15 de noviembre de 2013

Theatrum: SANTO DOMINGO DE GUZMÁN, una brisa mística que agita la materia













SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
Gregorio Fernández (Sarria, Lugo 1576 - Valladolid 1636)
Hacia 1625
Madera policromada
Iglesia de San Pablo, Valladolid
Escultura barroca. Escuela castellana















LOS AVATARES DE UN ANSIADO RETABLO MAYOR EN SAN PABLO

Al entrar en la iglesia de San Pablo, produce cierta decepción que en un templo con una fachada tan grandilocuente en su interior no aparezca un retablo acorde con su arquitectura —de hecho no dispone de retablo mayor— singularidad que la diferencia del resto de las iglesias vallisoletanas, prácticamente todas ellas presididas por enormes maquinarias, en su mayor parte barrocas, que aglutinan notables obras de pintura y escultura, como es el caso de la Catedral, San Martín, las Angustias, la Vera Cruz, las Huelgas Reales, las Descalzas Reales, la Magdalena, El Salvador, Santiago, San Andrés, Santa Isabel, etcétera.

Sin embargo, conocemos hasta tres proyectos para asentar un retablo acorde con la dignidad del templo, un hecho que tiene su origen en las ambiciosas pretensiones de don Francisco de Rojas y Sandoval, Duque de Lerma, que en 1600 adquirió el patronato de la capilla mayor de la iglesia con la intención de emular el modelo real de la capilla mayor del monasterio de El Escorial y preservar en ella su enterramiento como expresión de inmortalidad, procurando con ello su exaltación personal.


Al año siguiente, el poderoso valido de Felipe III acometía importantes reformas en el templo dominico, entre ellas la elevación de la fachada y las bóvedas de la nave, los sólidos contrafuertes laterales, la construcción de un coro alto sobre la entrada y el acondicionamiento a los lados de la capilla mayor de unos lucillos funerarios con tribunas para colocar su efigie en bronce y la de su esposa, a imitación del modelo escurialense. Las obras respondían al deseo de convertir la iglesia en el principal centro religioso de un conjunto palaciego que acogería la Corte en Valladolid, como así ocurrió, por las influencias del Duque de Lerma sobre el rey Felipe III, entre 1601 y 1606.


De aquel proyecto de convertir la capilla mayor de San Pablo en panteón familiar, quedaron en la iglesia de San Pablo las suntuosas efigies en bronce sobredorado de don Francisco Gómez de Sandoval y su esposa doña Catalina de la Cerda Manuel —obras hoy conservadas en la capilla del Museo Nacional de Escultura—, iniciadas por Pompeo Leoni en Valladolid en 1601, tras ser reclamada por el Duque de Lerma su presencia y la de todo su equipo en la ciudad para realizar tanto esta obra como la decoración de los salones del nuevo Palacio Real y los retablos del convento de San Diego por él fundado.

Pocos años después de haberse realizado todas estas obras, el Duque de Lerma encargaba las trazas de un elegante retablo mayor al arquitecto real Juan Gómez de Mora, concertando en 1613 con Gregorio Fernández el conjunto de esculturas, en su mayor parte un santoral de venerados dominicos. Aunque desconocemos los motivos por los que el proyecto no se llevó a cabo, Jesús Urrea1 plantea la posibilidad de que cuatro esculturas conservadas en la iglesia, que atribuye sin reservas a Gregorio Fernández, pertenecieran a ese proyecto inicial. Son las que representan a San Pedro de Verona, San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena y Santa Inés de Montepulciano.

En 1617 hubo un intento para proseguir con el proyecto, estando documentado que en 1625 de la policromía de las cuatro esculturas de los santos dominicos citados se ocuparon los pintores Juan Mateo y Gregorio Guijelmo, que contaron con la colaboración de Bartolomé Cárdenas, suegro del primero, siéndoles exigida la misma perfección en la policromía que la que presentaba la imagen de Santa Teresa que había realizado Gregorio Fernández un año antes, con los mismos tonos del hábito en blanco y negro e idénticas fajas doradas2. En ese momento, y para el mismo retablo, fue cuando Gregorio Fernández debió elaborar la imagen de Santo Domingo de Guzmán, que como santo fundador de la Orden de Predicadores habría de ocupar la hornacina principal del retablo.

A pesar de todo, en 1626 se planteó otro retablo de traza diferente, en esta ocasión encargado a los ensambladores Melchor de Beya y Francisco Velázquez, que concertaron la escultura con Andrés Solanes, discípulo de Gregorio Fernández, al que en el contrato se le exigía que sus obras fueran de igual calidad a las cuatro realizadas por el maestro gallego anteriormente. Pero de nuevo el proyecto fue abandonado y la iglesia permaneció sin un retablo mayor de calidad similar a los suntuosos cenotafios del Duque de Lerma y su esposa colocados a los lados de la capilla mayor, pasando la imagen de Santo Domingo de Guzmán a ocupar la hornacina central de un retablo colocado en una de las capillas laterales del lado del evangelio que fue costeado por el Padre Baltasar Navarrete, según informa el historiador local Manuel Canesi.

