CRISTO DE LA
AGONÍA
Juan Antonio
de la Peña (Santa María de Galdo, Mondoñedo (Lugo), h. 1650 - Valladolid 1708)
1684
Madera
policromada
Iglesia
Penitencial de Jesús Nazareno, Valladolid
Escultura
barroca española. Escuela castellana
Dos figuras de Cristo, relacionadas con la Semana
Santa de Valladolid, son grandes obras maestras de la imaginería barroca que
presentan la peculiaridad de ser realizadas por seguidores de Gregorio
Fernández como consecuencia de diferentes problemas originados en el seno de
sus correspondientes cofradías. Una de ellas es el Cristo del paso procesional
de la Oración del Huerto, encargado a
Andrés Solanes en 1628 por la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz, tras
haber sido esta objeto de una reclamación judicial por parte de Gregorio
Fernández, por haber incumplido el pago acordado respecto al paso del Descendimiento entregado en 1623, lo que
motivó la búsqueda de un escultor alternativo. Otra es el denominado Cristo de la Agonía, encargado en 1684 a
Juan Antonio de la Peña por la Cofradía Penitencial de Jesús Nazareno como
solución a su enfrentamiento con los frailes del convento de San Agustín, donde
originariamente esta cofradía tenía su sede canónica, al que al independizarse
tuvieron que entregar sus pasos procesionales, tras la reclamación judicial de
los agustinos de unas obras que consideraban de su propiedad, lo que obligó a
los nazarenos a encargar imágenes sustitutorias.
Por fortuna, en un caso y otro, tanto Andrés Solanes
como Juan Antonio de la Peña, fieles seguidores de la estética pasionaria implantada
por Gregorio Fernández, no sólo fueron capaces de realizar unas imágenes de
evidente calidad y a la altura de lo solicitado siguiendo las pautas del gran
maestro gallego, sino dos de las representaciones pasionales de Cristo vivo de
mayor fuerza y expresividad en el extenso elenco vallisoletano.
BREVE ESBOZO BIOGRÁFICO DEL ESCULTOR JUAN ANTONIO DE LA PEÑA
La trayectoria biográfica del escultor Juan Antonio
de la Peña se limitaba a un escueto catálogo de obras documentadas y
atribuciones especulativas hasta que Jesús Urrea publicó en 2007 un documentado
esbozo monográfico en el Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la
Purísima Concepción1, un estudio centrado más en la reconstrucción
de la vida íntima del escultor que en su obra artística.
Gracias al mismo, sabemos que Juan Antonio de la
Peña nació hacia 1650 en Santa María de Galdo, perteneciente al obispado
lucense de Mondoñedo, hijo de Jacinto Fernández de la Peña y María López
Sanjurjo, que tuvieron siete hijos. Una vez manifestada su inclinación
artística, siendo joven se trasladó a Valladolid para realizar su formación,
posiblemente estimulado por su paisano Alonso Fernández de Rozas, que en 1670
ya tenía un prestigioso taller abierto en Valladolid. En 1673, ya conseguido el
grado de maestro escultor, contrajo matrimonio en la iglesia de la Antigua con
Francisca Antonia de Santiago, con la que tuvo nueve hijos de los que sólo
sobrevivieron tres: José (1672), pintor que acabaría instalado en Miranda do
Douro (Portugal); María Lorenza (1679), que casaría con el escultor Pedro de
Ávila, y Juana Rosa, futura monja agustina en el vallisoletano convento de San
Nicolás.
Primero vivió en una casa de la calle Cantarranas y
después en otra próxima a la primitiva iglesia de San Miguel (en la esquina
derecha de la confluencia de la actual Plaza de los Arces y la calle San
Antonio de Padua). En 1691 adquirió una pequeña casa situada junto a la ermita
de Nuestra Señora del Val, figurando entre su círculo de amistades el pintor
Jerónimo Benete, los escultores Andrés Pereda y José de Rozas, los
ensambladores Cristóbal Ruiz de Andino, Blas Martínez de Obregón y Alonso
Manzano, así como el licenciado y presbítero Juan Antonio González Bahamonde.
Hombre piadoso, durante su vida ejerció como benefactor de la iglesia de San
Miguel, a la que tuvo presente en su testamento, convirtiéndose, por su
devoción y afición al arte, en coleccionista de pintura religiosa. Fue miembro
y diputado de las cofradías de Jesús Nazareno y de la Pasión y estuvo inscrito
en la Congregación de San Lucas, que con sede en la iglesia del Dulce Nombre de
María agrupaba a pintores, escultores y arquitectos.
Entre sus clientes figuraron las cofradías de la
Pasión y Jesús Nazareno, la iglesia de San Martín, los jerónimos del Monasterio
de Prado, el Colegio de San Albano, los jesuitas de la Colegiata de Villagarcía
de Campos y la iglesia de Medina del Campo, cofradías de Ataquines y Montealegre
y particulares de Peñafiel, Palencia, León, Zamora, Verín y Azpeitia, para los
que elaboró sobre todo imágenes del Niño Jesús, vírgenes y crucifijos, en su
gran mayoría ajustándose con gran fidelidad a los modelos creados por Gregorio
Fernández, por otra parte requisito exigido por los comitentes.
