hermosa vega del río Carrión, en tierras palentinas próximas a Saldaña, donde en el siglo X se hallaba enclavado el apartado monasterio de Nuestra Señora de Valcavado, en un territorio en el que hasta el siglo XIII se fueron asentando diversos monasterios, entre ellos el de Husillos (fundado en 922), el de San Juan de Saldaña, el de San Salvador de Nogal (ya existente en 1030), el de Santa María de Vega (fundado en 1215) o el de San Zoilo de Carrión de los Condes, por lo que se podría definir la vega del Carrión como una "Tebaida Palentina".
  
El Cordero sobre el monte Sión
De todos ellos, el de Valcavado fue uno de los más antiguos y uno de los que alcanzaron mayor celebridad por un doble motivo: por ser durante varios años, por razones estratégicas, el lugar de residencia de los obispos palentinos, tras ser arrasada la ciudad de Palencia durante la invasión musulmana y estar sin sede episcopal durante más de trescientos años, y por la elaboración entre sus muros del Beato de Valcavado, códice que copiaba los célebres Comentarios al Apocalipsis de San Juan del monje Beato de Liébana, al que la leyenda sitúa residiendo por un tiempo en el monasterio palentino.

Según informa el Cronicón Hispalense, el monasterio de Nuestra Señora de Valcavado fue fundado en el año 641, bajo la regla de San Benito, por el rey godo Chindasvinto, que también realizó otras fundaciones en Tierra de Campos. Trescientos años más tarde, durante el reinado de Ramiro III y cuando estaba al frente del monasterio el abad Sempronio, este encargó al monje Oveco una copia del Beato de Liébana, obra que, según figura en el propio manuscrito, fue comenzada el 8 de junio y terminada el 8 de septiembre del año 970, un periodo sorprendentemente corto para la calidad que presenta el trabajo, en el que también se hace constar —Sempronivs Abba Librvm— el nombre del abad que hizo el encargo.

El códice está compuesto por 230 folios escritos e iluminados, a los que habría que sumar otros 14 desaparecidos, cinco de los cuales posiblemente sean los que presentando genealogías se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid. Los textos están escritos en caligrafía redonda visigótica de tipo menudo y presenta abundantes notas en los márgenes, algunas escritas por el propio Oveco y otras añadidas posteriormente en el siglo XII.

El festín del rey Baltasar
Entre sus mayores atractivos se encuentra la serie de letras capitales, de gran belleza, así como las 87 escenas ilustradas con miniaturas tremendamente expresivas y de excelente calidad, algunas ocupando dos folios consecutivos, con un colorido y un tratamiento del pergamino similar al que presenta el Beato de San Miguel de Escalada, realizado el año 952. En las escenas, pobladas por numerosas figuras humanas y animales, las composiciones simbólicas se articulan sobre bandas irregulares que siguen la tradición de la escuela leonesa creada por Magio, en su mayoría rojas, azules y amarillas, presentando las consabidas influencias islámicas en el diseño de las vestimentas, en las actitudes de los personajes y en los elementos arquitectónicos incorporados.

Las miniaturas denotan una gran soltura en su ejecución en los 92 días en que fueron elaboradas, con los contornos marcados, una gran capacidad de composición de los diferentes temas y un rico colorido de tonos muy vivos, de los cuales los últimos análisis han permitido conocer el uso de azurita, malaquita y cinabrio para la elaboración de pigmentos que después eran aglutinados mediante huevo, miel o cola, con los fondos a menudo barnizados con cera.

Por todas estas características, el Beato de Valcavado está considerado como uno de los códices más interesantes de la cultura y el arte mozárabe, colocando al monje Oveco, su autor, en el grupo de los más destacados pintores miniaturistas de su época, como lo fueran en otros monasterios los ya citados Magio, Florencio, Emeterio y Senior, capaz de respetar el espíritu infundido a su obra por el Beato de Liébana hacia el año 776 en el monasterio cántabro de Santo Toribio, aunque con un gran talento para componer las escenas imprimiendo su sello personal en las sucesivas visiones apocalípticas y en los recursos decorativos propios del siglo X.

