2 de junio de 2014

Fastiginia: El antiguo Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, un concepto museístico superado

Estampas y recuerdos de Valladolid

Produce un verdadero escalofrío contemplar, con la mentalidad actual, lo que fueron las salas del antiguo Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, convertidas en desordenados almacenes donde grandes obras maestras eran expuestas al público, en un espacio babélico, con el único criterio de su acomodo en función de su tamaño, dando lugar, en lo que la memoria nos alcanza, a uno de los contraluces más polémicos en la historia de nuestro patrimonio.

De nada sirve lamentarse hoy de una de las agresiones más catastróficas sufridas por el ingente cúmulo de obras artísticas vallisoletanas, que durante la tercera década del siglo XIX fueron víctimas de arriesgadas decisiones políticas que, por otra parte, reactivaron el desarrollo de la ciudad. Un panorama, pues, de luces y sombras, aunque con sombras muy negras.

Hemos de remontarnos al año 1835, un momento en que la monarquía estaba personificada en la Reina Regente doña María Cristina por ser menor de edad Isabel II, la heredera soberana. Corrían tiempos convulsos por estar el país sometido a continuos cambios gubernamentales —de moderados y progresistas— y asolado por una verdadera guerra civil. En medio de este complicado panorama, fue nombrado ministro Juan Álvarez de Mendizábal, que, antes de cumplir un mes en el cargo, el 25 de julio promulgó el primero de los decretos desamortizadores, al que siguieron otros el 3 de septiembre y el 11 de octubre de aquel mismo año, por los que, entre otras cosas, con la pretensión de acabar con el enfrentamiento social y crear crédito público, fueron suprimidas todas las comunidades religiosas y confiscados sus bienes, a excepción de aquellas benéficas dedicadas a la enseñanza de niños pobres y a la atención de enfermos.

Fruto de tan drásticas medidas gubernamentales, el 19 de febrero de 1836 se declararon en venta todos los bienes de dichas comunidades, cuyas posesiones fueron recogidas en un inventario denominado Bienes Nacionales que era controlado por las Comisiones de Arbitrios de Amortización. Sin embargo, no sólo la recaudación monetaria por la venta de aquellos bienes resultó un fracaso para las arcas estatales y la organización social, cuya finalidad era la de crear una clase media operativa, sino que en lo que respecta a objetos de arte, archivos y bibliotecas, es decir, el tesoro artístico y cultural de la nación, no incluido en el proceso de venta por destinarse a instituciones culturales, dio lugar a pérdidas irreparables de valiosos objetos artísticos y científicos y a una caótica gestión convertida en un lamentable naufragio patrimonial.

Al hilo de aquella desamortización eclesiástica, una comisión Recolectora llegó a reunir en Valladolid una ingente cantidad de obras artísticas procedentes de complejos conventuales de la ciudad tan enormes como el Monasterio de Prado, el Monasterio de San Benito el Real y los conventos de San Francisco y San Agustín, por citar los más significativos, junto a otras procedentes de Olmedo, Medina del Campo, Medina de Rioseco, etc., figurando entre las obras recogidas pinturas, esculturas, incluidos los fondos procesionales de algunas cofradías, retablos completos, objetos suntuarios y fondos documentales que representaban la identidad cultural del pueblo vallisoletano. 

Precisamente para preservar esta idea, por iniciativa del canónigo José Berdones, en 1842 fue creado el Museo Provincial de Bellas Artes, que encontró como sede el antiguo Colegio de Santa Cruz, también con sus bienes incautados desde tiempos de Godoy. En él ingresaron una innumerable cantidad de esculturas y retablos y hasta 994 pinturas de origen y calidad muy desigual, unas obras de grandes maestros y otras obras mediocres.

Fue en este proceso de adaptación a su finalidad expositiva donde, por si fuera poca la traumática descontextualización de las obras, se produjeron unos inconcebibles desaguisados que ponen los pelos de punta. Sirva como ejemplo el tratamiento dado al retablo de San Benito de Alonso Berruguete, cuyas esculturas y parte de la mazonería aparecen en las fotografías colgadas por las paredes de las galerías del patio de Santa Cruz, para cuya adaptación fueron serrados y mutilados sin miramientos muchos de sus componentes, hecho incalificable que ha impedido su posterior restauración para realizar la recomposición original.

Una muestra de este totum revolutum museístico también se aprecia en la gran sala iluminada por una larga claraboya que fue convertida en Salón de Actos, donde se colocaron las pinturas de gran formato, los bultos funerarios del Duque de Lerma y su esposa y la sillería de San Benito, que se ajustó a la pared sin mantener su composición original y la doble altura de sitiales, convirtiendo tan pretencioso espacio en un desván de residuos variopintos sin orden ni metodología o normas aplicables mínimamente científicas. Y si esto ocurría en las salas más representativas, podemos imaginar el aspecto de las bodegas convertidas en almacenes, todo un asilo póstumo donde, en lugar de estudio e investigación, las piezas esperarían su lenta descomposición sumidas en el caos.

