A mediados del siglo XX comenzó a debilitarse una antigua superstición vallisoletana que, convertida en tabú, se había mantenido en torno al Teatro Zorrilla desde el mismo momento en que fue construido por el arquitecto Joaquín Ruiz Sierra en 1884. Según el testimonio de personas que vivieron en años precedentes a 1950, sobre el teatro, que había sido levantado sobre las ruinas del que fuera desde la Edad Media el mayor complejo conventual franciscano de Valladolid, pesaba una maldición: en el momento en que el aforo del teatro fuese ocupado por completo, la sala sería pasto de las llamas. La idea caló como consecuencia del sentimiento de profanación que suponía el haber convertido un espacio sagrado, con enterramientos incluidos, en una sala destinada a espectáculos mundanos y variedades. Hoy día, el temor producido por aquellas creencias puede producir cierta hilaridad, pero lo cierto es que, en actitud preventiva, durante décadas en la taquilla del teatro, incluso después de que en la sala se inaugurara el 16 de octubre de 1930 el cine sonoro en Valladolid, se estuvo evitando la venta de determinadas butacas para no tentar a la fatídica amenaza, tan irracional como fantástica.
Es posible que sobre estos temores, en parte fundados en el riesgo de los modos de iluminación, del atrezzo y de los endebles materiales constructivos del teatro decimonónico, como ocurriera con el sonado incendio del Teatro Novedades de Madrid el 23 de septiembre de 1928, pesara el recuerdo de una vieja leyenda que tuvo por escenario justamente ese lugar, un caso alucinante protagonizado por legiones de diablos en las dependencias de aquel enorme convento (ilustración 2).
Siguiendo una costumbre implantada desde el siglo XIII, fue habitual la realización de enterramientos en el interior de los templos y conventos, que en el caso de San Francisco de Valladolid, llegaron a ocupar todas las capillas de la iglesia y del claustro, así como la totalidad del pavimento del recinto sacro, según informa Juan Antolínez de Burgos en su Historia de Valladolid de 1887, apareciendo en el suelo un vasto conjunto de losas con sus correspondientes inscripciones. También refiere el historiador que, junto a los enterramientos de frailes franciscanos, aparecían otros pertenecientes a distintos linajes, cofradías y familias burguesas que compraban y patrocinaban sus capillas funerarias con un deseo de prestigio social e inmortalidad, no faltando la presencia de sepulcros de algunos miembros de la familia de Enrique II, con lo que en cierto modo el templo llegó a adquirir el rango de panteón real.
Entre las sepulturas del pavimento, dos de ellas, que representaban a un hombre y una mujer, llamaban la atención por carecer de inscripción identificativa. En torno a una de ellas se forjó, posiblemente a principios del siglo XVII, la Leyenda del Convento de San Francisco, cuyo protagonista es un célebre e ilustre jurista cuyo nombre se ignoró en las crónicas, posiblemente debido al impactante suceso ocurrido tras su óbito.
LA LEYENDA DEL CONVENTO DE SAN FRANCISCO
Como era costumbre, para las solemnes honras fúnebres del juez, enterrado días antes en San Francisco, se encargó a un fraile franciscano del convento la redacción de un discurso que como panegírico ensalzara sus virtudes, para lo que se encerró en la biblioteca conventual para recabar datos y dar forma al escrito. Allí permanecía llegada la medianoche, rodeado de libros y legajos de los que extraía notas con dificultad a la luz de las velas, en un momento en que la ciudad estaba sumida en la más profunda oscuridad.
Una noche, estando el fraile ocupado en ultimar la recopilación de datos, de pronto escuchó las notas desafinadas de una trompeta y un estrépito de voces que rápidamente se aproximaban a la biblioteca. Extrañado y aterrado por algo tan poco habitual en el silencioso recinto, se escondió apresuradamente detrás de unas pilas de libros colocadas bajo unos estantes repletos de papeles, donde sin respirar contempló cómo se abría la puerta de la librería y entraba un tumultuoso cortejo de personajes enlutados, de rostros horribles, presididos por el propio Lucifer, que con un terrible aspecto diabólico ejercía su autoridad. Éste se sentó en el sillón que había ocupado el fraile instantes antes y con voz seca y autoritaria ordenó que fuera conducido ante él el alma del jurista, el mismo personaje para el que el fraile confeccionaba el discurso.