La trompeta
Entre la clasificación de los Beatos conservados, en base a su tipo de texto, se han establecido tres grupos o familias que responden a la nomenclatura I, IIa y IIb. Aunque todos ellos respetan la estructura del original, los más valiosos son los caligrafiados y miniados entre los siglos IX y XI, escritos con letra visigótica, mientras que los ejemplares tardíos, de los siglos XII y XIII, lo hacen con letra carolina e incluso gótica.
El Beato de Valcavado de la Biblioteca de Santa Cruz se encuadra en el grupo IIa, al que también pertenecen el Beato de San Miguel de Escalada realizado en 952 (Librería Morgan, Nueva York), el Beato de la Seo de Urgel del año 975 (catedral de Seo de Urgel), el Beato de Fernando I y Sancha elaborado por Facundo en 1047 (Biblioteca Nacional, Madrid), el Beato de Berlín de principios del siglo XII (Biblioteca Nacional de Berlín), el Beato de Silos copiado en 1109 por los monjes Domingo y Muño (British Library, Londres) y el Beato de Navarra de finales del XII (Biblioteca Nacional de París).

PERIPECIAS DEL BEATO DE VALCAVADO

El Beato de Valcavado permaneció en el monasterio de origen hasta el siglo XII, cuando al parecer fue depositado en la iglesia de la población de Valcavado, donde en 1572 fue localizado por el humanista e historiador cordobés Ambrosio de Morales cuando, a petición de Felipe II, emprendió un recorrido buscando libros por iglesias de León, Asturias y Galicia para fundar la Biblioteca de El Escorial. Sin embargo, ese mismo año Teófilo Guerra, arcediano de Valderas y Provisor del obispo de León, lo llevó a la ciudad leonesa para copiarlo, aunque esto no está muy claro. Poco después un secretario de Felipe II lo trasladó a Madrid y a continuación pasó por Toledo con la intención de hacer una edición impresa que no se llevó a cabo.

Colegio de Santa Cruz, Valladolid
En relación con aquel proyecto, a principios del siglo XVII el códice pasó a manos del padre Antonio Padilla, de la Compañía de Jesús, amante de los libros que pretendía realizar una colección de antiguos manuscritos, siendo quien lo trasladara a la biblioteca del Colegio de San Ambrosio que los jesuitas tenían en Valladolid, donde permaneció hasta que en 1767, a consecuencia de la expulsión de los jesuitas por Carlos III, los fondos bibliográficos de dicho colegio pasaron íntegramente a la Universidad de Valladolid, cuya biblioteca ocupa el salón noble del antiguo Colegio de Santa Cruz, lugar donde fue encuadernado en piel roja y donde el Beato de Valcavado se custodia en nuestros días bajo la consideración de ser su principal joya bibliográfica.         


Informe: J. M. Travieso.

Fotos obtenidas de las redes sociales.



Beato de Valcavado. Declaración de autoría
NOTAS

1 La herejía adopcionista, que mantenía la idea de que Jesús no era hijo natural de Dios, sino hijo adoptivo, equiparándole al profeta Mahoma, fue defendida en el siglo VIII por el obispo Elipando de Toledo y el obispo Féliz de Urgel.  Beato intenta en sus comentarios demostrar la naturaleza divina de Cristo.

2 RODRÍGUEZ MARÍN, Pilar: El Beato de Valcavado de la Universidad de Valladolid. En "Conocer Valladolid, V Curso de patrimonio cultural 2011/12", Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción-Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 2012, pp. 137-157.



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20 de julio de 2016

Semblanzas: JUAN DE JUNI, ESCULTOR EN VALLADOLID



Reportaje de Radio Televisión Castilla y León

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18 de julio de 2016

Bordado de musas con hilos de oro: LAS ESTRELLAS, de José Carlos Nistal

LAS ESTRELLAS

Con el sol acostado, que a lo lejos
ofrece su color más satinado;
sin la luz, y con la luna a mi lado
admiro en las estrellas sus reflejos.

Sentados al abrigo de los viejos
adobes de paja, de aquel tapiado,
contemplamos el cielo, estrellado,
con los sueños del mundo a lo lejos.

Recostados en noche de verano,
mirando el firmamento y sus estrellas,
los vemos al alcance de la mano,

percibimos moverse cual centellas,
las fugaces estrellas que al humano
le hacen diminuto como ellas.

JOSÉ CARLOS NISTAL. Publicado en Revista Atticus Seis, enero 2016.

