27 de septiembre de 2019

Excellentiam: EL MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN, un santo joven junto a sus verdugos









MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN
Juan de Juni (Joigny, Francia, h.1507 – Valladolid, 1577)
H. 1537
Barro policromado
Iglesia Museo de San Francisco, Medina de Rioseco (Valladolid)
Escultura renacentista española. Escuela castellana








Encontrar en España un grupo escultórico del siglo XVI realizado en terracota policromada es algo poco frecuente. Con la calidad artística que presenta el Martirio de San Sebastián de la iglesia de San Francisco de Medina de Rioseco, prácticamente imposible. Esta composición, debida al talento de Juan de Juni, es excepcional por un doble motivo. Primero por el material con que está realizado, el barro, el más humilde de todos ellos, cuyo origen se pierde en las antiguas civilizaciones. En segundo lugar, por la variante iconográfica que supone respecto a la tradicional representación del santo aislado, cuya presencia fue frecuente desde tiempos medievales como protector de la peste, que en este caso aparece acompañado de sus verdugos en una composición vinculada al más estricto manierismo formal de la escultura renacentista.

La obra se encuadra en la etapa leonesa del escultor, la primera de ellas tras su llegada a España hacia 1533, un fructífero periodo que se prolongaría hasta su traslado a Valladolid para atender el encargo que le realizara en 1540 fray Antonio de Guevara, obispo de Mondoñedo y cronista de Carlos V, consistente en un retablo que presidiría su enterramiento en una capilla del claustro del convento vallisoletano de San Francisco, retablo presidido por el impactante grupo del Entierro de Cristo (Museo Nacional de Escultura de Valladolid), que fue comenzado en 1541 y asentado en 1544.

Aquella obra motivó el traslado y el asentamiento definitivo de su taller en la ciudad del Pisuerga, después de unos años en que la actividad del escultor en León había sido incesante. Allí el joven Juan de Juni no sólo demostró dominar plenamente el oficio de escultor, sino además su capacidad para afrontar todo tipo de trabajos, desde relieves en piedra (fachada y claustro del convento de San Marcos de León), sepulcros (Sepulcro del canónigo Sánchez del Barco de la iglesia de San Miguel de Villalón de Campos, Valladolid, y el Sepulcro del arcediano Gutierre de Castro del claustro de la Catedral Vieja de Salamanca) y esculturas en alabastro (Virgen con el Niño de la iglesia de San Agustín de Capillas, Palencia), hasta relieves en madera (La quema de libros, Museo de León) y complejas sillerías (Sillería del coro alto de la iglesia de San Marcos de León), mereciendo ser destacada en esta etapa la producción de terracotas  policromadas, un trabajo desconocido en otros escultores del momento.

La producción juniana de obras en terracota es considerable, siempre acorde con sus radicales planteamientos compositivos manieristas y una incesante experimentación formal en búsqueda de la intensidad dramática, siendo abundantes en sus figuras los escorzos forzados, los paños con pliegues minuciosos de envuelven los cuerpos mientras se agitan, las potentes anatomías y las cabezas con rasgos realistas y detalles pormenorizados, incluyendo múltiples matices mórbidos permitidos por el modelado del barro. Obras significativas son la escultura de San Mateo del Museo de León o la serie de relieves de la Piedad del Museo de León, Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid, Victoria & Albert Museum de Londres y Museo Nacional de Escultura de Valladolid, tema que adquiere un carácter tridimensional en la Piedad del Museo Marés de Barcelona. A ellas se suman los grupos de San Jerónimo penitente y el Martirio de San Sebastián de la iglesia de San Francisco de Medina de Rioseco, excepcionales por su composición y formato a escala natural.

Aunque se desconocen los datos de aprendizaje y las circunstancias familiares de Juan de Juni, analizando estas obras primerizas en España es fácil advertir en el escultor un profundo conocimiento del arte italiano del momento. Por este motivo, parece convincente la idea apuntada por Martín González de que debió abandonar Joigny, su villa natal, en 1530, cuando un devastador incendio asoló gran parte de la ciudad. Por entonces ya se habría formado en la tradición borgoñona marcada por Claus Sluter desde finales del siglo XIV.

Desde allí debió de dirigirse a Italia para completar su formación, pues su tratamiento de los paños, con masas redondeadas y grandes caídas, se acercan a la obra de Jacopo della Quercia, así como el afán por dotar a los relieves de una perspectiva casi pictórica —stiacciato— denota el estudio de la obra de Donatello. También habría conocido los trabajos en terracota policromada a tamaño natural realizados por Verrocchio en Florencia y la obra en barro desarrollada en Bolonia por Nicolò dell'Arca (Entierro de Cristo, iglesia de Santa Maria della Vita), así como la morbidez de las obras en barro de Guido Mazzoni en Módena, cuyo espíritu aflora cuando Juan de Juni hace el Entierro de Cristo de Valladolid.

