25 de enero de 2013

Visita virtual: POLÍPTICO DEL JUICIO FINAL, espiritualidad amenazante en un hospital



POLÍPTICO DEL JUICIO FINAL
Roger van der Weyden (Tournai, 1400-Bruselas, 1464)
1446-1452
Óleo sobre tabla
Hôtel-Dieu u Hospital-museo de Beaune (Borgoña, Francia)
Pintura flamenca


EL CANCILLER ROLIN Y EL HÔTEL-DIEU DE BEAUNE

El año 1443 era fundado en la pequeña villa borgoñona de Beaune un hospital que venía a constituir una ciudad dentro de la ciudad, dada la cantidad de dependencias hospitalarias organizadas en torno a un patio central. Los fundadores eran Nicolas Rolin, Canciller de los Duques de Borgoña, y Guigone de Salins, su tercera esposa, que para su subsistencia también hicieron donación de provechosos viñedos en terrenos circundantes, cuyos ingresos por la venta de vinos se mantienen hasta nuestros días para atender de forma gratuita a los enfermos de Beaune, en origen los pobres de la ciudad.

El hospital, que es uno de los edificios góticos del siglo XV más bellos de Europa, sorprende al visitante que traspasa su modesta puerta con un deslumbrante patio recorrido por soportales y galerías y un pronunciado tejado en el que parecen suspendidas las buhardillas y hastiales, aunque lo más llamativo es el ornato polícromo de sus tejas barnizadas, que configura un entramado de formas romboidales a cuatro colores, con profusión de pináculos en los vértices.

Toda la arquitectura se remata con una estructura de madera en las cubriciones, siendo el espacio hospitalario más espectacular la llamada "Gran Sala de los Pobres", cubierta con una bóveda apuntada y tirantes de madera decorados con motivos pintados. A lo largo de sus muros se alinean camas cubiertas, en su época de esplendor recubiertas por tapices de Flandes en los días festivos, que permitían a los enfermos seguir los ritos litúrgicos celebrados en el testero de la sala, espacio convertido en una capilla dotada de un altar que en su día estaba presidido por el impresionante políptico del Juicio Final pintado por Roger van der Weyden y encargado, al igual que el hospital, por el Canciller Rolin, uno de los hombres más ricos de su época en Borgoña, que buscaba a través de esta fundación benéfica la expiación de sus pecados para la salvación de su alma.
El afán por las prácticas piadosas de este poderoso personaje también quedó reflejado en el extraordinario retrato que hiciera en 1435 Jan van Eyck, donde el Canciller Rolin aparece arrodillado ante la Virgen con el Niño (Museo del Louvre), permitiendo conocer la gran fidelidad del retrato como era su aspecto. Precisamente en este políptico Roger van der Weyden trata de emular el éxito alcanzado diechiocho años antes por Jan van Eyck en el políptico de la Adoración del Cordero Místico de Gante.  

EL POLÍPTICO DEL JUICIO FINAL

El conjunto, compuesto por quince tablas pintadas de diferentes tamaños, es la obra de mayores dimensiones de cuantas realizara Roger van der Weyden y hoy se puede apreciar, fuera de contexto, en una sala del antiguo hospicio convertida en museo y dotada de los más modernos sistemas expositivos. Sin embargo, su gran tamaño responde a una finalidad catequética, pues sus escenas moralizantes debían ser vistas en la gran sala por todos los enfermos desde sus camas, cuando estaba cerrado recordando a los santos protectores y a los ilustres fundadores, y en los momentos de culto recordando a los pacientes amenazados de muerte la necesidad de acompañar la salud espiritual a la salud corporal, preparándose para el sumarísimo trance final al que debe enfrentarse todo ser humano, cuyos premios y castigos son explícitamente presentados en la pintura con gran crudeza, como herencia de la mentalidad medieval.
Por otra parte, era frecuente, en la época en que se pinta, que se encargaran a los pintores escenas con el tema de la aplicación de la justicia, que después eran colocadas en las salas de los magistrados en el ayuntamiento de la ciudad, con el fin de estimular la correcta aplicación de la ley durante la celebración de juicios. En la vida cotidiana, el tema del Juicio Final era la representación por excelencia de la aplicación de la justicia, adquiriendo por tanto un sentido didáctico y ejemplarizante para todo el que lo contemplara.

Después de ser cuidadosamente cortado el soporte leñoso en que están pintadas las escenas de las puertas, hoy es posible contemplar simultáneamente como sería el políptico tanto cerrado como abierto, apreciándose la maestría de Roger van der Weyden para plasmar dos escenas muy diferentes con el denominador común de una pintura preciosista, detallista, de brillantes colores y exquisitos trazos.

