SANTO
DOMINGO DE GUZMÁN
Gregorio
Fernández (Sarria, Lugo 1576 - Valladolid 1636)
Hacia 1625
Madera
policromada
Iglesia de
San Pablo, Valladolid
Escultura barroca.
Escuela castellana
LOS AVATARES DE UN ANSIADO RETABLO MAYOR EN SAN PABLO
Al entrar en la iglesia de San Pablo, produce cierta
decepción que en un templo con una fachada tan grandilocuente en su interior no
aparezca un retablo acorde con su arquitectura —de hecho no dispone de retablo
mayor— singularidad que la diferencia del resto de las iglesias vallisoletanas,
prácticamente todas ellas presididas por enormes maquinarias, en su mayor parte
barrocas, que aglutinan notables obras de pintura y escultura, como es el caso
de la Catedral, San Martín, las Angustias, la Vera Cruz, las Huelgas Reales,
las Descalzas Reales, la Magdalena, El Salvador, Santiago, San Andrés, Santa
Isabel, etcétera.
Sin embargo, conocemos hasta tres proyectos para
asentar un retablo acorde con la dignidad del templo, un hecho que tiene su
origen en las ambiciosas pretensiones de don Francisco de Rojas y Sandoval, Duque
de Lerma, que en 1600 adquirió el patronato de la capilla mayor de la iglesia
con la intención de emular el modelo real de la capilla mayor del monasterio de
El Escorial y preservar en ella su enterramiento como expresión de
inmortalidad, procurando con ello su exaltación personal.
Al año siguiente, el poderoso valido de Felipe III
acometía importantes reformas en el templo dominico, entre ellas la elevación
de la fachada y las bóvedas de la nave, los sólidos contrafuertes laterales, la
construcción de un coro alto sobre la entrada y el acondicionamiento a los
lados de la capilla mayor de unos lucillos funerarios con tribunas para colocar
su efigie en bronce y la de su esposa, a imitación del modelo escurialense. Las
obras respondían al deseo de convertir la iglesia en el principal centro
religioso de un conjunto palaciego que acogería la Corte en Valladolid, como así
ocurrió, por las influencias del Duque de Lerma sobre el rey Felipe III, entre
1601 y 1606.
De aquel proyecto de convertir la capilla mayor de
San Pablo en panteón familiar, quedaron en la iglesia de San Pablo las
suntuosas efigies en bronce sobredorado de don Francisco Gómez de Sandoval y su
esposa doña Catalina de la Cerda Manuel —obras hoy conservadas en la capilla
del Museo Nacional de Escultura—, iniciadas por Pompeo Leoni en Valladolid en
1601, tras ser reclamada por el Duque de Lerma su presencia y la de todo su
equipo en la ciudad para realizar tanto esta obra como la decoración de los
salones del nuevo Palacio Real y los retablos del convento de San Diego por él
fundado.
Pocos años después de haberse realizado todas estas
obras, el Duque de Lerma encargaba las trazas de un elegante retablo mayor al
arquitecto real Juan Gómez de Mora, concertando en 1613 con Gregorio Fernández
el conjunto de esculturas, en su mayor parte un santoral de venerados dominicos.
Aunque desconocemos los motivos por los que el proyecto no se llevó a cabo,
Jesús Urrea1 plantea la posibilidad
de que cuatro esculturas conservadas en la iglesia, que atribuye sin reservas a
Gregorio Fernández, pertenecieran a ese proyecto inicial. Son las que
representan a San Pedro de Verona, San Vicente Ferrer, Santa Catalina de Siena y Santa
Inés de Montepulciano.
En 1617 hubo un intento para proseguir con el
proyecto, estando documentado que en 1625 de la policromía de las cuatro
esculturas de los santos dominicos citados se ocuparon los pintores Juan Mateo
y Gregorio Guijelmo, que contaron con la colaboración de Bartolomé Cárdenas,
suegro del primero, siéndoles exigida la misma perfección en la policromía que la
que presentaba la imagen de Santa Teresa
que había realizado Gregorio Fernández un año antes, con los mismos tonos del
hábito en blanco y negro e idénticas fajas doradas2.
En ese momento, y para el mismo retablo, fue cuando Gregorio Fernández debió
elaborar la imagen de Santo Domingo de
Guzmán, que como santo fundador de la Orden de Predicadores habría de
ocupar la hornacina principal del retablo.
A pesar de todo, en 1626 se planteó otro retablo de
traza diferente, en esta ocasión encargado a los ensambladores Melchor de Beya
y Francisco Velázquez, que concertaron la escultura con Andrés Solanes,
discípulo de Gregorio Fernández, al que en el contrato se le exigía que sus
obras fueran de igual calidad a las cuatro realizadas por el maestro gallego
anteriormente. Pero de nuevo el proyecto fue abandonado y la iglesia permaneció
sin un retablo mayor de calidad similar a los suntuosos cenotafios del Duque de
Lerma y su esposa colocados a los lados de la capilla mayor, pasando la imagen
de Santo Domingo de Guzmán a ocupar
la hornacina central de un retablo colocado en una de las capillas laterales
del lado del evangelio que fue costeado por el Padre Baltasar Navarrete, según
informa el historiador local Manuel Canesi.
