Había transcurrido la primera mitad del siglo XVIII cuando el rumbo del arte escultórico español era dictado desde focos bien distintos a los de años precedentes. Las pujantes escuelas barrocas de Valladolid, Sevilla y Granada habían cedido el testigo a Madrid como consecuencia de la actividad cortesana, al tiempo que tomaron relevancia talleres periféricos instalados en Aragón, Valencia y Murcia, unos territorios que en años anteriores habían conocido una actividad creativa muy discreta.
En el Madrid cortesano destacaba la presencia de escultores franceses reclamados para trabajar en los Reales Sitios. Los primeros en llegar fueron René Fremin y Jean Therry, que lo hicieron en 1721, a los que siguieron Pierre Pitué, Philippe Boiston y los hermanos Hubert y Antoine Dumandré, todos ellos dedicados a la elaboración de figuras y grupos escultóricos con temas alegóricos y mitológicos destinados a la ornamentación de los parterres y fuentes de los jardines de La Granja, siempre a imitación de Versalles. Otro tanto ocurriría con los artistas llegados para trabajar en el Palacio Real de Madrid, que introdujeron en el ámbito artístico la estética del Rococó de gusto francés. Sus modos de trabajar el mármol o el plomo pintado en verde para imitar bronces, con un sentido eminentemente decorativo, así como el nuevo repertorio ornamental desplegado en sepulcros, altares e interiores, calaron en los artistas españoles del momento, incluyendo el significativo grupo de escultores barrocos cuya obra en madera policromada fue excluida de los proyectos regios, a pesar de lo cual paulatinamente fueron asumiendo e incorporando la nueva estética para satisfacer los encargos recibidos de una clientela tradicional, especialmente parroquias y órdenes religiosas.
En este contexto es cuando se realiza, en torno a 1760, el retablo de la Epifanía de la iglesia del Salvador de Valladolid (ilustración 1), una obra que venía a modernizar el equipamiento de una capilla fundada en 1546 que, situada en el lado del Evangelio, había sido cerrada en el siglo XVI con una excelente muestra de rejería. No deja de resultar chocante observar la estética rococó del retablo junto a los enterramientos laterales, de aire renacentista, y bajo las formas goticistas de la bóveda estrellada que cubre la capilla, que desde entonces tomó la advocación de los Reyes Magos, justamente el tema desplegado en el altorrelieve del tablero central del retablo.
EL RETABLO DE LOS REYES MAGOS
Lejos de ser considerado como una obra maestra, el retablo de la Epifanía de la iglesia del Salvador aporta fundamentalmente el testimonio de los gustos de una época y la influencia de las modas cortesanas. Era muy difícil competir en Valladolid con el nivel alcanzado por los talleres de imaginería que estuvieron activos durante la centuria precedente, con Gregorio Fernández a la cabeza, o con la obra desplegada en Castilla en la primera mitad del XVIII por Luis Salvador Carmona (Nava del Rey, Valladolid, 1708-Madrid 1767), que junto a Francisco Salzillo (Murcia, 1707-1783) serían los escultores más representativos de la escultura española dieciochesca.
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Como es habitual en otras obras religiosas realizadas en el resto de España en esta época, la aplicación del estilo Rococó a este retablo se realiza incorporando al lenguaje básico del Barroco ciertos rasgos superpuestos que no llegan a modificarlo en su esencia. Entre ellos la utilización de elementos decorativos de trazado ondulante y asimétrico; formas inspiradas en el arte oriental, como las rocallas; algunos elementos decorativos de origen chino que imitan contornos de piedras o conchas; el gusto por los mármoles veteados como signo de refinamiento, que son fingidos mediante pinturas en fustes y paramentos; la utilización preferente de tonos pasteles en las indumentarias y la aplicación a las superficies de pan de plata junto al oro tradicional. Todos estos elementos son apreciables en el retablo de los Reyes Magos de la iglesia del Salvador.
