Pese a las reformas y modificaciones realizadas a lo largo del tiempo en los inmuebles que configuran la céntrica Plaza del Ochavo, remodelada después del incendio de 1561, se ha respetado la presencia de una argolla que pende sujeta de una corta cadena sobre uno de los soportales. En torno a tan insignificante motivo, que suele pasar desapercibido, se fraguó una leyenda que rememora uno de los casos reales más polémicos de la historia de Castilla en el siglo XV, aquel que culminó en 1453 con la ejecución del poderoso don Álvaro de Luna y la Plaza del Ochavo de Valladolid como escenario.
TRAS EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
En la madrugada del día 22 de junio de 1453, en una apacible noche de verano, la calle Francos de Valladolid (actual Juan Mambrilla) conocía un movimiento nocturno poco habitual. Todo ello se debía a que en la casa de don Alonso de Zúñiga pasaba su última noche el Condestable don Alvaro de Luna después de ser sentenciado a muerte.
Desde su apresamiento el 8 de mayo en la casa de Pedro de Cartagena en Burgos, donde se hospedaba, se habían ido sucediendo una serie de desafortunados acontecimientos. Tras ser conducido prisionero al castillo de Portillo, se reunió en Fuensalida un tribunal especial nombrado por el rey Juan II para juzgarle. Sin respetar las reglas y procedimientos judiciales, le sentenciaron a ser degollado públicamente acusado de tiranía, usurpación de la corona y enriquecimiento personal, además de ser confiscados todos sus bienes. Todo ello obedecía a la conjura de un grupo de nobles que, teniendo motivos más que suficientes para estar disconformes con los modos de gobierno de don Álvaro, conseguían con estas acusaciones acabar con el inmenso poder que había acumulado por la confianza en él depositada por el rey.
TRAS EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
En la madrugada del día 22 de junio de 1453, en una apacible noche de verano, la calle Francos de Valladolid (actual Juan Mambrilla) conocía un movimiento nocturno poco habitual. Todo ello se debía a que en la casa de don Alonso de Zúñiga pasaba su última noche el Condestable don Alvaro de Luna después de ser sentenciado a muerte.
Desde su apresamiento el 8 de mayo en la casa de Pedro de Cartagena en Burgos, donde se hospedaba, se habían ido sucediendo una serie de desafortunados acontecimientos. Tras ser conducido prisionero al castillo de Portillo, se reunió en Fuensalida un tribunal especial nombrado por el rey Juan II para juzgarle. Sin respetar las reglas y procedimientos judiciales, le sentenciaron a ser degollado públicamente acusado de tiranía, usurpación de la corona y enriquecimiento personal, además de ser confiscados todos sus bienes. Todo ello obedecía a la conjura de un grupo de nobles que, teniendo motivos más que suficientes para estar disconformes con los modos de gobierno de don Álvaro, conseguían con estas acusaciones acabar con el inmenso poder que había acumulado por la confianza en él depositada por el rey.
El día había sido muy ajetreado. Una comitiva de soldados y franciscanos, al mando de don Diego de Zúñiga, había escoltado con discreción a don Álvaro desde su prisión en el castillo de Portillo hasta Valladolid para ejecutar la sentencia. Durante el camino, cuando el fraile Alonso de Espina reveló al condenado el destino que le esperaba a su llegada, don Álvaro lo aceptó con resignación y le pidió que no se apartara de él. Pero una vez en Valladolid fue conducido a la residencia de don Alonso Pérez de Vivero, ministro del rey y contador mayor del reino, al que don Álvaro había ordenado matar en su propio palacio el 30 de marzo de aquel mismo año. Allí, ante lo que suponía una afrenta, fue recibido con insultos y amenazas por parte de la viuda y los criados en medio de una tensa situación, por lo que se optó por conducirle a la casa de los Zúñiga.