El 4 de octubre de 1842 era inaugurado el Museo de Bellas Artes en un acto solemne, siendo promocionado como referente a visitar entre los turistas llegados a Valladolid, especialmente tras la novedosa llegada del ferrocarril a partir de 1860, un servicio que realmente constituyó un acicate para el inminente desarrollo de la ciudad, que perdió su carácter conventual para convertirse en urbe moderna en la que se abrieron nuevas calles y plazas, se crearon jardines como el Poniente y el Campo Grande, se desvió el cauce del Esgueva y se encauzó el Pisuerga para amortiguar las sistemáticas inundaciones, siendo significativa la fundación de El Norte de Castilla, decano de la prensa diaria en España, la inauguración del alumbrado eléctrico en 1887, con La Electra levantada sobre una antigua fábrica textil, la construcción de teatros y del Círculo de Recreo Mercantil, un tiempo que se condensa en la imagen del Pasaje Gutiérrez, levantado en 1886 al estilo parisino.


Al mismo tiempo, en territorios de la provincia sucumbía a la ruina gran parte del patrimonio religioso, que fue abandonado a su suerte, siendo ejemplos tristemente representativos los monasterios de la Armedilla en Cogeces, Palazuelos en Corcos, Matallana en Villalba de los Alcores, San Pablo de la Moraleja, la Cartuja de Aniago en Villanueva de Duero...

Retomando el devenir del Museo Provincial de Bellas Artes, es elocuente la impresión manifestada por la inglesa Louisa Mary Anne Tenison, la primera turista que visitó la instalación de Santa Cruz durante su viaje a España entre 1850 y 1852: «Pinturas, esculturas y tallas, de los muchos conventos arruinados de Valladolid están aquí recogidas en el más admirable desorden: y las pocas cosas buenas entre ellas están casi perdidas entre la basura...». También son llamativas las expresiones del escritor Admundo D'Amicis tras la visita al museo en tiempos de la Primera República: «Entré y retrocedí asustado, pareciome que me había metido en un manicomio de gigantes. Estaba la sala llena de colosales estatuas de madera pintada representando a todos los actores y comparsas del gran drama de la Pasión».

Esta caótica situación motivó la creación de una Junta de Acción Ciudadana que en 1923 reclamaba la intervención del Estado, Diputación y Ayuntamiento para acondicionar con dignidad y dotar de vigilancia la exposición de tantas obras maestras, vulnerables, entre otras causas a los riesgos de incendio. Fruto de aquella iniciativa, fue construido el pabellón que comunica el Colegio de Santa Cruz con la Hospedería, después Salón de Actos, donde, entre otras obras, se pudieron reunir los pasos reconstruidos por iniciativa del arzobispo don Remigio Gandásegui a partir de 1920.

En 1930, ante la difusión en la prensa de la noticia de la cesión del Colegio de San Gregorio a una orden religiosa, se solicita al Presidente del Consejo de Ministros y al ministro de Instrucción Pública que sean atendidas las peticiones del Ayuntamiento y otras corporaciones vallisoletanas para ceder los derechos estatales sobre el edificio para alojar dignamente la colección artística y así respetar los derechos del pueblo de Valladolid. Fruto de aquella iniciativa, tras la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, el Gobierno confirma el traslado del museo al Colegio de San Gregorio, dotando para ello la correspondiente partida económica. 

A comienzos del año 1933, siendo Director General de Bellas Artes don Ricardo de Orueta, colaborador entusiasta, se refunda como Museo Nacional de Escultura en las dependencias del Colegio de San Gregorio, que no sólo acogerían los fondos procedentes de Santa Cruz, sino también aportaciones del Museo del Prado y otras instituciones, iniciándose incluso la compra estatal de esculturas religiosas para rellenar algunas lagunas de la historia de la escultura española.
La inauguración oficial, a pesar de no poder asistir Niceto Alcalá Zamora, Presidente de la República, que había sido invitado por el alcalde socialista Antonio García-Quintana, tuvo lugar el 2 de julio de 1933. Desde entonces, merced a los trabajos de investigación de Juan Agapito y Revilla, Francisco de Cossío, Constantino Candeira y Federico Wattenberg, la insuperable colección artística de escultura pasó a formar parte de nuestra memoria cultural, con las piezas presentadas dignamente para convertirse en paradigma de la experiencia educativa sobre nuestro arte y pensamiento en tiempos precedentes.

Bajo la óptica actual, aquellas viejas imágenes del primitivo Museo Provincial de Bellas Artes pueden parecer un mal sueño que nunca debió de existir. Afortunadamente, hoy día la realidad es muy diferente y el Museo Nacional de Escultura, radiante tras su remodelación culminada en 2009, se ha convertido, según los criterios museísticos de nuestro tiempo, en un atrayente lugar de estudio e investigación científica con misión de servicio público, así como un centro de cultura revitalizador de la ciudad, labor a la que se ha entregado con pasión su directora María Bolaños, aunque nunca haya perdido el carácter de espacio casi sagrado y mágico que tanto contribuye al deleite de los visitantes.






Aspecto actual del Museo Nacional de Escultura de Valladolid














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