RETABLO DE
SAN JUAN BAUTISTA
Juan de Juni
(Joigny, Borgoña 1506-Valladolid 1577)
Inocencio
Berruguete (Valladolid, h. 1520-h. 1575)
1551
Madera
policromada
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente
de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid
Escultura
renacentista española. Manierismo. Escuela castellana
PROCESO DE
RECOMPOSICIÓN HISTÓRICA
Fue el pintor e investigador valenciano José Martí y
Monsó, en su obra Estudios histórico-artísticos
relativos principalmente a Valladolid, publicada en Valladolid en 1901,
quién, en un apartado dedicado a Inocencio Berruguete, sobrino del célebre
escultor de Paredes de Nava, desveló las circunstancias del contrato del
retablo dedicado a San Bautista1. Por él sabemos que el 6 de abril de
1551 doña Francisca de Villafañe, viuda de Diego de Osorio, encargaba a Juan de
Juni y su discípulo Inocencio Berruguete un retablo destinado a la capilla
funeraria que la familia disponía en la iglesia del monasterio de San Benito el
Real de Valladolid, situada en el lado del Evangelio del trascoro bajo,
debiendo ser entregado en la cuaresma de 1552 con la escultura realizada en
madera de nogal.
Años después, en 1946, Esteban García Chico
completaba la información desvelando que la policromía de dicho retablo2
fue solicitada en 1560 al pintor Juan Tomás Celma, que ya había actuado como
testigo en la formalización del contrato. Desde que fuera culminado permaneció
al culto en dicha iglesia hasta la Desamortización de Mendizábal, siendo
desmontado en 1842 y la mayor parte de la obra escultórica, no toda, recogida
en el Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, recién creado en el
Colegio de Santa Cruz, desconociéndose el destino de la estructura arquitectónica
original.
Pasarían muchos años para que, a la vista de la
extraordinaria calidad de las esculturas debidas a la gubia de Juan de Juni,
surgiera el interrogante acerca del aspecto e imágenes integrantes del
conjunto, un asunto que finalmente ha sido desvelado en su mayor parte,
permitiendo aventurar cómo era su traza y su composición escultórica. La
primera identificación de las esculturas fue realizada por Juan Agapito y
Revilla en La obra de los maestros de la
escultura vallisoletana. Papeletas razonadas para un catálogo. Berruguete,
Juni, Jordán, a la que siguieron distintos estudios de Juan José Martín
González3 centrados en la obra de Juan de Juni. El panorama se
completó con el artículo publicado en 2000 por Manuel Arias Martínez, que
incluía una recreación del retablo realizada por el arquitecto Luis Alberto
Mingo Macías, de modo que en base a este proceso podemos recomponer, al menos
virtualmente, cómo era la hechura y las imágenes componentes del retablo.
EL RETABLO DE SAN JUAN BAUTISTA
Se trataba de un retablo de discretas dimensiones —trece
pies de ancho, según se especificaba en el contrato—, compuesto por dos cuerpos
y tres calles, con una prolongación de la hornacina central del segundo cuerpo
en forma de espadaña que configuraba el ático, en cuyos extremos figurarían los
emblemas familiares de los Osorio-Villafañe. La hornacina central del primer
cuerpo estaba reservada a San Juan
Bautista, titular del altar, a cuyos lados se colocaban otras imágenes de
menor tamaño que representaban a San
Benito y su hermana Santa Escolástica,
sobre las que se tiene constancia iban colocados unos tondos con pinturas que
no se han conservado. En el segundo cuerpo se cobijaban dentro de hornacinas la
imagen de María Magdalena, en la
calle central, y las de San Jerónimo
y Santa Elena a los lados, un
santoral elegido personalmente por la dama comitente.
Las imágenes de San
Juan Bautista y la Magdalena son
obras sobresalientes de Juan de Juni , así como las de los dos santos
benedictinos, mientras que las de San
Jerónimo y Santa Elena se deben a
la gubia de su discípulo y seguidor Inocencio Berruguete. A excepción de la
figura de San Benito, que se da por
desaparecida, y la de Santa Escolástica,
felizmente localizada en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen Extramuros de
Valladolid4, las cuatro restantes se conservan en el Museo Nacional
de Escultura después de su entrega inicial al antiguo Museo de Bellas Artes,
hecho que permite establecer por comparación la genialidad creativa del
borgoñón frente a la discreta emulación del gran maestro por parte del discípulo
vallisoletano.