Aquella noche, junto a la puerta de este palacio y en el amplio zaguán permanecía de guardia un retén que controlaba las entradas y salidas. Muy de madrugada, cuando el cielo comenzaba a clarear, el reo hizo confesión, oyó misa y comulgó acompañado de su paje Morales, tras lo cual solicitó un plato de cerezas y un vaso de vino como última voluntad. Hacia las nueve de la mañana don Álvaro, cubierto con una gran capa negra y a lomos de una mula, fue conducido por las calles de Valladolid hacia el patíbulo. En la cabecera del cortejo y realizando paradas similares a las que actualmente se realizan en el Pregón de las Siete Palabras, un pregonero iba voceando la sentencia. En una de las paradas, el pregonero se equivocó al leer el texto diciendo “servicio a la corona” en lugar de la verdadera expresión escrita “deservicio a la corona”. Don Álvaro se dirigió a él y le dijo: “Bien dices hijo, por los servicios me pagan así. Más merezco”.
Después de recorrer las calles de Francos (Juan Mambrilla), Esgueva, Angustias, Cañuelo, Cantarranas (Macías Picavea) y Costanilla (Platerías), la comitiva llegó a la plaza del Ochavo, junto a la Plaza del Mercado (Plaza Mayor), donde se había levantado un cadalso formado por un tablado sobre un soporte de piedra. En él estaba colocada una cruz, dos teas a los lados, una alfombra en el suelo y un madero con un garfio en lo alto. El deseo de ver a quien durante tanto tiempo había gozado de los favores del rey, que ahora le condenaba, hizo que la plaza estuviera muy concurrida de ciudadanos expectantes.
Cuando subió al cadalso hizo una reverencia a la cruz y dirigiéndose a su paje Morales se quitó el sombrero y el anillo y se los entregó diciendo: “Esto es lo postrero que te puedo dar”. El llanto y la pena del mozo emocionaron a todos los presentes creando un ambiente desolador. Don Álvaro levantó su mirada al cielo y vio el garfio de hierro (garvato) clavado en lo alto del madero. Dirigiéndose al verdugo le preguntó para qué era aquello. Cuando el verdugo le respondió con pesar que estaba preparado para colocar su cabeza, don Álvaro le expresó: “Después de yo muerto, del cuerpo haz a tu voluntad, que al varón fuerte ni la muerte puede ser afrentosa, ni antes de tiempo y sazón al que tantas honras ha alcanzado”. Acto seguido, colocándose bien la ropa sacó una cinta del pecho y se la entregó al verdugo diciendo: “Átame con ella, y te ruego mires si traes tu puñal bien afilado, porque pronto me despaches”. El verdugo le ató las manos, le desabrochó la camisa y puso su cabeza sobre la alfombra. De un corte certero le degolló entre los rezos de los frailes asistentes y a continuación le decapitó, siendo la cabeza mostrada a los presentes en lo alto del palo. Allí permaneció expuesta los nueve días siguientes, mientras el cuerpo fue retirado el tercer día.
Junto al cadalso, como era costumbre, se colocó una bandeja de plata para recoger limosnas para sufragar el entierro, que en esta ocasión se llenó de monedas. Como era preceptivo, el cuerpo fue trasladado en unas andas por los frailes de la Misericordia hasta la iglesia de San Andrés, por entonces una ermita situada a extramuros de la ciudad, en cuyo recinto se venía dando enterramiento a los ajusticiados y malhechores.
Pasados dos meses, el cuerpo y la cabeza fueron trasladados en solemne procesión, con la asistencia del rey, prelados y caballeros, hasta el convento de San Francisco (en la actual Plaza Mayor). Tiempo después un hermano de don Álvaro, don Juan de Zerezuela, trasladó los restos hasta la capilla que fundara el Condestable en la catedral de Toledo, donde descansa junto a su segunda mujer, doña Juana de Pimentel, que desde la ejecución de su marido firmó siempre sus documentos con el sobrenombre de "La Triste Condesa", y sus hijos don Juan y doña María, en elegantes sepulcros de mármol y alabastro. Aunque los bienes de la familia fueron confiscados, lograron conservar las posesiones que doña Juana de Pimentel llevó como dote, entre las que se incluía la villa abulense de Arenas y su castillo.
El rey Juan II enfermaría poco después de la ejecución, según algunos debido al remordimiento, tornándose su carácter en melancólico y ausente hasta su fallecimiento el 21 de julio del año siguiente.
