Sabido es que el proyecto de Juan de Herrera para
la catedral de Valladolid estuvo jalonado, desde el momento de poner la primera
piedra, por toda una serie de contrariedades. Las principales fueron originadas por la falta sistemática de recursos para acometer tan ambiciosa construcción y los
reiterados problemas en sus obras de cimentación por levantarse sobre terrenos desnivelados
e inestables, muy próximos a un ramal del Esgueva, un asunto que llegó a
convertirse en un saco sin fondo en su proceso de financiación.
EL FUSTRADO SUEÑO CATEDRALICIO
En el siglo XVI se intentaba poner fin, con una
catedral acorde con los tiempos y la categoría de la emergente ciudad, a los
viejos afanes que tuvieron su origen en la colegiata fundada en 1095 por el
Conde Ansúrez y su esposa doña Eylo, aquella que fuera completamente remodelada
entre 1219 y 1230 bajo los auspicios de Fernando III el Santo. De alguna manera
se trataba de emular las monumentales obras catedralicias levantadas por aquel
tiempo en Segovia y Salamanca, para lo que el cabildo no dudó en convocar en
1527, reinando el emperador Carlos, un concurso al que acudieron los maestros
más prestigiosos de la época, siendo las obras encomendadas a Juan Gil de
Hontañón y su hijo Rodrigo, que diseñaron un edificio goticista, un tanto
arcaico para aquellos años en que ya habían triunfado las formas renacentistas,
con el eje dispuesto en perpendicular al de la antigua colegiata, lo que obligaba
a realizar expropiaciones y cimentaciones que demoraron el proyecto. De modo
que, cuando murió el segoviano Rodrigo Gil de Hontañón en 1577, habían pasado
50 años y apenas había quedado esbozada la planta de la ansiada nueva
colegiata. Un dato interesante sobre aquella desalentadora cimentación lo
proporciona el historiador vallisoletano Juan Antolínez de Burgos, que informa
que durante las excavaciones llegó a brotar tanta agua que favoreció la
construcción de un lavadero público prácticamente junto a los futuros muros de
la colegiata y vinculado a las aguas del Esgueva.
Es entonces cuando aparece en escena el innovador
Juan de Herrera, que vinculado a la figura de Felipe II acababa de terminar las
obras del Monasterio de El Escorial. Durante una estancia del arquitecto en
Valladolid para diseñar varias obras municipales, el cabildo le solicitó las
trazas del templo deseado, trabajo que aceptó y llevó a cabo en un proyecto
faraónico para las arcas vallisoletanas que repetía soluciones ya aplicadas en el
monasterio madrileño. A tal efecto, en 1582 era nombrado como maestro de obras
Pedro de Tolosa, colaborador escurialense que murió un año después y fue
sustituido por su hijo Alonso de Tolosa, y como director del proyecto el
arquitecto Diego de Praves, fiel seguidor de las teorías herrerianas y de los
modelos de Vitrubio y Serlio.
Las obras, que avanzaron lentamente, fueron
estimuladas por Felipe II en 1583 con la concesión al cabildo del monopolio de
impresión de la "Cartillas de la Doctrina Cristiana", unos cuadernos
con contenido catequético, utilizados para enseñar a leer a los niños, de los
que se llegaron a imprimir y vender en territorios hispánicos hasta setenta
millones de ejemplares entre 1583 y 1825. De igual manera, el monarca, nacido
en Valladolid, se implicó en las obras concediendo al templo el rango de
catedral, de modo que la parte construida fue consagrada el 21 de mayo de 1595,
con la presencia del arzobispo primado de Toledo y el obispo de Palencia,
diócesis a la que pertenecía Valladolid, junto a los de León, Burgos, Astorga,
Oviedo y Lugo. En 1596 Felipe II, dos años antes de su muerte, otorgaba el
título de Ciudad a la hasta entonces villa de Valladolid.
A pesar de todo, las obras prosiguieron lentas y
supeditadas a las escasas partidas dinerarias, dando lugar, tan mastodóntico
proyecto, al asentamiento de un numeroso conjunto de artesanos y obreros en las
inmediaciones del templo, siendo conocido el espacio que recorría la fachada con
el elocuente nombre de "calle de la Obra", una obra que, a pesar de
todos los empeños, nunca sería concluida, dejando visibles en su parte
posterior aquellos anhelos convertidos en muñones de piedra.
