CRISTO DE CARRIZO
Autor anónimo. Taller de eboraria de San Isidoro de León
Último cuarto del siglo XI
Marfil con incrustaciones de oro y azabache
Museo de León
Arte Románico
Es curiosa la fascinación que pueden llegar a producir algunas esculturas románicas, cuando parecería normal que desde un punto de vista formal no fuesen fácilmente aceptadas por su esquematismo, frialdad y formas desproporcionadas, en definitiva, por su falta de naturalismo. Sin embargo, algunas piezas tienen algo que no se puede explicar muy bien, eso que en España denominamos “duende”, que a pesar de su aparente ingenuidad llegan a cautivar y a emocionar a través de ese impulso vital que ha proporcionado el arte desde que el mundo es mundo. Una obra paradigmática de ese atractivo de lo “imperfecto” es el Cristo de Carrizo, capaz de transmitir con su simpleza una idea certera del contexto histórico-cultural en que fue realizada.
UNA ÉPOCA, UN ESTILO
La escultura románica se desarrolla en Europa durante los siglos XI y XII e inicia su lenta evolución al Gótico transcurrida buena parte del XIII. Nos referimos a Europa porque en este período, aún con todas sus fronteras en liza, la cultura aparece como elemento unificador: en todos los países se construye y decora según las pautas de un mismo estilo, el Románico, se utiliza como lengua común el latín, se escribe de forma estándar en letra carolina, se canta el canto llano gregoriano y la peregrinación religiosa se convierte en una experiencia particularmente intensa. Remitiéndonos a España, la vía de penetración de todos estos aspectos se produce a través de la Ruta Jacobea y se reafirman frente a la cultura islámica a medida que se iban conquistando nuevos territorios.
Los artistas plásticos de este tiempo trabajan al servicio del dogma religioso. Poco importa el naturalismo o la imitación del mundo real si lo que se ofrece es un símbolo comprensible por muy convencional que sea. Para ello, el artista deforma la realidad para conseguir un mayor impacto emocional, encontrando una vía en la simplicidad y el geometrismo, en la abstracción en definitiva.
Respecto a la figura humana no se establecen leyes estéticas a través del canon, las proporciones y el movimiento, al contrario, predomina la rigidez y el hieratismo que paradójicamente proporcionan mayor solemnidad, las escenas se conciben frontalmente en un plano único, se adaptan al marco en que se ubican, prevalece la simetría y las figuras simplemente se orientan a transmitir contenidos didácticos, lo que lleva a jerarquizar el tamaño de los personajes de cada historia. Poco importa el rigor anatómico cuando las directrices eclesiásticas destierran el uso del desnudo, sólo aplicado en el caso de los crucifijos y de forma antinatural (maiestas domini: Cristo vivo, el propio cuerpo es la cruz, sin peso y sin dolor), prefiriendo la envoltura en esquemáticas vestiduras ajenas a las leyes físicas. El escultor tan sólo quiere hacer comprensible lo que es pecado y lo que es virtud para facilitar el fatídico trance del Juicio Final con el que se amenazaba desde los púlpitos, nunca convertir su obra en un icono a venerar en un ejercicio de idolatría.
En todo ello se aprecia un alto contenido intelectual, produciendo emocionalmente en los espectadores el mismo tipo de respuesta que en nuestro tiempo lo hacen los logotipos y la publicidad inductiva, de ahí el interés por los colores de la policromía. En sus aspectos formales los escultores recurren a la herencia del arte paleocristiano, a los modelos de las miniaturas prerrománicas y sobre todo a las formas del arte bizantino, especialmente de los marfiles. Todas estas consideraciones están a flor de piel en el Cristo de Carrizo, que por ello viene a convertirse en el icono de una época.