El políptico cerrado

El exterior del políptico, es decir, las escenas que presenta cuando está cerrado, son seis tablas de diferente concepción, pues junto a cuatro hornacinas simuladas en la parte central, resueltas con la técnica de la grisalla para fingir cuatro obras escultóricas, a los lados presenta ubicaciones espaciales en las que se incluyen los retratos orantes de los donantes.
En la parte superior, en tablas separadas y correspondientes a cada lado de las puertas, las hornacinas conforman el tema conjunto de la Anunciación, primer capítulo en la historia de la Redención, con la figura del arcángel San Gabriel, con una filactería de la mano, entregando el mensaje a la Virgen, que en la tabla contigua interrumpe su lectura y está acompañada de un florero con lirios, símbolo de virginidad. Ambos sugieren la volumetría de esculturas talladas, con las típicas aristas vivas de la escultura flamenca, y colocadas en el interior de hornacinas profundas con arcos de medio punto, una técnica de fingimiento en la que Roger van der Weyden fue un verdadero maestro y que repite en muchas de sus pinturas, unas veces como esculturas y otras como elementos arquitectónicos.

Por debajo se colocan dos santos considerados en la época como protectores de la peste y las enfermedades: San Sebastián y San Antón. Su presencia adquiere una especial significación en un hospital, informando de la veneración que adquirieron en territorios que años antes habían sido azotados por grandes epidemias, haciendo que su presencia sea constante en retablos y pinturas de toda Europa. San Sebastián ofrece la típica iconografía en que aparece amarrado a un árbol y su cuerpo asaetado, en una imagen que sugiere una talla con un punto de vista alto. La misma posición se repite en San Antón, que porta en su mano la campanilla preceptiva que debían hacer sonar los infectados por la calle. Está acompañado de un pequeño cerdo, ambos atributos iconográficos que habitualmente le identifican. Con gran sutileza el pintor contrapone la pintura de un desnudo con los drapeados del hábito del monje que le cubren de los pies a la cabeza.

A los lados, en una dependencia que se prolonga de una tabla a otra, aparecen los retratos de los donantes en actitud orante, arrodillados ante sendos reclinatorios sobre los que reposan libros de oraciones abiertos. Detrás de ellos, dos ángeles con túnicas y blanca porta los escudos de armas familiares del Canciller y su esposa.
El fundador del hospital, hombre inteligente y ambicioso, aparece aquí en actitud humilde, con una edad de unos sesenta años y signos de decrepitud, con nariz prominente y el pelo muy recortado, aunque tratado con una gran dignidad. Así pidió ser retratado el que durante veinte años fuera como Canciller el asesor legal y el encargado de las finanzas y la diplomacia del Felipe el bueno, Duque de Borgoña, un personaje que amasó tal fortuna que llegó a ser más rico que Carlos VII, rey de Francia, y con habilidad logró el Tratado de Arrás, que ponía fin a la Guerra de los Cien Años entre Francia y Borgoña.
En la misma posición, en la tabla opuesta aparece Guigone de Salins con un vistoso y aristocrático tocado, típicamente flamenco, con un retrato sin concesiones idealistas.

El políptico abierto: el Juicio Final

Las nueve tablas que ofrece el políptico abierto, presentan una escena unificada en la que se mezcla un plano terrestre inferior con otro sobrenatural superior, con referencias en los extremos al Paraíso y al Infierno.

Domina la escena una gran tabla central en la que aparece una visión de Cristo como Juez universal. Está sentado majestuosamente sobre el arco iris y se apoya en una esfera dorada que representa el universo. Identificando su figura y su presencia, en dos tablas laterales, colocadas a la misma altura, aparecen cuatro ángeles portando símbolos de la Pasión: la cruz, la corona de espinas, la columna, los clavos, la lanza y la esponja con hiel. Desde su alta posición, Cristo Juez contempla a sus pies cómo el arcángel San Miguel pesa en una balanza las almas de los que responden a la resurrección de la carne, al toque de las trompetas de cuatro ángeles apocalípticos colocados en torno al arcángel.

A los lados, colocados en un nivel intermedio entra la tierra y el cielo, aparecen las figuras de la virgen y San Juan Bautista, que actúan como intercesores de las almas que se están juzgando. Detrás de cada uno de ellos, dentro de una resplandeciente nube dorada que insinúa la gloria, están agrupados santos de gran devoción en la época que asumen el papel de testigos de lo que allí acontece.

Cristo Juez
El conjunto está salpicado de pequeños matices que facilitan la comprensión de tan impactante relato. Cristo mira fijamente al espectador, recordándole que tiene que pasar por fuerza por este trance. A su lado aparecen dos símbolos de la santidad: un tallo de azucenas, que representa la justicia espiritual, y una espada, en alusión a la justicia terrenal. Insinuando las palabras de Cristo resonando por el aire aparece una inscripción serpenteante con un texto evangélico. Cristo, al tiempo que bendice a los elegidos, muestra sus llagas para demostrar a los enfermos sus padecimientos y cubre su desnudez con un manto carmesí con pliegues magistrales que acentúan la corporeidad del arco iris. En el halo que corona su cabeza, entre finísimos rayos, aparecen cabujones con perlas y piedras preciosas que se dirían tangibles, dado el virtuosismo con el que están trabajadas.

