MALDITO
SILENCIO
El acoso al que me vi sometida durante años supuso
un cambio radical en mi vida…
Mi historia, como todas las historias, no tiene
ningún sentido si no se comienza desde el principio.
Me llamaron Alma, como mi madre. Nací en la misma cama
que mis hermanas Amparo y Antonia, doce y diez años mayores que yo, unos meses
después de darse por acabada nuestra guerra civil, aunque a mi corto entender
tardó muchos años más en concluirse.
Era el primero de octubre de 1939, un día que pasó a
llamarse del “Caudillo” porque en esa misma fecha, en 1936, fue investido como
jefe supremo del bando sublevado un militar poco conocido llamado Francisco
Franco. Comenzaban años de “paz”, decían, pero también de persecuciones, temor,
hambre, miserias…
Madre murió cuatro días después de mi nacimiento por
lo que los pocos recuerdos que tengo de ella no son los míos. En el pueblo
todos decían que al verme a mí la veían
a ella. Ahora sé que con su muerte, con mi nacimiento, comenzó a desmoronarse
nuestra casa, nuestra familia…
A mi tuvo que amamantarme, según me dijeron, una
vecina del pueblo a quien padre pagaba con dos o tres litros de leche de
nuestra vaca, Lucera se llamaba.
El nombre de padre era José, pero todos le llamaban
Pepe el “Sieteperras”, era labrador en este pueblo seco y árido de Castilla.
Mirando al cielo, como siempre se ha hecho, cultivaba trigo, cebada o centeno y
en un cuartal patatas o legumbres para nuestro consumo. Araba con una mula a la
que llamaba “mula” y que murió de vieja a finales de los años cuarenta. En casa
había también media docena de gallinas, un gallo y unos cuantos conejos, además
de Lucera, como os he dicho.
Hambre en casa no pasamos, nos abastecíamos y además
teníamos con que hacer trueque o comprar de estraperlo los alimentos de los que
estábamos faltos, arroz, azúcar, aceite…
No guardo ni un solo buen recuerdo de mi infancia.
Nunca recibí un beso, ni una caricia, ni siquiera una sonrisa de padre o de mis
hermanas. Ya de mayor, intuí que me culpaban de la muerte de madre, a la que
padre ordenó no volver a nombrar en casa.
Desde muy chica solo recibía órdenes: ¡Alma…!,
recoge la mesa, friega, recoge los huevos de las gallinas… Fueron mis primeros
cometidos aunque ni con un banco al fregadero llegaba; después me tocó ordeñar,
dar de comer a los animales, limpiar la cuadra, las conejeras, ir a por agua…,
mientras el resto de los niños del pueblo jugaban.
Por bueno lo hubiera dado si mi padre o mis hermanas
me hubieran premiado con al menos una sonrisa, pero no, sólo reproches, - no
vales para nada, todo lo haces mal, maldito el día en que naciste…-, tanto me
lo decían que yo me creía imposibilitada.
Cuando entré en la escuela, con seis años, Amparo se
marchó a “servir” en una casa de Madrid y dos años después, Antonia, en cuanto
cumplió los dieciocho como su hermana, hizo lo mismo en una casa en Bilbao.
Padre y yo nos quedamos solos, mi trabajo aumentó al
mismo ritmo que su hostilidad hacia mí. Tuve que encargarme, además, de todas
las tareas de la casa, como limpiar, cocinar, ir a lavar a los lavaderos con
las mujeres del pueblo…
Yo sólo era feliz en la escuela con Juana, mi
maestra. Fue lo más cercano a una madre que tuve, la única que se atrevió a
hablar con padre para que no me encomendara tantas tareas, pero de nada sirvió.
A menudo me dormía en clase y Juana demandaba silencio a las otras niñas, a
veces despertaba cubierta con su chal… ¡Qué bien olía Juana! Ella fue la que me
explicó lo que era haberme convertido en mujer cuando entré llorando del recreo
porque me corría la sangre por las piernas…
Después enfermé. Al principio padre me llamaba
zángana, vaga… Hasta que un día al volver del campo me encontró desmayada; una
anemia galopante, dijo el médico que tenía. Reposo y buena alimentación fue su
receta.
Por aquel entonces padre rondaba a una viuda de un
pueblo de al lado, se casaron y la trajo a casa. Me cuidó de no muy buena gana.
Quizá esa fuera la causa por la que padre accedió a
los deseos de mi maestra. Ya acababa la escuela, en la casa estorbaba y me
enviaron a un internado-noviciado de la provincia de Salamanca. Tenía quince
años.
Todo el empeño que en casa ponía para trabajar, allí
lo ponía para estudiar. Aprobé en dos cursos el bachillerato elemental y su
reválida, comencé a estudiar Magisterio, quería ser como Juana…Apenas iba de
visita a casa.
A punto de acabar la carrera me pasaron aviso, padre
estaba muy enfermo y no sabían cuánto le quedaba.
Aún no sé por qué fui a verle, allí estaba, en su
cama, la misma en la que yo había nacido y al verme intuí un poco de ternura en
su mirada. Tres noches pasé en vela a su lado. La última me llamaba: ¡Alma…
Alma…! Yo dudaba si era a mí o a madre a quien llamaba.
Con temor agarré su mano, -aquí estoy, padre-, dos
surcos plateados resbalaron por su cara, me pidió perdón y por primera vez me
llamó hija, -aunque hija mía no seas- y entonces me contó la historia. «A tu madre, la única mujer a la que he
amado, la violó uno de los tres
falangistas que nos hicieron acoger en casa. Yo trabajaba duro, era la
época de la sementera y no me di cuenta de cómo la miraba. Yo tuve que callar,
el miedo me obligó…Tú fuiste fruto de esa relación, pero no de la muerte de tu
madre, perdóname hija, perdóname…» Fue lo último que dijo y yo no pude decirle
nada.
No sé si mis hermanas supieron que había muerto, no
volvimos a tener noticias de ellas desde poco después de irse de casa. Mi único
vínculo con aquella tierra era epistolar, a través de Juana, mi madre, mi
maestra.
Regresé al internado, acabé la carrera, no me hice
novicia y me dediqué a enseñar a los hijos de otras en la escuela.
Tardé muchos años en estar en paz, en intentar
perdonar, pero nunca he podido olvidar aquellos años en que fui hostigada,
maltratada, perseguida, explotada… ahora lo llaman ACOSO, ¡qué más da la
palabra…!, yo solo sé que me robaron la niñez, que no he podido nunca
recuperarla, solo la he visto en los ojos de los niños que pasan por mis manos,
los que de alguna manera han sustituido a los que no quise tener para no
perpetuar la estirpe de aquel maldito que puso su semilla en el vientre de mi
madre…
JULIA CARRETERO, abril 2014
Taller
Literario Domus Pucelae. Texto nº 6
Ilustración:
"La familia bien, gracias".
* * * * *
Las ilustraciones revelan lo que la escritura calla.
ResponderEliminarMe he quedado de piedra! Esto no es un relato corto, es una novela. La pequeña Alma me ha enganchado: quiero saberlo todo de ella. Sigue escribiendo, Julia, es una historia buenísima que deberías desarrollar, llega al corazón y no le faltarían lectores. Besos.
ResponderEliminarNo es relato , es verdad , le falta la brevedad , pero lo combate con una descripción muy viva
ResponderEliminarAquí a cualquier cosa llaman relato. Me parece un plagio indecente y descarado de otro que leí hace algún tiempo. Se nota que esa tal Elisa Vazquez debe ser amiga o de la familia de esta que se hace llamar escritora. La queda mucho para llegar a eso
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