Con grandes dificultades, la catedral de Valladolid
era consagrada, en su cuarto proyecto y con su aspecto actual, el 26 de agosto de 1668, y aunque tiempo
después conocería momentos tan aciagos como el hundimiento de la "Buena
Moza" en 1841, por entonces su única torre levantada, o el
desmantelamiento del coro en 1928 y la venta de órganos, cantorales, pinturas
de El Greco y la reja de la capilla mayor al marchante estadounidense Arthur
Byne, también ha conocido algunos momentos jubilosos en su dilatada historia.
Uno de ellos se produjo durante el reinado de Felipe III, cuando la Corte
española se hallaba instalada en Valladolid, un hecho también vinculado al
lento desarrollo de las obras catedralicias. Nos referimos al sonado suceso que
tuvo lugar entre los muros de la antigua catedral el 13 de marzo de 1602.
EL HALLAZGO DE UNA IMAGEN EMPAREDADA
Según el relato detallado del canónigo y escribano
capitular Benito de Castro, en su Relación
de la invención de Nuestra Señora del Sagrario, recogido en el catedralicio
Libro del Secreto, sobre las tres y media de la tarde de aquel día primaveral,
mientras que en el coro se hallaban
rezando las completas el Deán, los canónigos don Juan Luna, el doctor Bolaños y
don Gabriel de Murga, junto a varios racioneros, capellanes y ministros, un
grupo de albañiles y carpinteros trabajaban acondicionando la capilla de San
Juan, donde por orden de don Juan Bautista Acevedo, obispo de Valladolid, quedaría
instalado el Santísimo Sacramento después de ser trasladado desde la capilla de
San Miguel. Cuando los obreros procedieron a desmontar el muro de un nicho en
el que se hallaba una pintura del Ecce Homo, bajo el cual aparecía la efigie en
mármol de un antiguo abad de la colegiata, con la intención de sacar la caja de
los santos óleos que se hallaba empotrada en la pared del arco, descubrieron
tras él una espaciosa cámara hueca en cuyo interior se hallaba algo inesperado:
una imagen de la Virgen con el Niño colocada sobre una peana de piedra, una
imagen desconocida que durante años había permanecido emparedada.
La escultura, "llena de polvo y maltratada por su mucha antigüedad", fue sacada
del hueco y colocada por el albañil Agustín Bañares en el nicho de la sepultura
abacial, mientras avisaron del descubrimiento imprevisto a los que se hallaban
en el templo. A todos los presentes les pareció obra de estimable valor y digna
de reverencia y devoción, acudiendo al revuelo organizado por aquel hallazgo
los niños cantores que se hallaban en el claustro ensayando su música, que ya
en la capilla entonaron una salve en honor de la imagen.
Fueron algunos de aquellos niños cantores los que
propagaron por el exterior del templo la noticia de la "aparición",
de modo que no había transcurrido media hora y el templo ya estaba abarrotado
de gente. También acudieron "hombres
y mujeres de mucha calidad y algunos consejeros", de modo que tras ser
informado el obispo, cuando este llegó al atardecer a la catedral, tal era el
gentío que pudo acercarse hasta la capilla con muchas dificultades, pues entre algunos
devotos el hecho se había interpretado como un milagro y ya eran muchos los que
habían encendido velas y ofrecido flores y exvotos de cera a la imagen. Para
apaciguar tanto fervor, el obispo ordenó cerrar la capilla aquella noche y
desalojar a la gente, esperando decidir lo más conveniente sobre aquel hecho
inesperado.
Al día siguiente, el prelado Juan Bautista Acevedo mostró
la imagen y el lugar del hallazgo a don Martín de Alagón, gentilhombre de S. M.,
para que comunicase a los piadosos monarcas Felipe III y Margarita de Austria
todo lo sucedido, noticia que recibieron con regocijo. Como el número de
personas atraídas por el suceso fuera en aumento, el obispo y el cabildo
decidieron respetar la devoción popular mostrando la imagen "con mucha decencia y veneración",
pero explicando las circunstancias reales de su aparición. El impacto había
calado en el ambiente catedralicio, que enseguida bautizó a la imagen como
Nuestra Señora del Sagrario, por la proximidad al tabernáculo del Santísimo
Sacramento en que fue hallada, siendo entronizada en la capilla en que fue
descubierta, proclamada patrona del cabildo catedralicio y establecida su
fiesta y oficio cada 13 de marzo.