Del relato se desprende que la argolla que pende en la Plaza del Ochavo no se utilizó durante la ejecución. Existen testimonios de que antaño la cadena aparecía colgada de la boca de un mascarón o busto de bronce colocado dentro de una tarjeta. En opinión de Sangrador y Vítores estos elementos fueron colocados por el Supremo Consejo de Castilla hacia el año 1658, dos siglos después del suceso, como forma de redimir la memoria de lo que interpretaron como una injusta sentencia pronunciada contra don Álvaro de Luna, al que consideraban leal y fiel vasallo del rey Juan II, aludiendo la argolla colocada en la boca a la falsedad con que declararon los testigos.
Tampoco se puede afirmar con certeza la fecha exacta de la ejecución, proponiendo unos historiadores el 2 de junio y otros el 5 de julio, aunque hemos elegido el 22 de junio, sábado, porque es la fecha que declara el padre Alonso de Espina, testigo presencial del ajusticiamiento.
El caso de don Álvaro de Luna fue utilizado como inspiración para mostrar en su tiempo lo variable de la fortuna, pasando bruscamente del mayor poder a la ruina. Incluso Jorge Manrique alude en sus “Coplas” al drama del Condestable para presentarle como símbolo de la brevedad de las glorias mundanas.
De igual manera, el caso fue recogido en variadas leyendas, como la de la hechicera de Valladolid que vaticinó su defunción. Ante la pregunta de don Álvaro sobre su final, la vidente le predijo su muerte en cadalso, respuesta que interpretó como la villa de Cadalso, uno de los pueblos de su señorío de Escalona, junto a Toledo, que nunca más quiso visitar.
EN TORNO A DON ALVARO DE LUNA
Don Álvaro de Luna había nacido en Cañete (Cuenca) hacia 1390. Su padre, de idéntico nombre, fue copero mayor de Enrique III y descendía del linaje aragonés de los Luna, teniéndole, como hijo bastardo, con María Fernández de Jaraba. Llegado a la corte de Castilla en 1408, allí se ganó la confianza del joven monarca Juan II, pasando de ser paje del rey a ocupar los puestos de Condestable, Gran Maestre de la Orden de Santiago y privado del monarca, un papel similar al de valido, concentrando tanto poder y riqueza que venía a ser considerado como un segundo rey, siendo el verdadero gobernante durante buena parte del reinado de Juan II.
Entre otra titulaciones alcanzaría las de Señor de Ayllón, de Escalona, de Mombeltrán, de La Adrada, Conde de Santisteban de Gormaz, Duque de Trujillo, Duque de Arjona, Conde de Ledesma, jefe de Toledo y dueño de Peñafiel, siendo tal la extensión de sus señoríos que se ha cuantificado en cien mil el número de sus vasallos directos.
Ello fue fruto de su contribución al fortalecimiento de la monarquía, después de haber creado un grupo, una especie de partido político, que luchó contra la nobleza, tanto frente a los infantes de Aragón como frente a la poderosa oligarquía castellana. Durante su vida conoció tres momentos bien definidos como gobernante: ascenso, apogeo y declive. Cada uno de ellos vino marcado por un acontecimiento determinante, como la eliminación de los infantes de Aragón del escenario castellano en 1430, la sonada victoria de 1445 en la batalla de Olmedo y su condena a muerte en 1453 después de cuarenta años de servicio al rey.
Hechos determinantes de su decadencia fueron el matrimonio, en segundas nupcias, del inestable Juan II con Isabel de Portugal, que siempre consideró al Condestable como un enemigo acérrimo, la sublevación de Toledo en 1449, como protesta ante los exagerados impuestos, y la permanente conspiración de la nobleza, que le acusaba de mantener una actuación tiránica. A pesar de ello, supo mantener su enorme poderío hasta que perdió la confianza del rey.
Ilustraciones: 1 Argolla colgante en la Plaza del Ochavo de Valladolid. 2 y 3 Fachada y patio de la Casa de los Zúñiga, donde don Álvaro de Luna pasó su última noche. 4 Vista parcial de la Plaza del Ochavo, escenario de la ejecución. 5 Monumento a don Álvaro de Luna en Cañete, su pueblo natal, obra de Javier Barrios. 6 Sepulcro de don Álvaro de Luna y doña Juana de Pimentel en la capilla de Santiago de la catedral de Toledo.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual - Código: 1104108944828
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