Después de la francesada en Valladolid, acabada la
Guerra de la Independencia, en la que todo el monasterio dominico fue objeto de
una despiadada destrucción por haber sido convertido en cuartel principal por
su proximidad al Palacio Real, se hizo un discreto retablo mayor de estilo
neoclásico al que se acoplaron las imágenes de Gregorio Fernández, que fueron
repintadas de blanco para simular mármoles que armonizaran con la arquitectura
del retablo. Así permanecieron hasta el hundimiento de las bóvedas de la
capilla mayor en 1967, un desgraciado siniestro en el que las cuatro imágenes
fernandinas quedaron mutiladas3,
salvándose de los destrozos únicamente la imagen de Santo Domingo de Guzmán, que, a pesar de circunstancias tan
desfavorables, presenta un aceptable estado de conservación puesto en valor
durante una reciente restauración.
La imagen de Santo
Domingo de Guzmán recibe culto en la actualidad junto al presbiterio, en la
capilla absidial del lado de la epístola de la iglesia de San Pablo, en un
recinto gótico de gran altura donde la escultura, colocada sobre un ménsula
moderna de piedra, contrasta con la desnudez pétrea de los muros, acompañada a
sus pies por una urna sepulcral que encierra el Cristo yacente que fuera encargado hacia 1609 a Gregorio Fernández
por el todopoderoso Duque de Lerma, que donó la imagen al convento dominico en
el que ejercía el patronato y cuyas armas, resto del ático del primitivo
retablo, cuelgan en la pared a escasos metros de la imagen de Santo Domingo de Guzmán.
La imagen es, aparte de una obra maestra, una de las
obras más personales y originales de Gregorio Fernández, realizada en plena
etapa de madurez, en unos años en que la búsqueda de naturalismo se hace
obsesiva en el escultor, que impregna a sus tallas de un componente místico
acorde con los postulados trentinos, se esmera en el exquisito trabajo de las
cabezas, combina virtuosos estudios anatómicos en los desnudos, especialmente
en las figuras de Cristo, con el recubrimiento de las figuras de vírgenes y
santos con ampulosos ropajes de gran complejidad técnica, iniciando la
incorporación de sutiles postizos en las imágenes y delicados trabajos en la
policromía, consiguiendo impactar al espectador cuando contempla las obras a
corta distancia.
Todos estos factores concurren en la figura de Santo Domingo de Guzmán, cuyo
misticismo, dinamismo formal y minucioso estudio de luces y sombras la
convierten en un paradigma de la esencia barroca, aquella que definiera de
forma tan certera el poeta Rafael Alberti como "la profundidad hacia
afuera", porque si hay algo que en ella cautiva y sorprende es el profundo
ejercicio de imaginería mental del escultor en el momento que antecede a la
acción de la gubia sobre la madera. Un ejercicio de talento que le permite
legar una nueva visión de Santo Domingo a pesar de utilizar todos los atributos
convencionales, reinventado y aportando nuevos valores a una iconografía que
había tenido una fuerte tradición desde la Edad Media, compartiendo, desde un
polo completamente opuesto, la misma creatividad de Fra Angélico al recrear en
Florencia la imagen del santo fundador con un sereno misticismo.
Porque en el Santo Domingo de Gregorio Fernández,
realizado a escala natural —1,87 m. de altura—, todo es arrobamiento místico a
partir de una simple mirada a un pequeño crucifijo, mostrando más un estado
mental que un estado físico, en el que el cuerpo levita, en este caso sobre un
cúmulo de nubes, y asciende a planos trascendentales e ingrávidos que el
escultor nos transmite mediante una composición aparentemente inestable, ascensional
y en diagonal que conduce inevitablemente la mirada del espectador hacia el
crucifijo, haciéndole partícipe de la tensión espiritual y consiguiendo con
sutileza que la figura aparezca ingrávida ante sus ojos mediante la
desmaterialización de la madera, en algunas partes trabajada en finísimas
láminas para sugerir paños reales.