Después de la francesada en Valladolid, acabada la Guerra de la Independencia, en la que todo el monasterio dominico fue objeto de una despiadada destrucción por haber sido convertido en cuartel principal por su proximidad al Palacio Real, se hizo un discreto retablo mayor de estilo neoclásico al que se acoplaron las imágenes de Gregorio Fernández, que fueron repintadas de blanco para simular mármoles que armonizaran con la arquitectura del retablo. Así permanecieron hasta el hundimiento de las bóvedas de la capilla mayor en 1967, un desgraciado siniestro en el que las cuatro imágenes fernandinas quedaron mutiladas3, salvándose de los destrozos únicamente la imagen de Santo Domingo de Guzmán, que, a pesar de circunstancias tan desfavorables, presenta un aceptable estado de conservación puesto en valor durante una reciente restauración.       

LA IMAGEN DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

La imagen de Santo Domingo de Guzmán recibe culto en la actualidad junto al presbiterio, en la capilla absidial del lado de la epístola de la iglesia de San Pablo, en un recinto gótico de gran altura donde la escultura, colocada sobre un ménsula moderna de piedra, contrasta con la desnudez pétrea de los muros, acompañada a sus pies por una urna sepulcral que encierra el Cristo yacente que fuera encargado hacia 1609 a Gregorio Fernández por el todopoderoso Duque de Lerma, que donó la imagen al convento dominico en el que ejercía el patronato y cuyas armas, resto del ático del primitivo retablo, cuelgan en la pared a escasos metros de la imagen de Santo Domingo de Guzmán.

La imagen es, aparte de una obra maestra, una de las obras más personales y originales de Gregorio Fernández, realizada en plena etapa de madurez, en unos años en que la búsqueda de naturalismo se hace obsesiva en el escultor, que impregna a sus tallas de un componente místico acorde con los postulados trentinos, se esmera en el exquisito trabajo de las cabezas, combina virtuosos estudios anatómicos en los desnudos, especialmente en las figuras de Cristo, con el recubrimiento de las figuras de vírgenes y santos con ampulosos ropajes de gran complejidad técnica, iniciando la incorporación de sutiles postizos en las imágenes y delicados trabajos en la policromía, consiguiendo impactar al espectador cuando contempla las obras a corta distancia.

Todos estos factores concurren en la figura de Santo Domingo de Guzmán, cuyo misticismo, dinamismo formal y minucioso estudio de luces y sombras la convierten en un paradigma de la esencia barroca, aquella que definiera de forma tan certera el poeta Rafael Alberti como "la profundidad hacia afuera", porque si hay algo que en ella cautiva y sorprende es el profundo ejercicio de imaginería mental del escultor en el momento que antecede a la acción de la gubia sobre la madera. Un ejercicio de talento que le permite legar una nueva visión de Santo Domingo a pesar de utilizar todos los atributos convencionales, reinventado y aportando nuevos valores a una iconografía que había tenido una fuerte tradición desde la Edad Media, compartiendo, desde un polo completamente opuesto, la misma creatividad de Fra Angélico al recrear en Florencia la imagen del santo fundador con un sereno misticismo.

Porque en el Santo Domingo de Gregorio Fernández, realizado a escala natural —1,87 m. de altura—, todo es arrobamiento místico a partir de una simple mirada a un pequeño crucifijo, mostrando más un estado mental que un estado físico, en el que el cuerpo levita, en este caso sobre un cúmulo de nubes, y asciende a planos trascendentales e ingrávidos que el escultor nos transmite mediante una composición aparentemente inestable, ascensional y en diagonal que conduce inevitablemente la mirada del espectador hacia el crucifijo, haciéndole partícipe de la tensión espiritual y consiguiendo con sutileza que la figura aparezca ingrávida ante sus ojos mediante la desmaterialización de la madera, en algunas partes trabajada en finísimas láminas para sugerir paños reales.      