Tras quedar viudo en 1707, Juan Antonio de la Peña
sufrió una grave enfermedad de la que era asistido por el boticario del
convento de San Pablo, falleciendo en su casa de Valladolid el 2 de enero de
1708, cuando no había cumplido los 60 años de edad. Fue enterrado la iglesia de
San Miguel, en una ceremonia solemne a
la que asistieron doce sacerdotes representantes de dicha iglesia, los niños de
la Doctrina y del Amor de Dios y miembros de las cofradías a las que
pertenecía. Por su testamento podemos recomponer su nivel de vida acomodado,
fruto de su trabajo, y el conjunto de útiles de trabajo utilizados en su taller
desde 1684 hasta su fallecimiento.
A su muerte, los talleres escultóricos
vallisoletanos más prestigiosos pasarían a ser los de José de Rozas y Pedro de
Ávila, como ya se ha dicho yerno de Juan Antonio de la Peña, que llegaría a ser
el escultor más sobresaliente en el panorama vallisoletano de finales del siglo
XVII.
EL CRISTO DE LA AGONÍA Y LAS PERIPECIAS DE UNA COFRADÍA
Por su constante presencia en las celebraciones de
Semana Santa y su custodia en una iglesia vallisoletana tan céntrica y
emblemática, el Cristo de la Agonía
es posiblemente la obra más conocida de Juan Antonio de la Peña, sobre todo
desde que el historiador Filemón Arribas Arranz desvelara su autoría2.
Se trata de un crucificado que generalmente es relegado a un segundo plano ante
los magistrales ejemplares legados a la ciudad por Pompeo Leoni, Francisco de
Rincón y Gregorio Fernández. Sin embargo, este crucifijo, de origen atribulado
como después veremos, es una obra maestra que recoge la herencia del mejor arte
naturalista que, siguiendo las directrices trentinas, desarrollaron los
prestigiosos talleres vallisoletanos desde los albores del siglo XVII,
revelando el nivel alcanzado por los seguidores fernandinos en las postrimerías
de la centuria.
Sed tengo, antes la Crucifixión. Gregorio Fernández, 1612 Museo Nacional de Escultura, Valladolid |
Para justificar su encargo, hemos de referirnos a
los avatares de la histórica Cofradía Penitencial de Nuestro Padre Jesús
Nazareno, fundada en 1596 en el seno del convento de San Agustín, en cuya
iglesia disponían de una capilla que acabaría tomando la advocación de Jesús
Nazareno, en la que, según informa el Libro
Becerro, la cofradía comenzó a realizar sus cultos y su participación en las
procesiones con tres pasos de papelón
o imaginería ligera.
En 1612, siguiendo el ejemplo de la Cofradía de la
Pasión de sustituir los antiguos pasos de papelón por otros enteramente
tallados en madera, de los cuales fue pionero La Elevación de la Cruz, realizado por Francisco de Rincón en 1604,
un grupo del gremio de pasamaneros, con Pedro Márquez a la cabeza en
representación de Damián Torres, Manuel Hermosilla, Gaspar Baca, Juan de la
Torre y de sí mismo, encargaba a Gregorio Fernández el paso de la Crucifixión para ser donado a la Cofradía de Jesús Nazareno con sede en San
Agustín. El paso, compuesto por la figura de Cristo recién crucificado, un
sayón encaramado a una escalera apoyada en la cruz y clavando el rótulo
"INRI" y un segundo ofreciendo
a Jesús la esponja empapada en hiel, fue incrementado en 1616 con tres nuevas
figuras de sayones, los que juegan a los dados, a los que durante algún tiempo
se les incorporaron una espada y un puñal, y el que sujeta una lanza y un
caldero, motivo por el que fue conocido como el Paso grande (actualmente denominado Sed tengo y conservado íntegro en el Museo Nacional de Escultura).
Del mismo modo, sería el desigual Pedro de la Cuadra
el autor del Jesús Nazareno titular
de la Cofradía, representado rodilla en tierra durante una de las caídas camino
del Calvario a través de una imagen vestidera.
Pasado un tiempo, se produjo un desencuentro entre
la Cofradía de Jesús Nazareno y el convento de San Agustín que la acogía,
siendo eliminado del Cabildo de Gobierno el representante agustino, al tiempo
que las reuniones preceptivas pasaron a celebrarse tanto en la cercana
parroquia de San Julián como en la ermita de Nuestra Señora del Val, ambas
desaparecidas. Desde entonces, en la Cofradía fraguó la idea de construir una
sede propia con su correspondiente iglesia y hospital, hecho que comenzó a
materializarse cuando el regidor Andrés de Cabezón ofreció en 1627 unos
terrenos colindantes a la plaza de la Rinconada.
