Distintos tipos de bol en rakú |
El término “Rakú” significa placer, satisfacción, y se aplica a una forma de esmaltado cerámico que tiene su origen en Corea, aunque fue en Japón, concretamente en Kioto a finales del siglo XVI, donde un alfarero de origen coreano, llamado Chojiro, realizó las primeras experiencias según una receta personal que como secreto familiar fue transmitido durante 14 generaciones. La elaboración de piezas en rakú constituía un auténtico ritual en el que participaba todo el clan familiar, cuyo objetivo era el goce de las tazas de té al acercarlas finalmente a los labios.
Respecto al contexto, hay que recordar que Japón ha mantenido una estructura feudal hasta las últimas décadas del siglo XX, cuando se produjo, de forma brusca y vertiginosa, el paso de una sociedad artesanal a otra industrial que la ha colocado como uno de los países más avanzados del mundo. A consecuencia de esta transformación, en algunos lugares del territorio nipón perduraron hornos abandonados que estuvieron en plena actividad a principios del siglo pasado y que algunos alfareros consiguieron recuperar, siendo primados por el gobierno en el intento de no perder una artesanía secular, con piezas muy cotizadas en todo el mundo y cuya forma más difundida es el bol o “chawan” (cuenco sin asas).
Bernard Leach en su taller |
En la actualidad la técnica del rakú es practicada por numerosos ceramistas que la aplican con ligeras variantes, aunque las bases de esta actividad siguen siendo los barros especiales, los esmaltes cuya composición forma parte del recetario personal de cada alfarero y los hornos adecuados para una fácil manipulación. A pesar de que en todo el proceso rige el elemento sorpresa, la técnica permite la consecución de un acabado final con atractivos craquelados y espectaculares brillos metálicos en los recipientes.
Proceso de
elaboraciónRecipientes en rakú con efecto craquelado
Las piezas se tornean o modelan a mano al modo tradicional y se las deja secar. La primera parte del proceso es someterlas a una primera cocción en el horno (bizcochado) a una temperatura de unos 900 grados. Al sacarlas del horno se produce la oxidación, con lo que el barro toma su color natural.
A continuación, según el objetivo decorativo final, se aplican a las piezas —generalmente a punta de pincel, por inmersión o por derrame— una serie de esmaltes de tipo vidriado cuyos dibujos y trazos responden al diseño concebido por el propio artesano, sin que necesariamente ocupen toda la superficie de la pieza. En estos predominan dos tipos: los que producirán un acabado en tonos blanquecinos o bien diferentes tonos metálicos. Cada artesano realiza la mezcla de sus propios esmaltes según su recetario secreto, disponiendo de una carta de colores de referencia que ha ido configurando con sus experiencias, de modo que conoce qué combinaciones químicas producirán distintos tonos de blanco o todo un repertorio de colores metálicos, como dorados, plateados, cobrizos, azulados, verdosos, rojizos, etc. No obstante, hay que señalar que en el acabado final es inevitable el efecto sorpresa, debido a la reacción de los esmaltes al fuego, al aire y al agua.
Aplicados los esmaltes vidriados y una vez que las piezas están completamente secas, se las somete a una segunda cocción que alcanza entre los 900 y 1000 grados. Para ello se utilizan hornos específicos de discreto tamaño y diferentes formas (prismáticas, cilíndricas, etc.). Estos constan de una base de material refractario, frecuentemente ladrillos, y paredes recubiertas igualmente de material refractario. Por debajo del horno o en la parte inferior de una de las paredes se deja una oquedad para la colocación del quemador, generalmente de gas, aunque en el proceso tradicional el horno era alimentado por leña colocada en la parte inferior. Igualmente, a una altura superior, se deja otro hueco para introducir el controlador de temperatura y en la parte superior una perforación para la salida de gases.
Recipientes en rakú con reflejos metálicos |
Cuando la temperatura alcanza los 1000 grados y las piezas están incandescentes, el proceso de cocción se interrumpe bruscamente. El horno se abre y mediante pinzas o tenazas metálicas se extraen una a una las piezas, que pasan a ser enterradas en un lecho de hojarasca, virutas, serrín o papel triturado en huecos excavados en el suelo, colocando sobre ellas un elemento de cierre que impida la entrada de oxígeno del exterior (actualmente muchos alfareros también utilizan bidones con su correspondiente tapa). En ese momento las piezas sufren una reacción distinta a la oxidación de una cochura normal: la reducción por ausencia de oxígeno.
Esta reacción química produce que el barro adquiera un color prácticamente negro, que los esmaltes metálicos adquieran todo su brillo y tonalidad, y que los esmaltes blancos destaquen sobre la superficie negruzca del barro. Referente al acabado del color blanco y de otros colores opacos, es habitual que los alfareros, cuando sacan las piezas incandescentes del horno, las dejen reposar por unos instantes en el exterior, produciéndose por el contraste de temperatura el craquelado del esmalte, consistente en la formación en la superficie de una especie de grietas muy apreciadas por los alfareros en la búsqueda de belleza. En ocasiones esta reacción se refuerza introduciendo las piezas en agua para su enfriamiento antes de ser enterradas.
Distintos tipos de acabado en rakú |
En nuestro tiempo las piezas de rakú han perdido su carácter utilitario para pasar a ser meramente decorativas. Una vez conocida esta técnica por los amantes de la cerámica, será fácil reconocer las piezas elaboradas de esta manera y valorarlas en su justa medida, tras conocer el esfuerzo y la maestría que hay detrás de cada una de ellas. Será el momento, como el término rakú indica, de disfrutarlas con satisfacción.
Informe: J. M. Travieso.
Piezas incandescentes en un horno de rakú |
Pieza sacada del horno para ser enterrada para su reducción |
Pieza reducida mostrando reflejos metálicos antes de ser lavada |
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