Capilla de Nuestra Señora del Sagrario, catedral de Valladolid |
La historia de su invención también fue recogida
por Manuel Canesi en su Historia de
Valladolid, donde cita que la imagen sagrada fue recogida por Juan de Villafañe, jesuita y maestro de
Teología en Salamanca, en el compendio histórico que escribiera sobre las imágenes
marianas milagrosas de los más célebres santuarios de España [1].
NUESTRA SEÑORA DEL SAGRARIO Y SU IMPONENTE AJUAR DE PLATA
La imagen de la Virgen con el Niño, hallada
fortuitamente tras ser emparedada en el siglo XVI, posiblemente por ser
considerada sin mérito o anticuada, se trata de una escultura labrada en piedra
con rasgos góticos y acabado policromado [2]. La
Virgen aparece sedente, sobre un cojín de color carmesí colocado sobre una
arqueta verde y reposando sus pies sobre otro cojín de idénticas
características. Viste una túnica blanca de dilatados pliegues en la parte
inferior, decorada con flores doradas, lo mismo que su cabello, y un manto
también blanco con el forro o vuelta en azul y ribetes dorados. Sobre el brazo
izquierdo sujeta la figura del Niño, colocado de perfil, mirando hacia su Madre
y vestido con una túnica azul. Por sus rasgos estilísticos, la escultura podría
datarse a mediados del siglo XV.
Cuando fue hallada mostraba costras levantadas en
el rostro y restos de quemaduras en el ojo izquierdo de la Virgen, tal vez producidas
por una vela colocada en la mano del Niño que pudo llegar a inclinarse, siendo
ese deterioro el motivo probable que llevó a prescindir de la imagen y
ocultarla.
Una vez colocado el Santísimo Sacramento en aquella
capilla, se encargó un nuevo retablo dorado
para entronizar a la Virgen del Sagrario, tarea de la que se ocupó el canónigo
Alonso Martín Serrano, que invirtió 2,713 reales en ello. Asimismo, en 1607, se
encargaban al maestro Matías Ruiz las rejas de la capilla. El culto a Nuestra
Señora del Sagrario fue decisivamente consolidado por don Juan de Torres
Osorio, obispo de Valladolid entre 1627 y 1632, que dejó en su testamento 100 ducados
anuales para el culto a esta imagen. Sobre el arco en que fue descubierta
fueron colocados dos bustos relicario: el de San Mauricio, donado a la ciudad
por la madre Magdalena de San Jerónimo, y el de San Pascual, donación del duque
de Lerma.
Un suceso especial, relacionado con la veneración de la Virgen del Sagrario, tuvo
lugar el 12 de marzo de 1645, cuando con motivo de la visita a la catedral de
don Pedro Carrillo de Acuña, Presidente de la Chancillería, este fue recibido
por el cabildo con toque de campanas, suelta del reloj, música de órgano y
chirimías en el pórtico del León, siendo colocada la Virgen del Sagrario, con
tocas, rico manto y andas de plata, sobre el carro de la fiesta del Santísimo
Sacramento, que aparecía engalanado y acompañado del relicario de Santa Emerita
[3].
La Virgen del Sagrario recibió culto en la vieja
catedral hasta el 26 de agosto de 1668, momento en que se trasladó, con todo su
ornato, a la catedral nueva, pasando a ocupar la actual capilla del lado del
Evangelio, un espacio que también sirvió de tabernáculo al Santísimo. En años
sucesivos se encargaron nuevos retablos para la capilla, como ocurrió en 1669, siendo
uno destinado al Cristo de las Batallas y otro a la Virgen del Sagrario, o aquel
otro encomendado en 1680 al ensamblador Pedro de Cea, retablos que finalmente
serían reaprovechados en otras capillas de la catedral.
En la actualidad, la capilla de la Virgen del
Sagrario, cerrada por una notable reja colocada en 1683, está presidida por un
retablo concertado en 1787 con el ensamblador Eustaquio Bahamonde, en estilo
neoclásico y con forma de camarín, con cuatro columnas corintias de fuste
imitando mármol y una arquitectura estucada que imita al jaspe natural,
incorporando un sagrario con la puesta recubierta con una plancha de plata
cincelada por el platero Gregorio Izquierdo.