Refiriéndonos a su faceta como escultor del barro, el estilo de Juan de Juni presenta numerosas analogías con la obra de un contemporáneo italiano, el modenés Antonio Begarelli, especialista en grupos con numerosas figuras, siendo ambos escultores deudores de los maestros citados de Bolonia y Módena. Sea cierta o no esta hipotética estancia en Italia, lo cierto es que Juni va a introducir en España la técnica de la escultura monumental en terracota, prácticamente desconocida hasta entonces.
De igual manera, es muy posible que antes de llegar a España viajara a Roma, donde, al igual que otros muchos escultores, habría sido seducido por el grupo del Laocoonte, cuyo contenido emocional y dramático aflora en muchas de sus obras, incluidas las realizadas en barro. Tampoco es ajeno a la influencia de la obra florentina y romana de Miguel Ángel, con especial incidencia de su Moisés.

Con todo este bagaje, en 1537 Juan de Juni afrontaba el encargo de don Fadrique Enríquez, IV Almirante de Castilla, de realizar dos grupos escultóricos que ocuparían sendos retablos colocados en el testero de la iglesia franciscana del convento de Nuestra Señora de la Esperanza de Medina de Rioseco (después iglesia de San Francisco), elegida para ser convertida en el panteón familiar de los Almirantes de Castilla. Para tal efecto, dichos retablos, que aún se conservan in situ, fueron labrados en piedra en 1535 por el entallador Miguel de Espinosa, que contó con la colaboración de su hermano Sebastián de Espinosa y del escultor y entallador francés Esteban Jamete, siguiendo un proyecto de corte plateresco diseñado y dirigido por Cristóbal Ruiz de Andino.

Estos dos retablos pétreos, de idénticas características, presentan un único cuerpo con forma de arco triunfal en los que se abren nichos profundos, a modo de arcosolios, cuyo intradós está decorado con casetones y el tímpano con medallones en relieve policromado que sujetan ángeles y las figuras de la Virgen con el Niño en su interior. Este cuerpo aparece flanqueado por dos columnas corintias exentas y se acompaña de figuras de putti recostados en las enjutas, estando totalmente recubiertas las superficies de los pedestales, netos, fustes, frisos y paramentos con profusión de grutescos a candelieri de inspiración italiana.
Se rematan con un ático en forma de templetes clásicos, con frontones triangulares en cuyo interior aparecen los bustos del Dios Padre. Estos cobijan, bajo arcos deprimidos, altorrelieves apaisados en piedra con los temas de la Coronación de espinas y el Llanto sobre Cristo muerto, acompañándose a los lados de figuras de putti que sujetan cartelas, junto a grifos colocados de perfil. Ambos conjuntos se coronan, a modo de crestería, con jarrones, pebeteros y figuras humanas con cestas de frutos en la cabeza.
 Es en sus hornacinas centrales donde se alojarían los grupos junianos en terracota de San Jerónimo penitente y el Martirio de San Sebastián, verdadera primicia en el arte español después de que el bretón Lorens Marchand, castellanizado como Lorenzo Mercadante, décadas antes utilizara mayoritariamente esta técnica al servicio del cabildo de la catedral de Sevilla.

UN ATÍPICO MARTIRIO DE SAN SEBASTIÁN
       
Como ya se ha dicho, las representaciones de San Sebastián en altares y retablos fueron una constante desde la Edad Media en todo el ámbito europeo, localizándose en Roma, ciudad en la que fue martirizado, las primeras representaciones que han llegado hasta nosotros, como el fresco del siglo V de la cripta de Santa Cecilia en la catacumba de Calixto o el mosaico del siglo VII de la iglesia de San Pedro Advíncula, donde aparece como una persona con barba y avanzada edad. Durante el periodo medieval, e incluso en los siglos XV y XVI, San Sebastián fue frecuentemente representado rejuvenecido, con aspecto de noble por sus ricas vestiduras y sujetando como atributo un flecha o, en casos más excepcionales, un arco.