Una noche, estando el fraile ocupado en ultimar la recopilación de datos, de pronto escuchó las notas desafinadas de una trompeta y un estrépito de voces que rápidamente se aproximaban a la biblioteca. Extrañado y aterrado por algo tan poco habitual en el silencioso recinto, se escondió apresuradamente detrás de unas pilas de libros colocadas bajo unos estantes repletos de papeles, donde sin respirar contempló cómo se abría la puerta de la librería y entraba un tumultuoso cortejo de personajes enlutados, de rostros horribles, presididos por el propio Lucifer, que con un terrible aspecto diabólico ejercía su autoridad. Éste se sentó en el sillón que había ocupado el fraile instantes antes y con voz seca y autoritaria ordenó que fuera conducido ante él el alma del jurista, el mismo personaje para el que el fraile confeccionaba el discurso.
Conteniendo el aliento, el franciscano pudo comprobar cómo seguidamente llegaba el alma del juez encadenado y arrastrado por horrendos demonios y cómo, una vez en la sala, su figura aparecía rodeada de sofocantes llamaradas. Los enlutados se dispusieron a los lados, del mismo modo que los miembros de un tribunal judicial, ocupando la autoridad infernal el puesto de presidente. Ceremoniosamente éste solicitó: "lea uno de vosotros el proceso y la sentencia que contra éste ha dado la Majestad de Dios". Uno de los enlutados desplegó un largo rollo de pergamino y comenzó a leer una lista de pecados, injusticias y delitos cometidos por el jurista tanto en su vida privada como profesional. Acabada la lectura, se escuchó la sentencia de boca del terrible juez, que le condenaba a la pena perpetua del infierno en cuerpo y alma.
Entonces surgió un problema que fue expresado por uno de los malignos, pues mientras que el alma estaba allí presente y cautivo, el cuerpo permanecía en la sepultura y aún conservaba en la boca la Sagrada Forma que había recibido en sus últimos momentos de su vida para reconfortarle, convertida en una defensa contra el mal que impedía que los diablos pudiesen tocar directamente el cuerpo de juez. Esto hizo fruncir el ceño a Lucifer que, mientras en actitud pensante recorría con su mirada las estanterías de la biblioteca, descubrió la presencia del aterrado fraile bajo una de ellas, que se vio morir cuando fijó su vista en él tan horripilante ser. Empujado por dos de los enlutados, fue conducido al centro de la sala y colocado junto al alma del jurista. A continuación, Lucifer le ordenó con rotundidad que en el discurso que estaba preparando relatara todo lo que estaba presenciando, sin omitir detalle, para que la gente conociera realmente cómo había sido aquel funcionario.
Poco después, el fraile bajó a la iglesia conducido por los numerosos demonios que habían protagonizado el juicio, que levantaron la losa de la sepultura y sacaron con esfuerzo, puesto que no le podían tocar, el humeante cuerpo del juez. Por indicación de Lucifer, el franciscano se colocó el alba litúrgico y se acercó a la sepultura portando un cáliz que con gran temor tuvo que acercar a la boca del difunto, de donde salió la hostia de su última comunión hasta caer en el interior del vaso sagrado.
Cuando el religioso se dirigía al altar mayor para depositar el cáliz en el sagrario, seguido ceremoniosamente por algunos demonios portando antorchas, en medio de un estruendo de chillidos infernales el cuerpo del juez fue arrebatado por los aires por los horrendos seres y sacado de la iglesia por un hueco practicado en lo alto de la bóveda, al tiempo que sobre Valladolid descargaba una fuerte tormenta, con truenos y relámpagos, que atemorizó a toda la ciudad.
Días después, durante la ceremonia del funeral, el franciscano relató desde el púlpito todo lo que había presenciado involuntariamente para que sirviera de aviso y escarmiento a los fieles, dando gracias de que en tan penoso trance su estado de gracia le hubiera servido para librarse de la furia de Lucifer.
La historia, que por sus intenciones moralizantes había sido transmitida de forma entusiasta por vía oral entre la comunidad franciscana, que incluso llegaba a mostrar con orgullo a los curiosos el agujero de la bóveda por el que habían escapado los demonios, también fue utilizada sin pudor por algunos autores con fines doctrinales, dado el carácter ejemplarizante del relato y el impacto que la fantástica historia causaba entre una población atemorizada por las predicaciones religiosas.
A pesar de que la historia fue recogida por escrito por primera vez hacia 1480, las referencias impresas que nos han llegado se deben a que la leyenda fue recogida y publicada por el historiador Juan Agapito y Revilla en el tomo VI del Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones (pp. 367.370), donde califica el caso de estrambótico y donde informa de que el hecho fue también reflejado por Matías Sangrador y Vítores en el tomo II de su Historia de Valladolid.