Detalle del frontal de altar en plata |
Queda una mínima parte de los suntuosos ornamentos
de plata de los que dispuso antaño la capilla realzando la imagen, fruto del
paulatino aumento del culto hacia aquella Virgen, sobre todo las piezas de
orfebrería que eran usadas en ceremonias o en procesiones por el interior del
templo, piezas frecuentemente utilizadas para refundiciones en los cambios de
moda, vendidas para remediar gastos extraordinarios o requisadas por órdenes
reales, aparte de los robos, que también se produjeron.
De todo aquel tesoro generado por la Virgen del
Sagrario, nada queda de la colección de lámparas de plata de las que se tiene
constancia por las descripciones del historiador vallisoletano Antolínez de Burgos,
pues excepto la del altar mayor de la catedral, todas fueron entregadas el 10
de julio de 1809 al rey José I. En 1722 la mesa de altar se ornamentaba con
doce ramilletes grandes de plata y otros doce pequeños, todos con trabajos de
calados, una cruz de plata donada por el madrileño Alonso Rodríguez de Mercado
y una paloma de plata que representando al Espíritu Santo que colgaba sobre la
imagen, así como las imprescindibles andas procesionales, igualmente en plata y
con forma de baldaquino, según inventario de 1737.
Otro tanto puede decirse de los ricos vestidos y su
aderezo, como la diadema de oro con diamantes elaborada en 1748 por el joyero
Antonio Escobedo, la joya igualmente de de oro y diamantes donada en 1763
por Jerónimo Estrada, el rico vestido
bordado con lentejuelas e hilos de oro elaborado en 1783 por el catalán Miguel
Fuste, el cetro de oro adornado con 69 "chispas" (diamantes) realizado
en 1787 por el joyero José María Fernández para ser sujetado por la Virgen o la
bola de plata con una faja dorada y una cruz de cristal de roca como remate
colocado en la mano del Niño, obra realizada en 1794 por el platero Gregorio
Izquierdo [4].
No obstante, en la catedral se conserva una
importante colección de aquellos objetos de plata con que la Virgen del
Sagrario fue agasajada. En su propio retablo son visibles cuatro ángeles de
plata, dos grandes y dos más pequeños, colocados a los lados de la imagen y
elaborados en el primer cuarto del siglo XVIII por el platero Damián Cortés.
También se aprecia la rica corona elaborada en 1734 por el platero Juan Álvarez
de Cartabio, una sobrecorona encargada en 1789 a Gregorio Izquierdo y una media
luna de plata colocada a los pies del trono.
El impresionante frontal de altar
Entre todo lo citado, destinado a ornamentar a la
Virgen del Sagrario, la pieza más destacada es el descomunal frontal del altar
[5], elaborado en plata repujada y cincelada por
los plateros vallisoletanos Juan Antonio Sanz de Velasco y Miguel Fernández
Yáñez de Vega, que en el último tercio del siglo XVII vinieron a rematar una
obra iniciada en 1693 por el platero José de Aranda. Con decoración de gusto
rococó, el frontal ofrece una disposición reticular, con recuadros
rectangulares decorados con abigarrados roleos, ramajes y hojarasca, con un
medallón central, rodeado por cabezas de querubines, en el que aparece la
Virgen del Sagrario sobre el escudo del cabildo y coronada por ángeles.
En nuestros días el
fastuoso frontal aparece presidiendo el altar mayor de la catedral,
antecediendo resplandeciente al retablo de Juan de Juni y como expresivo
testimonio de los fervores catedralicios en torno a una imagen que durante
muchos años estuvo condenada a la más absoluta oscuridad.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
__________________________
NOTAS
[1] CANESI ACEVEDO,Manuel. Historia
de Valladolid (1750), III, Grupo Pinciano, Valladolid, 1996, pp. 338.
[2] ARA GIL, Clementina Julia. Escultura
gótica en Valladolid y su provincia, Institución Cultural Simancas y
Diputación de Valladolid, Valladolid, 1977, p. 386.
[3] URREA FERNÁNDEZ, Jesús. La
Capilla de Nuestra Señora del Sagrario en la catedral de Valladolid,
Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción nº 41,
Valladolid, 206, p. 70.
[4] Ibídem, p. 75.
[5] BRASAS EGIDO, José Carlos. La
platería vallisoletana y su difusión, Institución Cultural Simancas y
Diputación de Valladolid, Valladolid, 1980, p. 284.
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