Ya en la Edad Media apareció un nuevo tipo iconográfico, con el cuerpo del santo desnudo y acribillado de flechas, que adquirió una enorme difusión durante el siglo XV, cuando a finales de la Edad Media para los artistas San Sebastián era el mártir por excelencia. Esta representación generalmente estaba basada en una serie de relatos y hagiografías, como la Leyenda Dorada del dominico italiano Santiago de la Vorágine (1230-1298) o la Flos Sanctorum de Pedro de Ribadeneyra (1526-1611).

Sería durante el Renacimiento italiano cuando los artistas encontraron en la representación del mártir una vía para plasmar el estudio del desnudo masculino y la anatomía de un hombre joven y barbilampiño, potenciándose su presencia con las personales representaciones de los grandes maestros, tales como Andrea Mantegna, Sandro Botticelli, Antonello de Messina, Giovanni Bellini, Pietro Perugino, Il Sodoma, Marco Palmezzano, Juan de Juanes y El Greco, por citar algunos de ellos.
(Foto Twipu)

De esta manera, en el siglo XVI estaba consolidada la nueva iconografía del santo, aislado, joven, desnudo y asaetado, que sería reproducida hasta la saciedad, ya que en ella quedaban patentes unos valores intrínsecos de gran calado religioso. En la representación del martirio de San Sebastián la presencia de la sangre derramada supone la presentación del mártir como objeto privilegiado de los favores divinos, motivo por el que en ocasiones se incluyen ángeles que bajan a coronarle. Al tiempo se alude a la intervención celeste en el alivio del dolor y en la fortaleza infundida en medio del sufrimiento, aunque lo más remarcable es la presentación de San Sebastián como "alter Christus", estableciendo un paralelismo entre su martirio y la Pasión de Cristo, tanto como víctima de la violencia decretada por Diocleciano, equiparable a Poncio Pilatos, el amarre a una columna o un árbol, en consonancia con el madero de la cruz, e incluso en la representación ocasional con tres flechas, relacionadas con los tres clavos, o cinco, alusivas a las cinco llagas de la Pasión.

San Sebastián siempre fue presentando como protector contra la peste, cuya vinculación, según relata Paul Diacre en su Historia de los Lombardos, tiene su origen en la peste que asoló Roma y Pavía el año 680, donde se extendió la idea de que la epidemia no cesaría hasta que no fuese construido un altar a San Sebastián en la iglesia de San Pedro Advíncula de Roma1. A partir de entonces se comenzó a invocar al santo en las numerosas epidemias que con frecuencia asolaron Europa, generalizándose de esta manera su culto.

(Foto Twipu)
Ese es el punto de partida de la representación del Martirio de San Sebastián realizado por Juan de Juni para la iglesia de San Francisco de Medina de Rioseco, donde incrementa los valores narrativos del pasaje con la incorporación junto al joven mártir de dos nuevas figuras de verdugos: un judío y un soldado romano. Esto equipara la figura de San Sebastián con la de Cristo, pues el mismo Juan de Juni volvería a introducir estos personajes entre los intercolumnios laterales del retablo del Santo Entierro que realizara entre 1566 y 1571 para la catedral de Segovia.

La composición del grupo, con figuras de tamaño natural, presenta a San Sebastián como un joven amarrado al tronco de un árbol, con el cuerpo apenas cubierto por el paño de pureza y la anatomía describiendo un movimiento helicoidal e inestable de concepción manierista. El peso del cuerpo descansa sobre su pierna izquierda y apoya su espalda contra el tronco, con la mano derecha levantada y sujeta con cuerdas a la rama más alta, equilibrando la postura con el brazo izquierdo hacia abajo y la mano amarrada a una pequeña rama desbastada. Su torso, con dos flechas clavadas, se gira hacia la derecha, al igual que la cabeza, que aparece levantada en actitud suplicante.
El santo está caracterizado como un adolescente barbilampiño de complexión atlética y rasgos idealizados, esmerándose el escultor en sus matices anatómicos, entre los que se distinguen perfectamente las venas y músculos que el barro permite plasmar con gran verismo. Un espléndido trabajo naturalista presenta el paño anudado a la cintura, con profusión de pliegues y los cabos agitados por una brisa sobrenatural. Sorprende también la textura realista del tronco, donde aparecen trozos de corteza a medio desprender.

A la delicada figura del santo se contrapone la ruda figura del verdugo colocado a su derecha, un soldado romano que aparece en plena marcha con la cabeza vuelta hacia el joven mártir y portando en su mano izquierda la ballesta con la que le ha disparado. Aparece vestido de centurión, con una coraza bellamente decorada con una policromía de mascarones y grutescos aplicados a punta de pincel, y un manto azul que se desliza en diagonal por la espalda formando pliegues de gran suavidad. Como es habitual en la obra de Juni, su anatomía es vigorosa, con potente musculatura y una cabeza minuciosamente modelada, con abultados cabellos y barba formando rizos. A pesar que aparecer como un hombre armado, sus pies están descalzos, pudiéndose interpretar su gesto como cierto arrepentimiento por su papel de verdugo.

