12 de abril de 2010

Polémica: El escritor Eduardo Jordá y su artículo sobre la obra de Delibes y Valladolid


     Eduardo Jordá es un escritor de 54 años, nacido en Palma de Mallorca, que es autor de relatos, ensayos, diarios, libros de viajes y poesía, entre otros géneros, así como articulista asiduo en el ABC Cultural, algunos diarios andaluces y en el Diario de Mallorca. Precisamente en este último periódico publicó un artículo sobre Miguel Delibes y su obra, con motivo de la reciente muerte del escritor, que ha desatado en la red de Internet toda una polémica por las opiniones personales vertidas, tanto referidas a la obra literaria de nuestro añorado autor, como por otras más desafortunadas en las que plasma su visión personal de la ciudad de Valladolid.

     Todo esto viene ocurriendo desde el día siguiente a la muerte del escritor vallisoletano, a pesar de que el articulista utilizó de nuevo el púlpito que le ofrece el Diario de Mallorca para publicar cinco días después una rectificación. ¡Pobre palmesano, con lo a gusto que se había quedado con su libelo! Ahora que ha pasado cierto tiempo y sin la intención de condenar al tal Jordá a una de las hogueras como aquellas que aparecen en El Hereje, queremos manifestar nuestra opinión sin acritud y con la misma libertad que él utilizó en su periódico.

     Para comprender el alcance de las opiniones de Jordá, un escritor que en su día acudió como invitado a la Cátedra Miguel Delibes, institución vallisoletana a la que se reconoce el excelente trato a sus invitados, reproducimos a continuación, porque no tienen desperdicio, los dos artículos del mallorquín:

UN MUNDO EN EXTINCIÓN - Eduardo Jordá

     El mundo de Miguel Delibes se extinguió mucho antes que él. Sus campesinos lacónicos, sus parameras con un par de chopos despuntando en el horizonte, sus cazadores que liaban tabaco de picadura mientras mantenían un silencio inescrutable, sus iglesias con un nido de cigüeñas en el campanario que amenazaba derribo, o sus latifundios donde la señora marquesa repartía un duro entre sus sirvientes cada Jueves Santo: todo eso dejó de existir hace mucho tiempo, quizá más de cuarenta años. Pero él, el creador de ese mundo, seguía aquí. En cierto sentido, todo escritor longevo tiene que convertirse en un anacronismo. En cierto sentido, todo escritor que envejece debe hacer frente a esta maldición: su mundo desaparece, pero él sigue ahí, encerrado en su casa, tal vez concediendo entrevistas a unos periodistas que no han leído sus libros ni tienen intención de disimularlo, o tal vez manteniendo un altivo silencio y negándose a recibir a nadie.

     Miguel Delibes siguió ahí, como esos actores de Hollywood que todos creíamos que habían muerto hacía muchos años, cuando en realidad estaban viviendo en una residencia de ancianos o acogidos por un pariente que se había apiadado de ellos (pienso en Jack Palance, pienso en Sterling Hayden). De vez en cuando lo veíamos en una breve aparición televisiva en su casa de Valladolid, amable, modesto, cortés, exhibiendo esa educación anticuada de los señores que llevan chaquetas de punto de color aceituna y son catedráticos jubilados de Derecho Mercantil y tienen diez o doce hijos. ¿Hay una ciudad más triste que Valladolid? Una lluviosa noche de otoño di un paseo por la ciudad, y me pregunté en cuál de aquellos sombríos balcones con mirador estaría la casa de Delibes. Si alguien ha crecido en una ciudad luminosa como Palma, las calles estrechas de Valladolid le producen una incómoda sensación de ahogo. Uno se imagina a las solteronas espiando tras los visillos, al señor cura yendo a comprar papel de liar cigarrillos y comida para el perro, al boticario leyendo novelas pornográficas en una habitación cerrada con llave, y al registrador de la propiedad apuntando desde su despacho, con su nueva escopeta de caza, a las mujeres enlutadas que salen de misa. Valladolid no es esa clase de sitio en el que uno desearía nacer. Pero hace falta mucho talento para construir un mundo narrativo con esas ciudades provincianas y con el áspero medio rural que las rodea. No es fácil escoger como personajes a los seres que nunca llamarán la atención por nada de lo que hagan. Y tampoco es fácil elegir como paisaje exclusivo de una obra la desnudez casi cubista del campo castellano.