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15 de julio de 2016

Theatrum: SAN ANTONIO ABAD, una atípica imagen de vestir











SAN ANTONIO ABAD
Benito Silveira (San Xulián de Cabaleiros (La Coruña), ?- Santiago de Compostela, 1800)
Segunda mitad del siglo XVIII
Madera policromada con postizos. 
Brazos articulados
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la iglesia de San Martín de Santiago de Compostela
Escultura barroca española del siglo XVIII. Escuela gallega












EN TORNO AL ESCULTOR BENITO SILVEIRA

La personalidad artística de Benito Silveira es todavía una incógnita por resolver, pues de su biografía apenas nos han llegado las escuetas referencias apuntadas por Ceán Bermúdez1 y, en ocasiones, estas han sido puestas en entredicho por algunos historiadores, a lo que se viene a sumar la escasez de obras que se le pueden atribuir con cierto fundamento.

Hemos de retrotraernos al ambiente escultórico de la última fase del Barroco que se desarrollaba en Galicia durante el siglo XVIII, con la ciudad de Santiago de Compostela convertida en su principal foco artístico, donde una de las figuras decisivas en el proceso evolutivo fue Fernando de las Casas, creador de esculturas de gran personalidad y autor de los diseños de retablos cuyas esculturas después realizarían Miguel Romay, Benito Silveira y Diego de Sande, como el retablo mayor de la iglesia de San Martín Pinario (1730-1733) de Santiago de Compostela, una de las obras más importantes de la retablística española del siglo XVIII que anticipa soluciones que quedarían reflejadas en la fachada del Obradoiro.

Poco después se haría efectivo el influjo del rococó y de los ambientes italianos tras la llegada a Santiago de Compostela del escultor napolitano José Gambino, junto al que trabajaba su yerno José Ferreiro2, cuya obra en Galicia llena la segunda mitad del siglo hasta 1830, combinando el clasicismo con la estética dieciochesca derivada del murciano Francisco Salzillo.

Retablo de la iglesia de San Martín, 1730-1733, Santiago de Compostela
En este contexto debemos encuadrar la obra de Benito Silveira, nacido en fecha imprecisa en la población coruñesa de San Xulián de Cabaleiros y formado en Santiago como discípulo del escultor Miguel Romay. Junto a su condiscípulo Felipe de Castro, viajó por Portugal y Sevilla, llegando después a la Corte madrileña de Felipe V para trabajar durante algún tiempo en los jardines del palacio de la Granja de San Ildefonso, tras lo cual regresó a Santiago de Compostela, donde permaneció en la segunda mitad del siglo XVIII trabajando como escultor para obtener lo justo para su subsistencia, motivo por el que son tan escasas las obras realizadas hasta que se produjo su muerte hacia 1800, hallándose repartidas por iglesias de Santiago y Pontevedra.

Benito Silveira realizó esculturas para los retablos colaterales de la iglesia compostelana de San Martín Pinario, así como otras para el monumental retablo mayor que para esta misma iglesia trazara Fernando de las Casas, en cuyo segundo cuerpo, que adopta la forma de transparente, aparecen tres agitadas esculturas ecuestres realizadas por Benito Silveira entre 1730 y 1733: San Martín, santo titular en el centro, Santiago y San Millán a los lados. A ellas se sumaron la Apoteosis de San Martín de la hornacina central, una imagen de San José realizada para el coro y las imágenes vestideras de Santa Bárbara y San Antonio Abad (esta última hoy en el Museo Nacional de Escultura), ambas de carácter procesional. Otras esculturas de Benito Silveira forman parte del retablo mayor de la iglesia de Santa María del Camino de Santiago de Compostela, conservándose también de su mano, en la iglesia de San Bartolomé de Pontevedra, otra versión vestidera de San Antonio Abad.