EL CRUCIFIJO DE DON FERNANDO Y DOÑA SANCHA (Hacia 1060)
Durante el primer románico se tiene constancia de la existencia de un taller leonés de marfiles en torno a San Isidoro del que se conservan testimonios dispersos, aunque todos de extraordinaria calidad. Sobresalen los crucifijos que presentan, como marca de la casa, las pupilas formadas por incrustaciones de negro azabache y una serie de cavidades posteriores destinadas a contener reliquias.
Uno de ellos es el Crucifijo de Don Fernando y Doña Sancha, que procedente de la Colegiata de San Isidoro de León se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. Fue encargado por el rey Fernando I de Castilla y su esposa doña Sancha hacia la década de 1060 y responde al estereotipo desarrollado por la iconografía románica como Maiestas domini, caracterizados por su hieratismo, su disposición simétrica, el uso de cuatro clavos, lo que permite la colocación recta de las piernas, la ausencia de peso en el cuerpo, que no aparece vencido y permite que los brazos, siguiendo la ley de adaptación al marco, tengan el mismo trazado que la cruz, actitud serena carente de dolor, los ojos muy abiertos como símbolo de victoria sobre la muerte y un faldellín o perizoma de pliegues esquemáticos que le llega a las rodillas.
Esta pieza no llega al medio metro de altura y está concebida como un relicario (estauroteca), ya que muestra una anatomía esquematizada con pequeños huecos para reliquias en la parte dorsal, por su primor posiblemente para un Lignum crucis. El modelo de crucifijo está más humanizado que en otros contemporáneos, con la cabeza de Cristo inclinada hacia la derecha en gesto de resignación y cierto afán naturalista en el trabajo de los cabellos y la barba de rizos, así como en el minucioso nudo del perizoma o paño de pureza.
El crucifijo conserva la cruz, tallada enteramente por su anverso y reverso. En la parte frontal, una suave decoración de motivos vegetales que ocupa la parte central contrasta con otra más profunda que adopta una forma de orla y recorre el perímetro de la cruz. En ella se representa una escena del Juicio Final, con los cuerpos saliendo de los sepulcros y grupos de bienaventurados y condenados con anatomías distorsionadas entre distintos animales.
A los pies de Cristo aparece una iconografía frecuente en el Románico, la leyenda medieval que consideraba que el árbol de la Cruz había germinado sobre el sepulcro de Adán, que aquí aparece representado para simbolizar la Crucifixión como el momento redentor del Pecado Original y a Cristo como salvador de los hombres. Más abajo una inscripción muestra la identidad de los donantes: Fredinandus Rex Sancia Regina.
En la parte superior, sobre la cabeza de Cristo se lee otra inscripción, “Jesús nazareno rey de los judíos”, y encima un profundo relieve que representa a Cristo resucitado elevando su cabeza hacia una paloma, símbolo del Espíritu Santo.
En su parte trasera la cruz se decora con los símbolos del Tetramorfos en los extremos de los brazos, el Cordero Místico en el centro y una abigarrada composición de personajes y animales entre formas vegetales de inspiración oriental.
La originalidad de este relicario, su exquisitez técnica y la belleza formal de su tímido naturalismo convierten este crucifijo elaborado en el taller leonés en una obra capital de la escultura románica en España.
EL CRISTO DE CARRIZO
Otra obra salida de este taller leonés, siguiendo las mismas pautas que el crucifijo anterior, es el Cristo de Carrizo, una de las piezas capitales del Museo de León que procede del monasterio de monjas cistercienses de Santa María de Carrizo de la Ribera, en la provincia de León, construido en el siglo XII por orden del conde Ponce de Minerva.
Es una pequeña figura de 33 cm., de la que no se conserva la cruz, que por su evolucionada talla se viene atribuyendo a un discípulo o seguidor del autor del Crucifijo de Don Fernando y Doña Sancha y que por su carácter de relicario algunos identifican con el “lignum domini Crucifixo decoratum” que el obispo don Pelayo legara por vía testamentaria en 1073 a la catedral de León.