La mayoría de los estudiosos citan de continuo el modo de trabajar Gregorio Fernández los plegados de los paños como algo arcaico, como un convencionalismo o reminiscencia de la escultura hispanoflamenca. Se señalan los quebrados duros y con aspecto metálico como un defecto formal respecto a la búsqueda de naturalismo. Sin embargo, no siempre aparecen trabajados de igual manera, lo que induce a pensar que el escultor lo aplicaba intencionadamente con carácter selectivo, unas veces con formas redondeadas y suave modelado, y otras, como en este caso en que la anatomía desaparece bajo la indumentaria, como un recurso "expresionista" para producir intencionadamente efectistas y animados contrastes de claroscuro en las superficies de las telas, tan apreciados por los artistas barrocos, un recurso que se convertiría en una de las señas de identidad de su taller y que es perfectamente identificable en esta imagen, donde el tratamiento de los paños del hábito adquiere valores constructivistas y los pliegues aparecen recogidos a modo de instantánea, acompañándose de una exagerada amplitud de la túnica, el escapulario y el manto en la parte inferior para producir de rodillas hacia abajo un movimiento que simula el de las propias nubes, insinuando que toda la figura está inmersa en un torbellino que de pies a cabeza sigue un movimiento helicoidal arrebatador, pues no debe olvidarse que el escultor tenía muy claro que la imagen iba a ser iluminada por los parpadeantes pábilos de las velas.

Como es habitual en Gregorio Fernández, los valores emocionales se concentran en el trabajo realista de la cabeza y el lenguaje de las manos. La cabeza está insertada en la capucha del hábito y presenta un largo cuello, para facilitar su visión desde un punto de vista bajo, y el rostro elevado y girado ligeramente hacia la izquierda. Los cabellos, que se ajustan a la tonsura clerical dejando visibles las orejas, están minuciosamente tallados, lo mismo que el pronunciado bigote y la barba de dos puntas, utilizando postizos tanto en la boca entreabierta, que permite contemplar los dientes y la lengua,  y en los ojos, muy abiertos y con aplicaciones de cristal. Se completa con una incipiente barba minuciosamente aplicada a punta de pincel sobre la carnación y una estrella dorada colocada en la frente, atributo tradicional de Santo Domingo que recuerda la leyenda piadosa que afirma que durante el bautismo del santo apareció una estrella en su frente como vaticinio de su posterior vida de predicación, simbolizando que Santo Domingo se convertiría en una estrella o faro brillante para conducir las almas hacia Cristo. 

A la ensimismada expresión del rostro acompaña la estudiada postura de las manos, con el brazo derecho flexionado a la altura de la cintura para sujetar un rosario, del que el santo fue impulsor y que es ofrecido a los fieles como vía de oración, y el izquierdo levantado enarbolando el pequeño crucifijo, símbolo de máxima gloria y victoria sobre la muerte.

En una reciente restauración la imagen ha recuperado su policromía original, muy desvirtuada hasta entonces tras haber sido completamente recubierta de blanco en tiempos pasados. Aunque los colores empleados son muy elementales por estar condicionados a las características del hábito, las carnaciones presentan un delicado trabajo de pintura en la escasa anatomía visible, con matices sonrosados en las mejillas y labios y barba incipiente pintada. Las nubes de la base están recubiertas de pan de plata y en el borde del escapulario han sido recuperadas las vistosas orlas doradas con motivos vegetales a punta de pincel que subyacían bajo la capa blanca y que fueron exigidas en el contrato, con un pequeño tramo conservado como testigo de su situación anterior. La imagen descansa sobre una sencilla peana que sigue los modelos característicos del XVII, con decoración de gemas engarzadas fingidas.

Con esta magnífica escultura Gregorio Fernández lograba plasmar una nueva visión de Santo Domingo de Guzmán, nacido en Caleruega (Burgos) el 24 de junio de 1170 y muerto en Bolonia el 6 de agosto de 1221, estudiante en Palencia, fundador de la Orden de Predicadores aprobada por el papa Honorio III el 22 de diciembre de 1216 y fundador del Santo Rosario, un santo que junto a San Francisco de Asís sería un personaje capital en la religiosidad europea a lo largo de toda la Edad Media y Moderna en Europa, pero sobre todo legaba a los padres dominicos de Valladolid una sorprendente e inigualable imagen del santo fundador que se coloca en la cumbre de la escultura barroca española.           

Informe y fotografías: J. M. Travieso.

NOTAS

1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Esculturas de Gregorio Fernández. Catálogo de la exposición organizada por la Caja de Ahorros Popular de Valladolid, Valladolid, 1984.
2 Ibídem.
3 Las imágenes de San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena, San Pedro de Verona, y Santa Inés de Montepulciano fueron restauradas, en la medida de lo posible, el año 1984, siendo presentadas en público las dos primeras, liberadas de los repintes en blanco, en una exposición dedicada a Gregorio Fernández presentada del 22 de mayo al 4 de junio de aquel año en la Sala de Exposiciones de la Caja de Ahorros Popular de Valladolid, después de una restauración y limpieza de las obras.



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