     ¿Tenía lectores Miguel Delibes? No lo sé, aunque mi impresión es que los lectores habían dejado de interesarse por lo que escribía. Con la excepción de El hereje, que trataba de los reformistas religiosos del siglo XVI, sus últimas novelas pasaron desapercibidas. Pero eso en cierto modo era lógico. ¿Qué joven de menos de veinte años podía "entender" el mundo de Delibes? ¿Y qué lector urbano podía captar el misterioso sabor de sus historias? Me temo que el gran éxito de la película Los santos inocentes (1984), basada en una de sus mejores novelas, se debió a que todos comprobamos con alivio que el mundo de Delibes ya había desaparecido para siempre.

     Cuando leí "Las ratas", hace siglos, el mundo de Delibes ya me pareció lejano y en cierta forma incomprensible. Yo era un chico urbano y no había ido nunca a cazar, ni había visto a nadie que tuviera que comer ratas de campo para subsistir. No puedo decir que aquel libro me disgustara, pero no logré encontrar en él nada con lo que pudiera identificarme. Y lo mismo me pasó con otras novelas de Delibes que leí después. Es cierto que las tramas y los personajes eran consistentes –un hecho bastante inusual en la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX–, pero aquello no iba conmigo. Yo buscaba otra cosa en los libros: otra vida, otra luz, otros hombres, otras mujeres. En cualquier caso, sé que el mundo de Delibes, con sus campanarios y sus campesinos lacónicos, seguirá existiendo de un modo misterioso, igual que ocurre con esos pueblos sepultados bajo las aguas de un pantano. Y un día, cuando nadie se lo espere, tras varios años de sequía, las calles empedradas y el campanario de la iglesia volverán a aparecerse ante nuestros ojos. Aunque Miguel Delibes ya no esté aquí.
                         DIARIO DE MALLORCA, 13 de marzo 2010

ALGO MÁS SOBRE MIGUEL DELIBES - Eduardo Jordá

     Me temo que estamos llegando a un punto en que sólo se acepta el elogio incondicional o el insulto más descarnado. El sábado pasado escribí un artículo sobre Miguel Delibes en el que me preguntaba si había una ciudad más triste que Valladolid. Era una pregunta que se refería a la posguerra que tuvo que vivir Delibes, a esa fría neblina moral de aquellos años en los que él fue joven y tuvo que vivir en un entorno que imagino asfixiante. Ya sé que Valladolid es una ciudad tan luminosa como la ciudad más luminosa que uno pueda imaginar (que es la ciudad en la que uno ha sido feliz, y ha amado, y ha sido amado), y Valladolid fue esa ciudad para Miguel Delibes, que tuvo la suerte de amar y de ser amado, y no sólo por su mujer, a la que le dedicó uno de los mejores libros que se han escrito en España en estos últimos años (Señora de rojo con fondo gris), sino por su familia y sus amigos, sin olvidar a sus vecinos, que lo saludaban por la calle y casi le importunaban el paseo con sus muestras de afecto. Pero imagino que Valladolid no fue una ciudad fácil para ser joven en los años 40. "Imagino", repito, y espero no ofender a nadie por eso.

