Elisa Mora, restauradora del Museo del Prado, comenta la restauración de esta pintura de Bruegel el Viejo adquirida a finales de 2010 e incorporada a la colección permanente.
La obra es una sarga o tüchlein pintada con temple de cola sobre una tela sin preparación, siguiendo una técnica habitual en Flandes en los siglos XV y XVI, aunque sobreviven relativamente pocos ejemplares. El soporte original de la pintura es lino con ligamento de tafetán, una tela sumamente fina y regular, de color claro, muy utilizada en esa época. Sobre la tela sólo se ha aplicado un apresto de cola de origen animal, forma de trabajar habitual en las sargas, que se solían colgar en la pared sin bastidor. La factura de la pintura es muy sencilla, con una o dos capas de pintura, dado que el temple de cola no permite empastar o el uso de veladuras y apenas presenta dibujo subyacente, debido a la forma en que se ejecutan estas sargas, directamente, a la prima.
En esta sarga se representa la fiesta del vino de San Martín. El 11 de noviembre, festividad del santo, se comía la oca de San Martín –coincidiendo con la matanza de otoño-. La víspera se degustaba el primer vino de la nueva estación, denominado vino de San Martín. Precisamente la coincidencia de la fiesta con el fin de la vendimia, en pleno otoño, asociaba con las celebraciones del santo una distribución de vino al pueblo, que tenía lugar fuera de las puertas de la ciudad. De esta manera, pese a la presencia de san Martín a la derecha, no es un cuadro religioso ni una obra de devoción, aunque tampoco una escena de género. Lo que centra la representación es la celebración de la fiesta dedicada al santo tal como tenía lugar en Flandes y en los países germánicos en esa época, casi una bacanal, preludio del carnaval en los meses de invierno. Se pone de manifiesto en ella la tensión irónica entre la caridad de san Martín –vestido como un caballero a la moda desde el siglo XV- y los excesos de la fiesta que lleva su nombre.
Avanzado el otoño, con muchos árboles sin hojas, fuera de la puerta de la ciudad –arquitectura que recuerda la Puerta de Hal de Bruselas- y próximo a las casas de la campiña, se ha dispuesto en el centro un enorme tonel de vino, que Bruegel pinta de rojo, sobre un andamio de madera. En torno a él se amontonan personajes de muy distinta condición: hombres -jóvenes y viejos- y también mujeres -algunas con niños-, campesinos, mendigos, y ladrones, todos tratando de obtener la mayor cantidad posible de vino. Mientras algunos que han conseguido llenar sus recipientes tienen ya sus pies en el suelo, otros, en su intento por lograrlo, se abrazan a las vigas, se tumban sobre el tonel o se inclinan con evidente riesgo de caer para recoger un chorro del vino que sale del tonel en toda clase de recipientes, sin excluir sombreros o zapatos. El efecto que logra Bruegel, que hace gala de su enorme maestría a la hora de componer y lograr encajar a todas las figuras –en torno a cien-, es el de una montaña formada por una humanidad que se deja llevar por la gula, una especie de Torre de Babel compuesta por bebedores. De forma intencionada, Bruegel opone el círculo que conforma el grupo central en torno al tonel de vino con la disposición piramidal, mucho más estable, del grupo en el que se reproduce la caridad de san Martín, a la derecha. La composición se completa en el lado opuesto, a la izquierda de la sarga, con las figuras que se dejan llevar por los efectos del vino. El pintor plasma lo que les sucede a los que, al contrario que el santo, se han visto arrastrados por el pecado de la gula en lugar de por la virtud, como el personaje que está a punto de vomitar y el que yace en el suelo sin conocimiento sobre sus vómitos, los dos hombres peleándose o la mujer que ofrece vino a su bebé.
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