Quienes pasan junto a los muros de tapial del convento de la Concepción del Carmen, en la Rondilla, conocido popularmente como el convento de Santa Teresa, se encuentran con una cruz de madera incrustada en ellos. Y debajo una lápida de piedra con una inscripción incisa que a primera vista puede parecer una oración, ya que está presidida por el emblema de la orden carmelitana, pero si uno se acerca puede comprobar que se trata de un hito que, con las abreviaturas habituales de la escritura barroca, indica la altura que alcanzaron unas aguas furiosas: “Aqvi llego el Pisverga a 4 de febrero año 1636. Alavado sea el Santísimo Sacramento”.
Pasear por la ribera del río en la actualidad a su paso por la ciudad, sobre todo en las estaciones de verano y otoño, puede deparar distintas sorpresas románticas, como encontrarse surcando las aguas a “La Leyenda del Pisuerga”, barco que realiza trayectos turísticos, afiladas embarcaciones pertenecientes a los miembros del Club de Piragüismo y marineros vocacionales y parejas enamoradas a bordo de sencillas barcas de remos de alquiler. Pero también una gran variedad de flora y fauna, como agrupaciones de lirios y grupos de patos como los que figuran en la ilustración 3. Pero no hay que dejarse engañar por esas aguas tranquilas porque todos los años en invierno, tras el deshielo en el norte de Palencia, las aguas aumentan de caudal y en ocasiones se enfurecen y amenazan, causando auténticos quebraderos de cabeza a los habitantes de sus orillas y más allá. A ello se refiere la inscripción de la Rondilla de Santa Teresa.
Pasado el 20 de enero de aquel año de 1636, las aguas del Pisuerga comenzaron a bajar turbias y abundantes, hecho que fue recibido incluso con cierta alegría por buena parte de los ciudadanos de Valladolid, que todavía tenían en su memoria los catastróficos efectos producidos, hacía tan sólo cinco años, por la devastadora sequía que se había prolongado desde 1629 a 1631, provocando, tras la pérdida de las cosechas, una situación angustiosa de hambre y miseria, llenando las calles de la ciudad de personas desesperadas, especialmente aquellas pertenecientes a las clases más desfavorecidas, que llegaban a morir literalmente por desnutrición.
Pero de un día para otro la abundancia de agua se tornó en alarma, ya que al rápido deshielo en la zona norte palentina, que hacía subir día a día el nivel del Pisuerga a su paso por Valladolid, se vino a unir una lluvia persistente que no paró durante más de dos días, lo que hizo cuadriplicar la anchura natural del río, anegando, a su paso por la ciudad, el entorno de los conventos más próximos, como San Agustín y San Benito, así como algunas calles del barrio de Tenerías, vecinas de la parroquia de San Ildefonso.
Pero hubo más. Justamente durante esos días grises y lluviosos, con tintes de malos presagios para las mentes supersticiosas, una noticia luctuosa vino a sacudir la vida cotidiana de Valladolid, corriendo de boca en boca primero por el barrio de San Ildefonso y después por toda la ciudad: en aquel plomizo 22 de enero de 1636 fallecía el escultor Gregorio Fernández en su casa de la calle del Sacramento (actual Paulina Harriet). Desaparecía el timón artístico que marcaba el rumbo de los talleres de imaginería activos en la ciudad y desaparecía una persona que demostró a lo largo de su vida una gran generosidad, como se evidenció en aquellos días de hambruna tan cercanos. Toda la ciudad lo lamentó sinceramente, pues una cosa y otra venían a enrarecer el momento de decadencia económica que vivía la ciudad.
En los días sucesivos, la fuerza y el caudal de las aguas se hizo imparable, pero no sólo en el Pisuerga, sino también en los diferentes ramales del Esgueva, que vinieron a complicar la situación al no poder evacuar sus aguas debido a la crecida, desbordándose el cauce en todas las direcciones. Al cabo de una semana y ante la impotencia de sus moradores, comenzaron a arruinarse muchas viviendas de las zonas anegadas, sobre todo aquellas construidas en adobe.
Pero sería el 4 de febrero cuando la bravura de las aguas alcanzó su punto culminante. Ese día el caudal del Pisuerga había subido hasta 12 metros, rebasando el Puente Mayor e inundando a su paso las dos orillas. En la ribera derecha del río, al otro lado del puente, se vieron dañados el monasterio de los Santos Mártires, los conventos de la Victoria y San Bartolomé, el hospital de San Lázaro y la huerta del Palacio de la Ribera, con sus embarcaderos y el ingenio que desde hacía casi veinte años suministraba el agua subiéndola del río.