     Cuando escribí el artículo, yo estaba pensando en la ciudad provinciana de los años 40, en la que todo estaba prohibido y la alegría se consideraba una anomalía, o incluso cosas peores, casi una infracción moral. Una ciudad, por otra parte, muy parecida a como era Palma en aquellos años. O a Salamanca. O Barcelona. Da igual qué ciudad cite, porque todas eran más o menos iguales. De hecho, estaba pensando en la Palma de Miss Giacomini cuando escribí esa descripción de la ciudad que tanto ha indignado a los vallisoletanos. Y si me pregunté si había una ciudad más triste que Valladolid, lo hice porque tengo la impresión de que la cercanía del mar siempre mejora un poco las cosas. Por haber vivido de niño en una casa frente al mar, creo que el mar atenúa en cierta forma el rigor de la vida. Sin que sepamos por qué, nos ayuda a quitar el frío. Eso es lo que imagino, o siento, aunque ahora ya sé que no se puede imaginar ni sentir algo sin molestar a nadie.

     También decía en el artículo que Delibes se había quedado sin lectores. Y lo decía con tristeza, no con alegría, como han interpretado sus incondicionales, porque es evidente que Delibes no era un escritor citado como modelo por los escritores jóvenes. Delibes era conocido, sin duda, y respetado, pero vivía ese estatus de escritor que sobrevive en una época que ya no es la suya. Y eso también lo escribí con tristeza. Delibes tenía una grandeza moral que no cabe en la época de Gran Hermano. Su mundo era un mundo distinto del actual, un mundo en el que él había impuesto unas reglas que ya no sirven para la realidad actual. Él creía en la austeridad, en el amor conyugal, en la franqueza, en la familia. Y todas estas cosas ya no tienen sentido en nuestra época (y repito que lo digo con tristeza), porque su mundo ya había desaparecido. Faulkner trazó un mapa de su ficticio condado de Yoknapatawpha, del que se proclamaba con orgullo "único dueño y propietario". Y lo mismo podría haber hecho Miguel Delibes, sólo que era una persona demasiado modesta para considerarse "único dueño y propietario" de nada, ni siquiera de su extraordinario mundo de ficción. En una de sus últimas entrevistas, dijo que no sabía quién iba a morir cuando él muriera, si él mismo o Menchu Sotillo, la viuda de Cinco horas con Mario, o don Cayo, o Azarías, o cualquier otro de sus grandes personajes. No conozco una frase mejor para definir a un gran novelista. Y no creo que ningún otro novelista español de la segunda mitad del siglo XX pueda haber dicho esta frase con tanto derecho como él. El derecho, sí, del único dueño y propietario de esa obra y de esos personajes.

     "No admito disculpas", decía muy indignado un vallisoletano admirador de Delibes al final de su correo, en el que me acusaba de ser poco menos que un traidor a la patria. Me temo que muchos admiradores de Delibes lo han convertido en una especie de bien público comparable a un parque o una estación de tren, así que cualquiera que se permita una mínima matización sobre su estatus literario, o sobre la influencia que ejerce en los escritores más jóvenes, puede ser acusado de destrucción del patrimonio urbano y condenado a una severa pena de destierro. "No admito disculpas", decía aquel lector furioso. Muy bien, de acuerdo: no voy a dárselas.
                         DIARIO DE MALLORCA, 18 de marzo 2010


     Lo primero que podemos decir sobre estas opiniones es que las ampara la libertad de expresión, faltaría más, y que no dejan de reflejar cómo nos ven desde fuera algunas personas que posiblemente no acaban de desprenderse de sus prejuicios, a pesar de que en Valladolid comemos y bebemos, reímos y lloramos, amamos y morimos igual que ellos.

     Cuando se lamenta respecto a Delibes que "Su mundo era un mundo distinto del actual, un mundo en el que él había impuesto unas reglas que ya no sirven para la realidad actual", diremos que puede que tenga razón, pero qué le vamos a hacer, es ley de vida, tampoco existe el mundo cervantino ni el galdosiano y no por ello dejamos de seguir admirando la prosa que lo describe, todo un referente literario de primer orden para tiempos futuros al tratar sobre los vicios, las pasiones y las virtudes humanas, que, como sabe Jordá, son inalterables.