Igualmente queda patente el gusto por los detalles más triviales en la composición de la escena, que pierde el carácter intimista y trascendental del periodo precedente para colocar a los personajes más pendientes del espectador que de lo que ocurre en su entorno, de modo que, a excepción del rey Melchor, todos dirigen su mirada al frente, como si posaran para un retrato. En efecto, este tratamiento produce una extraña sensación al percibirse alterada una iconografía tradicional, con una inexplicable gesticulación de los Magos en la presentación de sus ofrendas que más puede sugerir una consecución de trofeos o un brindis palaciego.
A pesar de todo, el altorrelieve presenta toda la serie de ingredientes iconográficos tradicionales, con los personajes separados en dos grupos, a la izquierda del espectador la Sagrada Familia y a la derecha los Reyes, figuras que abandonan el concepto de simetría y que ocupan en altura la mitad del espacio, reservando la parte superior para los elementos de ambientación.
En la composición destaca la figura sedente de María con el Niño apoyado sobre su rodilla izquierda, un tipo de representación que deriva de los modelos renacentistas y que es la figura más clasicista del relieve. El habitual rojo pasionario de la túnica se torna en un rosa pálido de gusto rococó, manteniendo un manto azul y una toca blanca que se agita por la espalda. El Niño es una figura dotada del movimiento amanerado característico en las figuras de ángeles realizadas en la época, una figura infantil en plena desnudez y con las piernas flexionadas hacia la izquierda. A la derecha de la Virgen se coloca San José, talla discreta que aparece resuelta a una escala ligeramente inferior, para insinuar profundidad, que sujeta en su mano el tradicional atributo de la vara florida. Su aspecto queda edulcorado con los colores azul pálido de su túnica y el salmón del manto, ofreciendo una refinada gesticulación cuya expresividad está muy alejada de los rotundos modelos que implantara Gregorio Fernández en los encargos solicitados por los conventos carmelitas tras la potenciación de su figura como padre ejemplar por Teresa de Jesús.
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El fondo arquitectónico presenta en primer plano un juego de columnas jónicas pareadas, cuyos capiteles acusan una posición imposible por defectos de perspectiva, un enorme portón en el lado contrario, por el que asoma un camello, y al fondo un ábside de lo que parece un templo con una torre adosada. Se completa con un celaje entre el que destacan composiciones de nubes recubiertas de pan de plata, de gusto rococó, grandes cabezas de querubines y la estrella de Belén, que emite rayos dorados que iluminan al Niño.
En definitiva, una escena excesivamente convencional que muestra el gusto de una época por lo pintoresco, lo galante y lo trivial, sin complicaciones en el estudio psicológico de los personajes y con una preocupación preferente por los elementos decorativos, todo ello emanado de las formas de los trabajos que hicieron furor en los ambientes cortesanos. El retablo viene a demostrar los modos de trabajo del siglo XVIII, que aportaron a la tradición escultórica de Valladolid un estilo muy diferente al que difundieran las gubias de los históricos talleres barrocos, aquellos que nos legaron auténticos prodigios elaborados en madera policromada.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
(Registro Propiedad Intelectual - Código: 1201060856463)
Ficha artística:
RETABLO DE LA EPIFANÍA
Taller de Pedro de Sierra (1702-1760)
Hacia 1760
Madera policromada
Iglesia del Salvador, Valladolid
Arte Barroco-Rococó. Escuela cortesana
(Este artículo ha sido publicado en la revista "Aleluya", editada por la Asociación "Belenistas de Valladolid" en diciembre 2011).
(Registro Propiedad Intelectual - Código: 1201060856463)
Ficha artística:
RETABLO DE LA EPIFANÍA
Taller de Pedro de Sierra (1702-1760)
Hacia 1760
Madera policromada
Iglesia del Salvador, Valladolid
Arte Barroco-Rococó. Escuela cortesana
(Este artículo ha sido publicado en la revista "Aleluya", editada por la Asociación "Belenistas de Valladolid" en diciembre 2011).
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