Me tiraste
un limón, y tan amargo,
con una mano
cálida, y tan pura,
que no
menoscabó su arquitectura
y probé su
amargura sin embargo.
Con el golpe
amarillo, de un letargo
dulce pasó a
una ansiosa calentura
mi sangre,
que sintió la mordedura
de una punta
de seno duro y largo.
Pero al
mirarte y verte la sonrisa
que te
produjo el limonado hecho,
a mi voraz
malicia tan ajena,
se me durmió
la sangre en la camisa,
y se volvió
el poroso y áureo pecho
una picuda y
deslumbrante pena.
MIGUEL HERNÁNDEZ (1910-1942)
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