En el lado opuesto se coloca la figura de un judío, recostado sobre un tronco y con la mano izquierda levantada en actitud de sujetar un objeto desaparecido (¿un arma, la orden de ejecución?...). Esta caracterizado como un hombre maduro y calvo, vistiendo una camisa abotonada —repetida con frecuencia por el escultor en futuras figuras— y cubierto por un manto que le rodea el cuerpo mientras le sujeta con su mano derecha. Su gesto, con una sonrisa burlona, ojos muy abiertos y rasgos faciales marcados, se contrapone al carácter reflexivo del romano, lo mismo que el aparecer calzando borceguíes a la romana, sujetos con cordones y con mascarones antropomórficos de gran fantasía en las rodillas.

Rustici. Detalle del grupo de San Juan Bautista del Baptisterio de Florencia,
1506-1511. Museo dell'Opera del Duomo, Florencia

(Foto The idle woman.net)
En estas dos figuras complementarias, que comparten la disposición corporal helicoidal y el estar dotadas de vida interior, Juan de Juni establece un juego de contrapuntos: una figura con indumentaria civil y desarmada frente a otra militar portando una ballesta, el judío ricamente calzado frente al soldado descalzo, un personaje calvo y otro con el cabello abultado, el judío sonriendo burlonamente frente al gesto reflexivo del romano que representa a la justicia, etc.

Tanto el tipo de composición tripartita del tema, como la tipología humana de las figuras, remiten a las composiciones colocadas en los frontispicios de las puertas del Baptisterio de Florencia, especialmente al grupo dedicado a San Juan Bautista por Giovanni Francesco Rustici, (1474-1554), cuyo original se guarda en el Museo dell'Opera del Duomo, con el que presenta una gran similitud en los gestos y caracterización de las cabezas, aunque Juan de Juni infunde a las figuras mayor movimiento.

Giovanni Francesco Rustici. Grupo de San Juan Bautista, 1506-1511
Museo dell'Opera del Duomo, Florencia
Como es habitual en Juni, las figuras oscilan entre un elegante equilibrio clásico, que casi siempre rige la ordenación de sus composiciones prevaleciendo un eje de simetría, y la deformación irracional manierista, siendo con este lenguaje con el que el escultor consigue sus invenciones más expresivas.

No pasa desapercibida la complejidad técnica en la elaboración de esculturas de terracota de semejante tamaño, para cuya realización Juan de juni tuvo que acondicionar en Medina de Rioseco unos hornos especiales, realizando la cochura por partes que después eran ensambladas antes de aplicar la policromía que afortunadamente el grupo conserva íntegra. Esta presenta las características de su primera época, con abundancia de dorados y labores de estofados selectivas que están ejecutadas con cierto preciosismo, así como encarnaciones a pulimento que proporcionan un acabado brillante.  

El grupo recuperó los valores plásticos de su policromía tras su reciente restauración en el Centro de Conservación y Restauración de Bienes Culturales de la Junta de Castilla y León, destacando los ojos pintados con iris y pupila y los bellos trabajos de grutescos aplicados a punta de pincel en la coraza y faldones del soldado romano.

Juan de Juni. Grupo de San Jerónimo penitente, h. 1537. Iglesia de San Francisco, Medina de Rioseco
No tuvo la misma suerte el grupo de San Jerónimo penitente con el que forma pareja, una magistral composición en la que, por primera vez, afloran en la obra de Juan de Juni los recuerdos trágicos del Laocoonte. En la obra, excesivamente maltratada por los efectos de la humedad, se ha perdido la policromía, de la que apenas quedan restos del aparejo, aunque conserva la tersa y vigorosa anatomía que remite a la obra de Miguel Ángel.


Informe y fotografías: J. M. Travieso.





Izda.: Laocoonte, Museos Vaticanos / Dcha.: Juan de Juni, San Jerónimo, iglesia de San Francisco, Medina de Rioseco
NOTAS

1 LANZUELA HERNÁNDEZ, Joaquina: Una aproximación al estudio iconográfico de San Sebastián. Stvdivm, Revista de Humanidades 12, 2006, p. 246.













Juan de Juni. Grupo de San Jerónimo penitente, h. 1537
Iglesia de San Francisco, Medina de Rioseco















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