Por otra parte, tal fue el impacto causó el
crucificado de Gregorio Fernández que los monjes agustinos le solicitaron para
ser colocado en el altar mayor, aunque primeramente fue ubicado en la capilla
de Nuestra Señora de Gracia, de la que era patrono Pedro Ruiz de la Torre y
Buitrón, hasta su asentamiento en el altar mayor en 1616, hecho que originó el
recelo de los cofrades nazarenos, que veían peligrar su uso procesional, por lo
que hicieron firmar a los agustinos el depósito provisional de sus imágenes
hasta la finalización de la iglesia penitencial que estaban construyendo. A
causa de estos hechos, la ruptura entre la Cofradía de Jesús Nazareno y los
frailes agustinos se hizo realidad en 1651, si bien en tono cordial y
manteniendo sus vínculos.
Pero era inminente el desencuentro definitivo. Cuando
en 1676 fue terminada la nueva sede, la Cofradía redactó una nueva Regla y se
quedaron con los pasos del convento de San Agustín tras su salida en procesión
en el Viernes Santo de aquel año, hecho que motivó el establecimiento de un
pleito por parte del convento agustino, cuya sentencia de 1684 le fue
favorable, teniendo que devolver la Cofradía todos los pasos procesionales a
los frailes, entre ellos el crucifijo y los dos primeros sayones del Paso grande.
Para paliar tal carencia, la Cofradía de Jesús
Nazareno tuvo que encargar nuevas tallas sustitutorias, ocupándose Juan de
Ávila en 1680 del paso del Despojo o
del Expolio (Preparativos para la
Crucifixión); un escultor desconocido —posiblemente Juan Antonio de la Peña— de
una copia mimética de Jesús Nazareno
y en 1684 Juan Antonio de la Peña, por entonces Alcalde de la Cofradía, de una
nueva imagen de Cristo crucificado —el actual Cristo de la Agonía— para recomponer el paso de la Crucifixión con los tres sayones
disponibles, que fue incrementado en 1717 con la compra de los dos sayones fernandinos
del rótulo y la esponja al boticario Andrés Urbán, que los había recibido del
convento de San Agustín como condonación de una deuda y que los ofreció en
venta a la Cofradía.
De este modo, el Cristo
de la Agonía de 1684 vino a ser un Cristo "suplente" del original
de Gregorio Fernández de 1612, lo que explica las analogías formales entre ambos.
Con un tamaño ligeramente inferior, aunque a escala natural (1,83 m.), comparte
la peculiaridad de representar a Cristo vivo para adaptarlo al pasaje, algo
infrecuente en los crucifijos castellanos, aunque la vigorosa anatomía
fernandina se torna en otra más lisa y de suave modelado. Igualmente,
seguramente por exigencias de los nazarenos, presenta similitudes en el
ondeante paño de pureza, en la colocación abierta y en tensión de los dedos de
las manos y en el uso de una corona de espinas postiza.
Fiel al estilo de Gregorio Fernández, la tensión
emocional se centra en la impresionante cabeza, una de las más bellas y
expresivas del barroco procesional vallisoletano, con larga melena que,
siguiendo la estela de Fernández, cae por la derecha sobre el pecho en forma de
rizos filamentosos y remonta la oreja por la izquierda, dejándola visible. Con
barbas de dos puntas, ojos postizos de cristal y boca entreabierta, con dientes
apreciables y parte del paladar, sugiere la sed mencionada en las Siete
Palabras.
Complementa su dramática imagen, mezcla de
resignación y dolor, una policromía con encarnaciones mates, al gusto de la
época en la búsqueda de naturalismo, con hematomas violáceos, llagas abiertas y
regueros de sangre producidos por las espinas y los clavos.
A lo largo de su historia, el Cristo de la Agonía ha integrado la segunda versión del paso de la Crucifixión, durante años ha formando
conjunto con la Virgen de la Vera Cruz,
para completar la secuencia anterior al Descendimiento,
dada la peculiaridad de estar Cristo vivo, y en los últimos tiempos desfila de
forma aislada en la tradicional procesión del Vía Crucis colocado sobre unas
andas en forma de cruz. A lo largo del año, recibe culto en un altar neoclásico
de la iglesia de Jesús.
Por su parte, los sayones y el crucificado original,
reagrupados tras el proceso desamortizador en el Museo Provincial de Bellas
Artes, desde 1933 Museo Nacional de Escultura, se exponen integrando la escena
procesional tal como fue concebida por Gregorio Fernández.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
NOTAS
1 URREA FERNÁNDEZ, Jesús. La
biografía al servicio del conocimiento artístico. El escultor Juan Antonio de
la Peña (h. 1650-1708). Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la
Purísima Concepción nº 42, Valladolid, 2007, pp. 43-56.
2 ARRIBAS ARRANZ, Filemón. La
Cofradía penitencial de N. P. Jesús Nazareno de Valladolid. Valladolid,
1946, pp. 82-90.
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