4 de mayo de 2020

Visita virtual: SAN BRUNO, la madera transmutada en sentimiento ascético














SAN BRUNO DE COLONIA
Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568 - Sevilla, 1649)
1634
Madera policromada
Museo de Bellas Artes, Sevilla
Escultura barroca española. Escuela sevillana.















San Bruno nació hacia el año 1030 en la ciudad de Colonia, por entonces perteneciente al Sacro Imperio Romano Germánico. Tras realizar sus estudios en Reims, ejerció como canónigo en la catedral de la ciudad, llegando a rechazar sus posibilidades de ser nombrado obispo de aquella sede, pues allí manifestó su predilección por la vida monástica, especialmente por la vida eremítica y solitaria. Tras desplazarse a tierras de Grenoble, junto a los Alpes, atraído por la santidad del obispo Hugo, este recibió paternalmente a Bruno y sus seis compañeros. Allí San Bruno fundaba una Orden de la que ellos serían los primeros monjes, motivo por el que en el escudo de la misma hicieron figurar siete estrellas. Acto seguido los condujo a las montañas de Chartreuse, un lugar solitario en el que iniciaron una vida ascética como monjes de la Sagrada Orden Eremítica de la Cartuja, nombre derivado del territorio francés de Chartreuse, caracterizándose su vida ascética en comunidad por el rigor, el frío, la soledad y el silencio.

Tras ser llamado a Roma en 1090 por el papa Urbano II, su antiguo alumno en Reims, con el que ejerció como consejero respecto a la Reforma Gregoriana, obtuvo el permiso papal para regresar a la vida eremítica, aunque la petición del pontífice de que no abandonara el territorio italiano le llevó a retirarse a la región de Calabria, donde realizaría como segunda fundación el eremitorio de Santa María de la Torre. San Bruno, impulsor del eremitismo como vía de santidad, murió en 1101, aunque no fue canonizado hasta 1623 por el papa Gregorio XV.
Fue precisamente su canonización el hecho que estimuló en el siglo XVII la demanda de representaciones plásticas del santo fundador desde todas las cartujas europeas, dando lugar en España a la realización de notables pinturas y esculturas barrocas, siendo especialmente reseñables entre estas últimas la que hiciera Juan Martínez Montañés en 1634 para la sevillana Cartuja de Santa María de las Cuevas; la encargada a Gregorio Fernández y realizada por un discípulo hacia 1637, tras la muerte del maestro gallego, para la Cartuja de Santa María de Aniago, en el término vallisoletano de Villanueva de Duero, actualmente en el Museo Nacional de Escultura; las versiones del portugués Manuel Pereira para la Cartuja de Miraflores de Burgos, realizada en 1635 en madera policromada, y la labrada en piedra en 1652 para la fachada de la hospedería del convento de El Paular, de la calle de Alcalá de Madrid, hoy recogida en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Otras obras barrocas se continuaron en el siglo XVIII, siendo buen ejemplo, por citar alguna, la apasionada talla realizada por José de Mora hacia 1712 para la Sala Capitular de la Cartuja de la Asunción de Granada.


En todas ellas, como opina Manuel Gómez Moreno, "cada escultor nos ha dejado su versión personal del austero fundador de la Cartuja, que para unos es un asceta y para otros un místico".


La primera obra maestra de escultura barroca representando al santo fundador de la Orden Cartuja se debe a Juan Martínez Montañés, realizada en 1634 en madera policromada con motivo de la renovación de la capilla de San Bruno, en el claustro de San Miguel de la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla, obra que actualmente se conserva y expone en el Museo de Bellas Artes de la ciudad hispalense.

Sorprende la maestría de Martínez Montañés, que por entonces contaba 66 años, para recrear la imagen del santo a tamaño natural y ajustando inteligentemente sus valores plásticos a los principios ascéticos de la devoción y la austeridad de la vida en la cartuja, entregada a la soledad y el silencio. El santo aparece representado de pie, vistiendo el sobrio y holgado hábito blanco de la comunidad, en la modalidad de cogulla, con la parte frontal y la dorsal del escapulario unidas por una banda ancha de la misma tela y color. El tejido cae en forma de ampulosos y suaves pliegues verticales que determinan el admirable equilibrio volumétrico, reforzando su naturalismo con la reducción a finas láminas talladas de los bordes del escapulario, de las bandas que lo unen, de los extremos de las mangas —que dejan ver puños abotonados— y de los pliegues de la capucha, consiguiendo simular un tejido real de gran reciedumbre.

Con gran ingenio compositivo, la contención de la figura se rompe con la curvatura de la rodilla derecha flexionada, lo que le confiere una elegante posición clásica de contrapposto que aumenta su serenidad y equilibrio, estableciendo un efectista contrapunto entre el brazo izquierdo colocado hacia abajo y sujetando el Libro de las Constituciones de la Orden por él fundada, y el brazo derecho levantado para sujetar una cruz a la que dirige su mirada girando ligeramente su cabeza.