San Juan Bautista
La imagen de San
Juan Bautista es una de las creaciones más personales de Juan de Juni y una
de sus grandes obras maestras. En ella se concentra la esencia de su peculiar
sensibilidad para renovar iconografías tradicionales con un nuevo y arriesgado
vocabulario plástico muy diferente a lo realizado por otros escultores del
activo entorno castellano del siglo XVI, en este caso a través de un lenguaje
decididamente manierista que contribuye a realzar su sentido dramático.
Cuando el 14 de enero de 1506 fue descubierto en
Roma el mítico grupo de Laocoonte, en
terrenos del Esquilino que habían formado parte de la Domus Aurea de Nerón y del posterior palacio de Tito, el hallazgo
produjo en el mundo del arte una verdadera conmoción. Aquella escultura citada
en tono laudatorio por Plinio como obra de Agesandro, Polidoro y Atenodoro,
representando la muerte del sacerdote troyano y sus hijos, estrangulados por
serpientes como castigo divino, se iba a convertir en el Renacimiento en la
imagen por excelencia del sufrimiento humano y en inagotable fuente de
inspiración para los artistas, siendo Juan de Juni uno de los escultores en
cuya obra se aprecia una clara influencia de aquella insuperable obra maestra
de la escuela rodia, lo que ha hecho especular sobre un posible viaje a Italia del
escultor antes de recalar en León, aunque bien pudo haberla conocido a través
de algún grabado, como el realizado por el ravenés Marco Dente.
La huella del
Laocoonte aflora con vehemencia en la escultura juniana de San Juan Bautista,
tanto por la disposición diagonal de la figura como por la mirada dirigida a lo
alto, la boca entreabierta, el cabello abultado, el pecho hinchado, los
músculos en tensión y la posición inestable, elementos que contribuyen a
realzar su patetismo, tan acorde con la mentalidad del arte castellano.
Asimismo, en la escultura perviven los volúmenes rotundos y los plegados
gruesos de la escultura borgoñona, aunque las formas adquieren el valor de una
auténtica experimentación a través de un amaneramiento premeditado en el que se
define un movimiento helicoidal por el que la figura gira sobre sí misma para crear
distintas líneas de fuerza.
Con un dominio magistral de las proporciones, la
tensionada anatomía se muestra plena de movimiento e inestable, recurriendo a
la colocación de apoyaduras, como en la escultura clásica, que actúan como
soporte y contrapunto volumétrico en la composición, permitiendo establecer un
eficaz discurso narrativo. San Juan aparece representado en el desierto, con la
rodilla y el brazo derecho apoyados sobre el tronco de un árbol seco, con los
brazos levantados a la altura del pecho. En su mano izquierda sujeta una vara
crucífera (mutilada) y con la derecha señala la presencia de un cordero,
también apoyado sobre el tronco, en alusión a su condición de Precursor del
sacrificio de Cristo, según los atributos de la iconografía tradicional.
El reposo del cuerpo exclusivamente sobre la pierna
izquierda y la colocación distorsionada de la derecha produce una inestabilidad
intencionada que es amortiguada por el soporte del tronco y por la envoltura
del manto que cubre su desnudez, que se desliza desde el hombro izquierdo por
la espalda y se sujeta con un cinturón formando airosos pliegues, con uno de
los cabos cubriendo parcialmente al pacífico cordero. Entre todos los elementos
compositivos destaca el trabajo de la cabeza, convertida en centro emocional y
dramático, con una barbas alargadas que hacen recordar ciertos modelos de
Alonso Berruguete.
Siguiendo las instrucciones de Juni y las exigencias
de doña Francisca de Villafañe, el pintor Juan Tomás Celma consigue en la talla
del Bautista un atractivo contraste entre la anatomía atlética, con encarnación
a pulimento según las exigencias del contrato, y los ricos estofados del manto
en tonos rojizos y bellos grutescos aplicados a punta de pincel, con el oro
subyacente aflorando, al igual que en el tronco y el cordero, dando a la figura
un aspecto radiante. Pocas veces como en esta escultura adopta Juan de Juni un
manierismo tan radical, con un dinamismo nervioso y el predominio de la curva y
contracurva en un ejercicio de ejecución impecable.
María Magdalena
La rotundidad anatómica de San Juan Bautista es sustituida en la figura de la Magdalena por una sutil elegancia y un
movimiento mesurado, a pesar de estar representada en actitud de caminar. En su
mano derecha sujeta el pomo de perfumes, del que sólo se conserva la base, y en
la izquierda porta un libro replegado contra el cuerpo, mientras gira la cabeza
levemente hacia la izquierda, siguiendo de nuevo la disposición del cuerpo un
movimiento helicoidal con actitudes contrapuestas.