La mayoría de los estudiosos citan de continuo el
modo de trabajar Gregorio Fernández los plegados de los paños como algo
arcaico, como un convencionalismo o reminiscencia de la escultura
hispanoflamenca. Se señalan los quebrados duros y con aspecto metálico como un
defecto formal respecto a la búsqueda de naturalismo. Sin embargo, no siempre
aparecen trabajados de igual manera, lo que induce a pensar que el escultor lo
aplicaba intencionadamente con carácter selectivo, unas veces con formas
redondeadas y suave modelado, y otras, como en este caso en que la anatomía
desaparece bajo la indumentaria, como un recurso "expresionista" para
producir intencionadamente efectistas y animados contrastes de claroscuro en
las superficies de las telas, tan apreciados por los artistas barrocos, un recurso
que se convertiría en una de las señas de identidad de su taller y que es
perfectamente identificable en esta imagen, donde el tratamiento de los paños
del hábito adquiere valores constructivistas y los pliegues aparecen recogidos
a modo de instantánea, acompañándose de una exagerada amplitud de la túnica, el
escapulario y el manto en la parte inferior para producir de rodillas hacia
abajo un movimiento que simula el de las propias nubes, insinuando que toda la
figura está inmersa en un torbellino que de pies a cabeza sigue un movimiento
helicoidal arrebatador, pues no debe olvidarse que el escultor tenía muy claro
que la imagen iba a ser iluminada por los parpadeantes pábilos de las velas.
Como es habitual en Gregorio Fernández, los valores
emocionales se concentran en el trabajo realista de la cabeza y el lenguaje de
las manos. La cabeza está insertada en la capucha del hábito y presenta un
largo cuello, para facilitar su visión desde un punto de vista bajo, y el
rostro elevado y girado ligeramente hacia la izquierda. Los cabellos, que se
ajustan a la tonsura clerical dejando visibles las orejas, están minuciosamente
tallados, lo mismo que el pronunciado bigote y la barba de dos puntas,
utilizando postizos tanto en la boca entreabierta, que permite contemplar los
dientes y la lengua, y en los ojos, muy
abiertos y con aplicaciones de cristal. Se completa con una incipiente barba
minuciosamente aplicada a punta de pincel sobre la carnación y una estrella
dorada colocada en la frente, atributo tradicional de Santo Domingo que
recuerda la leyenda piadosa que afirma que durante el bautismo del santo
apareció una estrella en su frente como vaticinio de su posterior vida de
predicación, simbolizando que Santo Domingo se convertiría en una estrella o
faro brillante para conducir las almas hacia Cristo.
A la ensimismada expresión del rostro acompaña la
estudiada postura de las manos, con el brazo derecho flexionado a la altura de
la cintura para sujetar un rosario, del que el santo fue impulsor y que es ofrecido
a los fieles como vía de oración, y el izquierdo levantado enarbolando el
pequeño crucifijo, símbolo de máxima gloria y victoria sobre la muerte.
En una reciente restauración la imagen ha recuperado
su policromía original, muy desvirtuada hasta entonces tras haber sido
completamente recubierta de blanco en tiempos pasados. Aunque los colores
empleados son muy elementales por estar condicionados a las características del
hábito, las carnaciones presentan un delicado trabajo de pintura en la escasa
anatomía visible, con matices sonrosados en las mejillas y labios y barba
incipiente pintada. Las nubes de la base están recubiertas de pan de plata y en
el borde del escapulario han sido recuperadas las vistosas orlas doradas con motivos
vegetales a punta de pincel que subyacían bajo la capa blanca y que fueron
exigidas en el contrato, con un pequeño tramo conservado como testigo de su
situación anterior. La imagen descansa sobre una sencilla peana que sigue los
modelos característicos del XVII, con decoración de gemas engarzadas fingidas.
Con esta magnífica escultura Gregorio Fernández
lograba plasmar una nueva visión de Santo Domingo de Guzmán, nacido en
Caleruega (Burgos) el 24 de junio de 1170 y muerto en Bolonia el 6 de agosto de
1221, estudiante en Palencia, fundador de la Orden de Predicadores aprobada por
el papa Honorio III el 22 de diciembre de 1216 y fundador del Santo Rosario, un
santo que junto a San Francisco de Asís sería un personaje capital en la
religiosidad europea a lo largo de toda la Edad Media y Moderna en Europa, pero
sobre todo legaba a los padres dominicos de Valladolid una sorprendente e
inigualable imagen del santo fundador que se coloca en la cumbre de la
escultura barroca española.
NOTAS
1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. Esculturas
de Gregorio Fernández. Catálogo de la exposición organizada por la Caja de
Ahorros Popular de Valladolid, Valladolid, 1984.
2 Ibídem.
3 Las imágenes de San Vicente
Ferrer, Santa Catalina de Siena, San Pedro de Verona, y Santa Inés de
Montepulciano fueron restauradas, en la medida de lo posible, el año 1984,
siendo presentadas en público las dos primeras, liberadas de los repintes en
blanco, en una exposición dedicada a Gregorio Fernández presentada del 22 de
mayo al 4 de junio de aquel año en la Sala de Exposiciones de la Caja de
Ahorros Popular de Valladolid, después de una restauración y limpieza de las
obras.
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