     Ahora bien, a uno, que conoce casi por igual las ciudades de Valladolid y Palma, no deja de sorprenderle una estimación tan subjetiva como falsa al referirse a la ciudad. ¿Tontadas con tinte nacionalista? Dice el señor Jordá: "¿Hay una ciudad más triste que Valladolid? Una lluviosa noche de otoño di un paseo por la ciudad, y me pregunté en cuál de aquellos sombríos balcones con mirador estaría la casa de Delibes. Si alguien ha crecido en una ciudad luminosa como Palma, las calles estrechas de Valladolid le producen una incómoda sensación de ahogo. Uno se imagina a las solteronas espiando tras los visillos, al señor cura yendo a comprar papel de liar cigarrillos y comida para el perro, al boticario leyendo novelas pornográficas en una habitación cerrada con llave, y al registrador de la propiedad apuntando desde su despacho, con su nueva escopeta de caza, a las mujeres enlutadas que salen de misa. Valladolid no es esa clase de sitio en el que uno desearía nacer". ¡Bonita pregunta, bonito cuadro costumbrista y bonita conclusión!

     Señor Jordá, ¿intenta ser convincente con el uso de la paradoja o es un simple recurso literario impregnado de cachondeo? Nos tiene que explicar como se puede apreciar sin tristeza en una "una lluviosa noche de otoño" cualquier ciudad de Europa, incluida la luminosa Palma de Mallorca. Pero es más, dice que encontró balcones sombríos buscando la casa de Delibes. ¿Seguro que estaba en Valladolid? Delibes vivía en un moderno edificio de la calle 2 de Mayo, una calle amplia en la que abundan los edificios oficiales (Sindicatos, Hacienda, etc.), ostentosas casas burguesas decimonónicas y nuevas construcciones (ver fotografía adjunta). ¿Por dónde buscaba la casa de Delibes aquella lluviosa noche de otoño? Le sugiero que en una próxima ocasión, en tales circunstancias otoñales, acuda a un mesón para degustar lechazo castellano, pan candeal y vino de la Ribera del Duero y ponga a prueba su nostalgia por la sobrasada, el tumbet y las ensaimadas. 

     De todos modos, parece que al señor Jordá le producen ahogo las calles estrechas, pero sólo en algunas ciudades. Que yo sepa, es dificilísimo encontrar en Valladolid esas calles estrechas a las que se refiere, pues soy incapaz de enumerar más de tres que así puedan considerarse, ¡ojalá hubiéramos conservado toda la ciudad medieval, incluído el barrio judío! Si la estrechez del trazado urbano sirviera para justificar la "imaginación" del entorno sociológico de una ciudad, ¿qué deberiamos imaginar los foráneos de las realmente estrechas calles que conforman los barrios que circundan la catedral y la Lonja de Palma, la ciudad luminosa?, barrios completamente degradados que, por otra parte, si fueran rehabilitados serían uno de los mayores atractivos de la capital mallorquina. ¿El señor Jordá no siente un incómodo ahogo en esas calles de su ciudad? Es posible que la vista del mar, aparte de quitar la sensación de frío, como afirma, también trastoque el sentido de la percepción y degenere en un ahogo selectivo. Cuídese, pues parece presentar síntomas de un mal conocido como "mala baba".


    Puestos a tener impresiones, ¿hemos de imaginar que detrás de cada ventana de la céntrica calle de Sindicatos y adyacentes hay una puta de las que merodean por la calle al anochecer, un tema tan manoseado en la época de Gran Hermano? ¿Nos permite tener la impresión de que las familias que en la isla levantan suntuosas mansiones que no respetan las leyes urbanísticas podamos relacionarlas con los adinerados protagonistas de Los santos inocentes y sustituir a Paco y Azarías por matrimonios dominicanos o filipinos? Jordá afirma que cuando leyó Las ratas la novela era para él incomprensible. Pues bien, que se acerque al dispensario social situado en la calle Patronato Obrero, junto a la calle Nuredduna de su ciudad, que relea la novela y saque conclusiones. Esos estereotipados personajes sociales condicionados por la hambruna no han desaparecido como las solteronas y boticarios de Delibes, están vivitos y coleando, empujados por el hambre a recorrer a diario los contenedores de basuras, sin metáforas. No obstante, bueno será no confundir los personajes reales con los de ficción.