LA IDENTIDAD DEL CONDENADO
Pero en torno a la leyenda está pendiente por determinar la identidad del desgraciado jurista, que intencionadamente se elude en el relato, lo que ha dado lugar a que algunos autores hayan aventurado distintas suposiciones. Una de ellas fue propuesta por Pedro Ladrón de Guevara al realizar ciertas anotaciones a la obra de Juan Antolínez de Burgos, identificando al personaje con don Rodrigo Ronquillo, Alcalde de Casa y Corte de la Real Chancillería de Valladolid, natural de Arévalo y muy estimado por Felipe II, una teoría que tiene poca consistencia por sus contradicciones temporales y que bien pudo estar alentada por el regocijo que producían entre el pueblo los castigos ejemplarizantes a impopulares personajes de alta alcurnia, especialmente a este pesquisidor, tan rechazado por su actuación en el castigo a los Comuneros de Castilla.
Efectivamente, tras la revuelta de las Comunidades de Castilla contra Carlos I en 1521, el alcalde Ronquillo fue quien encausó a don Antonio de Acuña, obispo de Zamora, acusándole de haber estrangulado, en un intento de fuga, a don Mendo de Noguerol, alcaide de la prisión del castillo de Simancas, donde el prelado permanecía prisionero por su intervención en la batalla de Villalar y por su significación al frente del movimiento comunero. El propio Ronquillo se ocupó de que se ejecutara la condena de muerte en la horca del prelado el 23 de marzo de 1526, un día después de ser pronunciada la sentencia, en una de las torres de la fortaleza de Simancas, que desde entonces recibe el nombre de la Torre del Obispo. El hecho desencadenó en Valladolid un movimiento popular de antipatía hacia el alcalde por considerar al obispo, junto a Padilla, Bravo y Maldonado, como un castellano patriota, así como la reacción de las jerarquías religiosas, que le llegaron a excomulgar por haber ejecutado a tan alta dignidad eclesiástica, otorgando tiempo después el papa Clemente VII el perdón, a cambio de penitencias, a cuantos habían participado en el proceso. El propio Ronquillo, sus escribanos y alguaciles purgaron su falta en la catedral de Palencia, diócesis a la que por entonces pertenecía Valladolid, a donde llegaron en procesión descalzos, con ceniza en la cabeza, vestidos con un mísero sayal, portando un cirio y cantando salmos de penitencia, siguiendo un rito similar a los que sometían a los condenados por la Santa Inquisición.
Tras la muerte del alcalde Ronquillo en Madrid el 9 de diciembre de 1552 y su verdadero enterramiento en el convento de Santa María la Real de Arévalo, su villa natal, es posiblemente cuando se le adjudica el protagonismo de la leyenda del convento de San Francisco de Valladolid, sin la existencia de datos que lo avalaran, desconociéndose en realidad los nombres del asustado franciscano y del juez injusto y pecador, protagonistas de aquella leyenda vallisoletana. Por el contrario, de lo que sí se tiene constancia es de que los franciscanos relataron ufanos, durante mucho tiempo, la invasión de su convento por una legión de demonios, un convento en cuyas dependencias hospitalarias había muerto Cristóbal Colón el 20 de mayo de 1506 (ilustración 6).
La truculenta historia en torno al impopular personaje histórico fue recogida y recreada por José Zorrilla en su novela-teatral "El alcalde Ronquillo o el Diablo en Valladolid", obra que se estrenó en 1845 en el Teatro de la Cruz de Madrid y que contribuyó a denostar la maltrecha figura histórica de aquel funcionario de justicia. Igualmente, el controvertido personaje sería el protagonista de la novela histórica "El alcalde Ronquillo, memorias del tiempo de Carlos V", publicada en 1868 en Madrid por Manuel Fernández y González, en una época en que hacían furor los dramas históricos de corte romántico.
Hoy día, tanto la leyenda del convento de San Francisco como las supersticiones del Teatro Zorrilla han quedado relegadas al olvido, a pesar de que pervive la arbitrariedad de algunos magistrados y de que durante los recientes trabajos de restauración del teatro, que fue reinaugurado en septiembre de 2009, salieron a la luz hasta 170 enterramientos del antiguo y célebre convento. ¿Estaría una de las sepulturas vacía y emanando efluvios de azufre?
Informe y tratamiento de las fotografías: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual - Código: 1104108944477
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