San Miguel
La misma precisión aparece en el arcángel San Miguel, que adquiere un fuerte protagonismo en esta pintura. Asiste a un acto tan solemne revestido de pontifical, con una indumentaria de brillantes colores, lo mismo que sus fantásticas alas, con matices inspirados en las plumas del pavo real, mientras su canon estilizado le proporciona sensación de ingravidez. También mira fijamente al espectador, para recordarle la cita postrera, y sus ademanes contribuyen a realzar su lujo y refinamiento, destacando el modelado del rostro y las diferentes texturas de sus ornamentos, que en el broche y en la capa alcanzan cotas insuperables de minuciosidad flamenca.
En cada cuenco de la balanza aparece un personaje que simboliza su alma y sobre ellos una inscripción con la sentencia, "virtutis" sobre uno de ellos y "peccata" sobre el otro, aunque el gesto de cada uno de ellos es lo suficientemente expresivo para captar el resultado aún sin leerlo.

La Virgen
En actitud sedente, se cubre con una toca blanca, símbolo de pureza, y con un manto de color azul ultramar conseguido con el carísimo pigmento obtenido del lapislázuli de Afganistán, cuya superficie cubierta determinaba el precio de una pintura en su época. Esta experiencia la repite Roger van der Weyden en el Descendimiento del Museo del Prado. La Virgen aparece en escorzo, en posición de giro a tres cuartos, con un gesto implorante en su papel de intercesora, destacando el modelado del rostro, basado en un perfecto uso del dibujo y una magistral definición de luces y sombras.
A su lado se coloca un grupo de santos sedentes que comparten la gloria, todos ellos con un estudio pormenorizado de sus cabezas y vestiduras, destacando sobre ellos el magistral tratamiento de los cabellos rizados, la barba y el manto rojo de San Pedro, colocado en lugar preferente entre el apostolado. Detrás de él, son identificables en la gloria el papa Eugenio IV, el duque Felipe el Bueno y el canciller Rolin.

San Juan Bautista     
Ocupa en la escena un lugar dispuesto simétricamente al de la Virgen, compartiendo su posición sedente, su actitud suplicante como intermediario y un virtuoso trabajo de la cabeza, revestido por un manto azul bajo el que asoma una túnica de piel de camello y acompañado a sus espaldas por un grupo de seis apóstoles y tres santas. Casi a los pies del Bautista una pareja de condenados rememoran la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, haciendo una alusión al origen del pecado.

El plano terrestre
En la parte inferior, con continuidad en cinco de las tablas, aparece un desolador paisaje, con la línea del horizonte muy baja, donde se levantan de sus sepulturas y deambulan hombres y mujeres desnudos, unos salvados y otros condenados, que están representados con la misma edad y en un tamaño inferior al de los personajes sagrados, manteniendo la jerarquización de tamaños propia del arte medieval. Como desnudos, están completamente desprovistos de la mínima carga sensual.
No pasa desapercibido que en el paisaje terrestre ha desparecido todo rastro de vida, careciendo de los elaborados fondos paisajísticos de las pinturas del momento para resaltar las escenas de la resurrección de los muertos y establecer un gran contraste entre los elegidos y los condenados después de ser juzgados, unos agradecidos dirigiéndose al Paraíso, representado como un suntuoso y luminoso edificio gótico que sugiere la Nueva Jerusalén, y otros desesperados camino del Infierno, una oscura y agreste caverna poblada de llamas a la que caen de forma caótica y con los rostros desencajados.
Se podría decir que en este espacio se ha parado la fuerza de la Naturaleza, quedando el paisaje convertido en un enorme cementerio. El efecto es reforzado en uno de los cuerpos que resucitan, que surge de una tierra que se agrieta tal y como ocurre en momentos de extrema sequía, pudiéndose captar la falta total de humedad y vida.
Entre la desesperación de los condenados muchos presentan gestos de locura, una sutil forma de plasmar la creencia de que esta era producida por la posesión demoniaca.

En esta obra maestra de la pintura flamenca destaca el magistral dominio del dibujo, el alto grado de refinamiento en la plasmación de la realidad y la gran calidad técnica en la aplicación de los pigmentos, que adquieren matices propios de un esmalte. Esta obra, que marca un hito en la historia de la pintura europea, sitúa a su autor, Roger van der Weyden, no sólo como el pintor del dolor humano y su reacción ante el drama de la muerte, sino también como la cumbre alcanzada por la escuela pictórica flamenca de Bruselas.
              
Informe: J. M. Travieso.




















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