     Respecto a la afirmación subjetiva "Valladolid no es esa clase de sitio en el que uno desearía nacer", aún prescindiendo de su contenido xenófobo, este juicio es incomprensible en una persona que debe conocer muy bien lo que es el síndrome isleño de aislamiento, aquel que se traduce en depresiones diagnosticadas y que posiblemente fue la causa que le llevó a residir paulatinamente en Burundi, Malasia, Irlanda y Sevilla, aunque seguramente esté orgulloso de haber nacido en su isla, pues como todo el mundo sabe Mallorca es el lugar ideal para haber nacido. Dice un viejo axioma castellano que "no se ama lo que no se conoce" y siento decir que el escritor conocerá la obra de Delibes, pero no conoce realmente la ciudad de Valladolid; espero que lo haga algún día porque, como él presiente, no son solteronas cotillas, curas fumadores, mujeres enlutadas, boticarios lascivos y registradores con escopeta los que participan del fragor vital que fertiliza la ciudad situada en medio de la meseta y rodeada por extensos trigales como mares que quitan la sensación de hambre, sino muchas personas con el mismo espíritu de Miguel Delibes, que renunció a dirigir el diario El País en Madrid por no abandonar su triste Valladolid.

     Y que sepa el señor Jordá que por el hecho de que su paisano Ramon LLull intentara explicar la existencia de la Santísima Trinidad a través de un artilugio por él inventado, aquí no consideramos iluminados a todos los palmesanos; por el contrario, admiramos profundamente al pintor mallorquín Miquel Barceló por esa sencillez y talante que comparte con la personalidad de Delibes, virtudes que por lo que se ve suelen adornar a los genios creativos. Cada cosa en su sitio. Escriba más novelas y artículos periodísticos señor Jordá, aunque molesten a algunos, pues va progresando en su oficio, pero sin falsear la realidad ni mostrar resentimientos propios de un acomplejado. Siga aprendiendo de Delibes, que por usar la palabra certera nunca tuvo que hacer rectificaciones explicando lo que había querido decir y no se meta en berenjenales con esa absurda altivez que retrata a algunos escritores de medio pelo instalados en esta sociedad del bienestar. Y perdone, pero es que los patinazos siempre dan mucha risa.

P.D.: A pesar de todo, quien esto escribe no se adhiere a la horda que aprovechando el río revuelto de Facebook está intentando desprestigiar a Eduardo Jordá, sembrando un odio irracional contra el escritor. Costó mucha sangre en España el poder disfrutar de la libertad de expresión y esta debe prevalecer por encima de cualquier opinión.

Informe: J. M. Travieso.
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5 comentarios:

  1. Como siempre Travi muy acertado, me gustan tus articulos en general toda la página es una maravilla. Os hechamos en falta en Bretaña.

    Antonio

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  2. Creo que no merece la pena que le hagáis publicidad. Si Jordá fuera realmente un escritor sabría que los escritores reflejan, en el fondo, el alma humana, y el paisaje y paisanaje no son más que una excusa, una bella excusa para trasmitir -de manera magistral, en el caso de Delibes- esos universales que son la niñez, el dolor y la muerte, la naturaleza, la vida...
    Federico

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  3. Acabo de entrar en tu blog y ha sido una de las mejores formas de aprovechar mi tiempo.
    Y la respuesta a Jordá, por la forma y por el contenido, ha sido como un bálsamo para la herida que me produjo leer su artículo, gracias.

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  4. Hola,soy mallorquin de pura cepa. Me encanta mi ciudad, Palma, pero tambien Valladolid y su gente, entre los que me he sentido como en casa.

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  5. Soy de un pueblo del interior de Mallorca y a mí este artículo del sr. Jordà me parece ofensivo: no es mejor Palma que Valladolid, ni más luminosa, ni más alegre,...Yo amo las dos ciudades, es más, siempre que puedo viajo a Castilla-León y me siento como en casa.

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