La búsqueda de un fuerte naturalismo, procurando esculturas de carne y hueso, se aprecia especialmente en la talla de las manos y, sobre todo, en la magnífica cabeza tonsurada, con un rostro afilado que presenta cejas rectas, grandes ojos con los párpados minuciosamente detallados, la boca con carnosos labios y comisuras bien perfiladas, así como arrugas junto a las mejillas y en la frente para definir su edad madura, incluyendo matices realistas en las venas del cuello. Todo ello contribuye a conseguir una extraordinaria fuerza expresiva, tremendamente emotiva, cargada de espiritualidad y elegancia clásica, cuya serenidad y mesura gestual tienen como finalidad tocar la fibra sensible del espectador, aunque sin recurrir a los recursos dramáticos que por la misma época caracterizaba la escultura castellana, con Gregorio Fernández al frente. Esta escultura permite apreciar el sereno equilibrio conseguido por Martínez Montañés entre la materia y la forma, entre la idea y su representación.


Su aspecto hiperrealista queda realzado por una cuidada policromía mate —recurso aconsejado por Pacheco para conseguir un efecto más natural— contratada por 1500 reales con un pintor desconocido, que en la carnación de la cabeza se esmera en pintar pelo a pelo el cráneo rapado, la incipiente barba y el bigote, un tratamiento que contrasta con el blanco liso y matizado del hábito y sus efectos de claroscuro, habiéndose comprobado en la última restauración que el hábito conserva bajo la capa blanca el oro subyacente, oro que también aflora en el libro encuadernado que porta, decorado con esgrafiados en los que destaca una orla con motivos florales. 

En su conjunto, la escultura muestra una sencillez y una austeridad formal que se traduce en una muestra de realismo barroco, cargado de misticismo, concebida para estimular la meditación en silencio, según la norma cartujana que el santo representa. Como aprecia Gómez Moreno, la obra fue realizada tras unos años críticos en que Martínez Montañés elaboró una escasa producción, pero que supo rehacerse para crear nuevas obras maestras en las que desaparecen los restos de su formación clásica para lanzarse a la búsqueda decidida del mayor realismo, efecto apreciable sobre todo en el trabajo de la cabeza, anhelante y cargada de pasión intelectual, en la que desaparecen los rasgos del convencionalismo clásico que aún afloran en su etapa de madurez.

Obras como esta sitúan a Martínez Montañés como el más destacado escultor de la escuela barroca sevillana —le siguen apodando "el dios de la madera"—, que evoluciona desde el naturalismo protobarroco montañesino al fuerte realismo del cordobés Juan de Mesa, el mejor de sus discípulos.



Informe: J. M. Travieso.

Fotografías propias y tomadas de la red.     










BIBLIOGRAFÍA

CEÁN BERMÚDEZ, Juan Agustín: Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, T. III. 1800, pp.84-91, Real Academia de San Fernando, Madrid.

ESTELLA, Margarita y otros: El arte en la época de Calderón. Catálogo exposición celebrada en el Palacio Velázquez del Parque del Retiro, Ministerio de Cultura, Madrid, 1981, pp. 114-115.

GÓMEZ MORENO, Manuel: La Gran Época de la Escultura Española. Ed. Noguer, Barcelona, 1964.

GÓMEZ MORENO, María Elena: La Escultura del siglo XVII. Ars Hispaniae, Ed. Plus-Ultra, Madrid, 1963, p. 162.

HERNÁNDEZ DÍAZ, José: Juan Martínez Montañés: el Lisipo andaluz (1568-1649). Colección Arte Hispalense nº 10, Diputación de Sevilla, 1992, p.92.* BIBLIOGRAFÍA

Juan Martínez Montañés. San Bruno, 1634
Museo de Bellas Artes, Sevilla
SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo: El arte del Barroco. Historia del Arte en Andalucía, vol. VII, Ed. Gever, Sevilla, 1998, p. 183.

VV. AA.: La Escultura en Andalucía. Siglos XV-XVIII. Catálogo exposición Ministerio de Cultura, Museo Nacional de Escultura, Valladolid, 1984, pp. 40-44.


















Seguidor de Gregorio Fernández. San Bruno, h. 1637
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
















Manuel Pereira
Izda: San Bruno, 1652, Real Academia de BBAA de San Fernando, Madrid
Dcha: San Bruno, 1635, Cartuja de Miraflores, Burgos



















José de Mora. San Bruno, h. 1712, Cartuja de la Asunción, Granada



















* * * * *

No hay comentarios:

Publicar un comentario