El crucifijo sigue una rigurosa ley de frontalidad y todos los componentes de su configuración anatómica están completamente desproporcionados, destacando el tamaño y el fino trabajo de la cabeza que, ligeramente ladeada, presenta unos grandes ojos abiertos, de mirada penetrante, formados por incrustaciones de azabache sobre cabujones de oro insertos en las pupilas, nota peculiar del taller leonés, boca contraída y larga nariz afilada, melena de trazado simétrico y organización geométrica, con raya al medio y doce mechones, largos y ceñidos, ordenados hacia atrás hasta caer por los hombros, así como una vistosa barba formada de nuevo por doce guedejas muy estilizadas, linealmente descritas y con las puntas rizadas, a las que se superpone un fino bigote.
El resto de la anatomía es muy esquemática, con una exagerada rigidez corporal que apenas rompen los delicados pliegues del perizoma, que en este caso presenta ribetes con huecos en los que se insertaron piedras preciosas, hoy desaparecidas, que junto a otras ubicadas en la orla del soporte en que apoya los pies, reforzarían el aspecto de rico relicario. En efecto, el hecho de no conservar la cruz permite apreciar las oquedades del dorso, en la espalda y bajo las rodillas, para albergar pequeñas reliquias, detalle facilitado por la instalación del Museo mediante la colocación en su nueva vitrina de una cruz transparente y un espejo retrovisor.
Reliquias desconocidas, anatomía arcaica, frontalidad extrema, primitivismo formal, cruz y gemas perdidas, ¿acaso todo esto puede ser atractivo? Desvelemos el misterio de esta imagen que sigue cautivando a todos con su mirada enigmática. El Románico expresa a través de los números valores trascendentes y en el Cristo de Carrizo se repite el número 12. Doce apóstoles, doce frutos del Espíritu Santo, doce tribus de Israel, doce meses del año, doce signos del Zodiaco, doce frutos del Árbol de la vida. Doce es el símbolo del orden cósmico y de Cristo Cronócrator, es decir, dominador del tiempo. Ahí está la clave que pretendía su autor. Sin duda lo consiguió, consiguió con estas claves ocultas que fuera admirado año tras año desde el siglo XI.
¿O es posible que su auténtico encanto radique en su elegante sencillez, en la sinceridad que transmite, en su autenticidad artística, en su mirada limpia y sincera? Para salir de dudas acércate a León.
Ilustraciones: 1 y 2 Detalle de la cabeza del Cristo de Carrizo, Museo de León. 3 Crucifijo de don Fernando y doña Sancha, Museo Arqueológico Nacional, Madrid. 4 Cristo de Carrizo, Museo de León. 5 Detalle del faldellín del Cristo de Carrizo, Museo de León.
Informe de J. M. Travieso.
Fotografías extraídas de la web de Carlos Rodríguez González (Theo) y modificadas con Adobe Photoshop.
* * * * *
Fotografías extraídas de la web de Carlos Rodríguez González (Theo) y modificadas con Adobe Photoshop.
* * * * *
¡Qué bueno¡; a ver si se habla más de estas cosas en internet y se tira a la basura tanta porqueria de cotilleo y faltas de ortografía espantosas y brutales propias de severos analfabetos ( y con perdón de los verdaderos analfabetos que no tenían antes opción de aprender a leer y escribir en escuelas).
ResponderEliminarMuchas gracias por el artículo,necesitaba información sobre la eboraria románica y este blog me ha venido genial.
ResponderEliminarjajaja
ResponderEliminarHola, buenas tardes, siendo de Carrizo de la Ribera solo quería comentar que el Cristo de Carrizo fue ARREBATADO a las monjas del convento por el Museo de León, ni donado, ni regalado, ni nada de nada, se lo robaron a las pobres monjas.
ResponderEliminarSiendo como eres de Carrizo de la Ribera deberías saber que el Cristo ingresó en el Museo de León POR COMPRA en 1874.
ResponderEliminarEsta información me ha venido genial para mi trabajo de historia.
ResponderEliminar