Ni que decir tiene que en el entorno del centro urbano el desastre fue aún mayor. Se inundó el convento de Santa Teresa, en cuyo muro fue colocado posteriormente el testigo con el que empezamos esta crónica, y buena parte del humilde caserío circundante, donde los efectos de la inundación fueron desastrosos; las aguas penetraron en el convento de San Nicolás y en el colegio de San Gabriel; el convento de San Quince, a excepción de la iglesia, quedó completamente arruinado; las aguas anegaron los bajos del Palacio del Conde de Benavente y penetraron igualmente en las dependencias de San Agustín y San Benito, donde causaron verdaderos destrozos. Finalmente, los niveles de agua cubrieron la plaza de la Rinconada, por detrás del Ayuntamiento.
Río abajo, se vieron afectadas seriamente la iglesia de San Lorenzo, la Cárcel de la ciudad y la Casa de la Moneda (los tres edificios en la calle de San Lorenzo), lo mismo que el Corral de Comedias (en la actual Plaza de Martí y Monsó), llegando a rebasar las aguas el pretil del Espolón Viejo (parte trasera de la actual Academia de Caballería, donde confluía el ramal sur del Esgueva).
Como ya se ha citado, otro barrio muy afectado fue el de San Ildefonso y los alrededores de las Tenerías, que supuso la ruina para aquellos activos talleres. Algo más al sur las aguas hicieron inhabitable el convento de Capuchinos (calle Capuchinos Viejos), viéndose obligadas las comunidades religiosas a poner a salvo sus bienes más preciados en conventos alejados del río.
Otras tantas calamidades provocaron las aguas ramificadas del Esgueva, que convertidas en enormes lagunas anegaron buena parte del centro urbano. El ramal que discurría más al norte derribó las tapias del convento de la Madre de Dios y arruinó numerosas casas de la Solana Alta (calle Marqués del Duero) y de las calles Esgueva, Moros y Carnicerías, que se convirtieron en pocos días en canales venecianos. También se inundaron las calles del Cañuelo (tramo de la calle de las Angustias próximo a la iglesia), Cantarranas (Macías Picavea), la Costanilla (Platerías), Especería y la Rinconada, donde las aguas se juntaban a las del Pisuerga. Los efectos del ramal sur igualmente fueron muy perniciosos, destruyendo la enfermería del convento de San Felipe de la Penitencia (en la actual Plaza de España).
El balance de la fatídica quincena no pudo ser más desolador. Fallecieron sepultadas entre los escombros y arrastradas por el agua 150 personas. Según un informe enviado al Rey se afirma que el agua inutilizó 20 iglesias, 12 conventos y numerosas dependencias oficiales, provocando el derrumbe de 500 casas, aunque las heridas de ruina afectaron a más de 800. Las pérdidas de productos almacenados en bajos y bodegas fueron inmensas, provocando la ruina de numerosas familias. En las Actas Municipales se hace constar que la ciudad está en un estado de postración “tan grande que es imposible explicarle”.
La ocasión también puso de manifiesto la solidaridad vecinal, en algunos casos con comportamientos heroicos, aunque igualmente se dieran casos esporádicos de pillaje. Algunos vallisoletanos devotos en aquella sociedad sacralizada, acudieron temerosos a pedir la intercesión de la Virgen de San Lorenzo, patrona de los aguadores, cuya imagen había sido puesta a salvo precipitadamente en la iglesia de la Pasión, siendo trasladada después, con toda solemnidad, hasta la Catedral.
En los siglos sucesivos el Pisuerga hizo nuevas incursiones con vehemencia, como ocurriera en 1739 y 1788, pero nunca como en aquella ocasión. Es fácil imaginar el pulso parado de la ciudad ante semejante amenaza, ya que la última ocasión en que las aguas llegaron desafiantes es muy reciente, concretamente el 6 de marzo de 2001, aunque ante aquella amenaza permanente se han realizado en las riberas obras públicas de contención que impiden que la fuerza de aquel desastre se repita.
Al recuperar en la memoria aquellos fatídicos días, queremos tener un recuerdo para aquellos vallisoletanos desesperados que vivieron sentimientos tan intensos y para los ciudadanos generosos que mostraron su solidaridad en aquella fecha sombría que con tanta discreción aparece escrita en el austero muro del convento fundado por Santa Teresa en Valladolid.
Ilustraciones: 1 y 2 Lápida del convento de Santa Teresa. 3 Fauna en el río Pisuerga. 4 La calle Esgueva inundada en 1924. 5 La Rosaleda anegada el 6 de marzo de 2001 (Foto J. Gómez). 6 El Pisuerga a su paso por el Puente Mayor de Valladolid en enero 2010.
Informe y fotografías 1, 2, y 3: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual - Código: 1104108944835
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