Benito Silveira. San Antonio Abad, segunda mitad del siglo XVIII
Iglesia de San Bartolomé, Pontevedra
LA MODALIDAD DE IMÁGENES DE VESTIR      

Durante el barroco español, mientras que en los ambientes cortesanos se concedía mayor importancia a la pintura, en los ambientes eclesiásticos predominó la demanda de grandes retablos e imágenes de culto. Dentro de estas últimas, durante el siglo XVI había comenzado a expandirse la modalidad de imágenes "de vestir", también conocidas como "de bastidor", "de devanadera" o "de candelero", esculturas con la cabeza y las manos talladas, en algunos casos incluyendo los pies, que eran ensambladas a un somero maniquí o bastidor formado por listones de madera que después era recubierto por textiles reales para aumentar su aspecto realista. Este recurso conocería tal desarrollo en tierras andaluzas, que en 1590 se llegó a celebrar en Cádiz un Sínodo para corregir los excesos en el decoro —joyas, rostrillos, encajes y todo tipo de aderezos— derivado de la vestimenta de las imágenes.
No obstante, su implantación quedaría consolidada a lo largo del siglo XVII, especialmente aplicada a las advocaciones marianas locales, no faltando obras de grandes maestros, como Gregorio Fernández en Castilla o Martínez Montañés en Andalucía, que ensayaron la aplicación de telas encoladas y tejidos reales superpuestos a un esquemático maniquí tallado, cuyo trabajo escultórico se concentraba en cabezas y manos.

A lo largo del siglo XVIII las imágenes vestideras se popularizaron aún más en infinidad de devociones, especializándose en ellas múltiples talleres que perduraron hasta el siglo XIX, llegando a convertirse en tierras catalanas del entorno de Olot en una verdadera industria, con afamados obradores activos hasta 1936. 
Imagen vestidera, talleres catalanes siglo XIX
Este tipo de esculturas dio lugar a una serie de arquetipos en los que es frecuente que las cabezas se acoplen a un cuerpo geométrico y esquemático que llega a la cintura, con la peculiaridad de sugerir una escueta vestimenta hasta las rodillas en la imaginería catalana y valenciana. Por su parte, brazos, antebrazos y manos adquieren una forma articulada al unirse al cuerpo mediante goznes, bisagras o bolas que presentan una ranura en la que se introduce el vástago de la otra pieza y se sujeta mediante un pasador, recurso que permite a la figura una amplia gama de movimientos. Esta tipología sería muy eficaz en las tallas procesionales, tanto por el ahorro de costes como por tratarse de imágenes livianas de fácil transporte a hombros.


LA ATÍPICA ESCULTURA VESTIDERA DE SAN ANTONIO ABAD

Dentro de la modalidad de imágenes vestideras, el trabajo desplegado por Benito Silveira en el San Antonio Abad del Museo Nacional de Escultura de Valladolid constituye un caso atípico, una auténtica excepción, viniendo a reforzar la afirmación del historiador Alberto Fernández Sánchez de que la imagen vestidera no debe ser considerada simplemente como un arte popular, sino que durante siglos no conoció exclusión social alguna, apareciendo asociada en muchos casos al mecenazgo de las altas esferas de la sociedad.


San Antonio Abad o San Antón fue un monje cristiano que en el siglo IV fundó en Egipto el movimiento eremítico, afirmándose que llegó a vivir hasta los 105 años. En el siglo XII sus reliquias fueron trasladadas a Constantinopla, fundándose poco después una orden que tomó su advocación: la Orden de los Caballeros del Hospital de San Antonio, conocidos como los Hospitalarios, que eligieron como emblema la tau o cruz egipcia. En torno a su figura se difundió la leyenda piadosa de haber curado la ceguera de una piara de cerdos o jabalíes que se le acercó, permaneciendo la madre de los animales durante toda su vida junto al santo para su compañía y defensa.


Por este motivo, se generalizó su iconografía como un anciano venerable —concepto expresado con largas barbas—, revestido con el hábito hospitalario y descalzo, portando el libro de su regla, sujetando un báculo que generalmente lleva un remate en forma de tau y acompañado por un cerdo3 a sus pies. Después se extendería su fama de curador, especialmente relacionada con el ganado y los efectos de la peste, siendo esta la principal causa de la expansión de su culto y de convertirse en un santo muy popular, incorporando al cerdo la esquila con la que solían avisar los apestados.

La escultura de San Antonio Abad de Benito Silveira responde con fidelidad a estos presupuestos iconográficos, aunque con sus propios matices. En líneas generales, está concebida para ser recubierta por el hábito hospitalario en textiles reales y así consumar el simulacro de representar al santo en vida durante su traslado público en procesión. En tal ocasión, su aspecto no distaría mucho del que, convenientemente vestido, ofrece la otra versión realizada por Benito Silveira del mismo santo, obra que en nuestros días recibe culto en la iglesia de San Bartolomé de Pontevedra y que además ofrece el aliciente de conservar los tradicionales atributos del bastón y el pequeño cerdo a sus pies.

Por este motivo, sorprende que Benito Silveira modele, en madera de castaño y a tamaño natural, el cuerpo del fundador de los eremitas con tanta minuciosidad cuando estaba destinado a permanecer oculto, reduciendo los mecanismos del maniquí a los brazos, con articulaciones en hombros y codos mediante rótulas elementales formadas por vástagos sobre ranuras que se sujetan con un pasador. La figura presenta una enjuta anatomía en paños menores, cuya desnudez queda paliada por la superposición de una ajustada camisa ajustada y unos calzones que llegan hasta la rodilla, ambos elementos descritos con minuciosidad en sus aberturas y cierres a base de botonaduras, ofreciendo en estas prendas, a pesar de su simplicidad, una serie de escuetos pliegues y una policromía elemental que refuerzan su naturalismo.

La talla presenta un elegante movimiento cadencial definido por su posición de contraposto, con el cuerpo descansando sobre la pierna izquierda, la derecha flexionada y avanzada, el torso ligeramente girado y los valores de talla concentrados en la cabeza, manos y pies para procurar el mayor naturalismo.
Siguiendo la iconografía tradicional, San Antonio es representado como un venerable anciano con larga barba canosa dispuesta en mechones filamentosos y simétricos trabajados de forma minuciosa, lo mismo que los cabellos, que forman abultados mechones sobre la frente. Su rostro es enjuto y rotundo como reflejo de su vida ascética, acusando los efectos de la edad en la arrugas de la frente y en los pómulos hundidos, destacando una nariz pronunciada y los globos oculares abultados con los ojos muy abiertos, ofreciendo en su aspecto general un gesto meditativo y ensimismado mientras inclina ligeramente su cabeza hacia el libro que sujeta en su mano izquierda.

La minuciosidad de la talla del santo se extiende a las manos, esculpidas hasta el antebrazo —la derecha con los dedos dispuestos para sujetar el báculo—, en las que el escultor define venas y tendones con un realismo que es reforzado por los efectos de las carnaciones de la policromía en las partes que quedarían al descubierto, efecto que se repite en el libro, en cuyas páginas abiertas se puede leer el principio del capítulo III de su regla. En el dorso de las piernas presenta unas partes vaciadas para aligerar su peso, lo que junto a los orificios de la pequeña peana delatan su concepción como imagen procesional4.

La escultura se ha identificado con la que cita Ceán Bermúdez5 como participante en las procesiones de la iglesia de San Martín de Santiago de Compostela, desde donde pasó en fecha imprecisa del siglo XX a la colección del industrial y político gallego Porto Anido, a la que pertenecía cuando en la exposición Galicia renace6, celebrada en 1997, fue atribuida por primera vez al escultor Benito Silveira7. La obra fue adquirida por el Estado en 2002 y destinada al Museo Nacional de Escultura de Valladolid.      
   

Informe y fotografías: J. M. Travieso.


Francisco Zurbarán. San Antonio Abad, 1636
Pabellón de la Meridiana, Palacio Pitti, Florencia
NOTAS

1 CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín: Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Real Academia de San Fernando, Madrid, 1800, pp. 380-381.

2 BELDA NAVARRO, Cristóbal: Los Siglos del Barroco. Ed. Akal, Madrid, 1997, pp. 198-200.

3 Al extenderse la idea del cerdo como un animal impuro, especialmente entre los musulmanes, la presencia de este animal junto a San Antonio Abad implica la redención de su impureza para los cristianos.

4 FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Rosario: San Antonio Abad. En: URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Museo Nacional de Escultura III: La realidad barroca. Valladolid, 2005, p. 50.
   
5 CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín. Ob. cit., p. 381.

6 Catálogo de la exposición "Galicia Renace", Santiago de Compostela, 1997, p. 432.

7 MARCOS VILLÁN, Miguel Ángel: Benito Silveira y su escultura de San Antonio Abad. Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, nº 45, Valladolid, 2010, pp. 61-64.


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