El rostro terso presenta un peculiar concepto de belleza
de resonancias clásicas, con los ojos oblicuos y una toca, sujeta a modo de
diadema, que a los lados deja al aire parte de los ensortijados cabellos y cae
por detrás de la cabeza formado airosos pliegues, mostrando la capacidad
creativa de Juni para diseñar originales vestiduras. En este caso la Magdalena
presenta un juego de vestidos superpuestos, un recurso frecuente en el
escultor, siendo apreciables una túnica larga y otra más corta superpuesta, a
modo de peplo clásico, que están ceñidas a la cintura mediante un corpiño
ajustado con aberturas para los pechos. Completa el atuendo un manto de tonos
azulados, abrochado a la altura del pecho, y unos zapatos rojos.
A pesar de la amalgama de paños y pliegues que
envuelven el cuerpo, Juni consigue sugerir con nitidez el trazado anatómico a
través de un modelado suave que recuerda sus trabajos en terracota, así como
con la colocación caprichosa de los pliegues de los paños que envuelven la
figura en una maraña de curvas.
La elegancia de la escultura queda reforzada por las
bellas labores de policromía que la cubren por completo. A la encarnación a
pulimento se suma una exquisita ornamentación de los paños a base de
esgrafiados y motivos a punta de pincel con toda una gama de grutescos entre
los que aparecen flores, roleos, bustos, mascarones, etc., proporcionando una
gran luminosidad y suntuosidad a la indumentaria.
Santa Escolástica
La santa aparece representada en edad madura y
vistiendo un hábito benedictino de anchas mangas y suntuosa policromía, sin
duda con las mismas características que la desaparecida imagen de San Benito
con la que formaba pareja. En su mano izquierda sujeta el libro de la Orden y
en la derecha el báculo de abadesa (que no es el original). Su canon es menos
esbelto que el de las figuras de San Juan
Bautista y la Magdalena, con una
anatomía potente, un juego de voluminosos pliegues, muy redondeados, y un
rostro con mórbidas facciones que parecen modeladas en barro. Replegada sobre
sí misma en su composición, en su ademán se mezcla el ensimismamiento y la
autoridad con la gravedad característica de Juan de Juni, aunque muy distante
de la vivacidad del santo titular del retablo.
San Jerónimo y Santa Elena
Estos dos santos son buena muestra del arte de
Inocencio Berruguete, un escultor que a pesar de ser nieto del genial pintor
Pedro Berruguete y sobrino del escultor Alonso Berruguete, trabajó como
discípulo de Juan de Juni, del que tomó el sentido volumétrico de las
composiciones y el tratamiento de los plegados de los paños, aunque sus
esculturas nunca logran la fuerza y originalidad del maestro borgoñón, algo
perceptible en las imágenes de San
Jerónimo y Santa Elena que, a
pesar de su corrección, se alejan de la creatividad y originalidad de las obras
junianas.
Tienen un tamaño ligeramente inferior al de San Juan Bautista y la Magdalena y comparten una posición arrodillada
para encajar en la hornacina. San
Jerónimo de Estridón responde a la iconografía tradicional en su condición
de penitente a orillas del Jordán, aunque el capelo colgado de un tronco
recuerda su papel cardenalicio.
Sujeta una piedra con la que se golpea el pecho
y a sus pies asoma el león al que liberó de una espina y que se convertiría en
atributo permanente. Al otro lado Santa
Elena de Constantinopla, madre del emperador Constantino, aparece con una
disposición simétrica, caracterizada como reina y aferrada a la Vera Cruz,
aquella que, según la leyenda piadosa, descubriera durante su peregrinación a
Tierra Santa. En ambas figuras Juan Tomás Celma aplicó una suntuosa policromía
en la que predominan los dorados y los rojos, con exquisitos trabajos a punta
de pincel en las orlas de los paños, cuyos plegados repiten la blandura y las
formas caprichosas de los modelos junianos.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
NOTAS
1 MARTÍ Y MONSÓ, José. Estudios
histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid, Valladolid,
1901, pp. 184-185.
2 GARCÍA CHICO, Esteban. Documentos
para el estudio del arte en Castilla, Pintores, TIII-I, Valladolid, 1946,
pp. 186-187.
RODRÍGUEZ MARTÍNEZ, Luis. Historia
del Monasterio de San Benito el Real de Valladolid, Valladolid, 1981, p.
265.
3 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José. Juan de Juni, vida y obra. Madrid, 1974,
pp. 213-218.
4 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. Una
escultura reencontrada procedente del retablo de San Juan Bautista de Juan de
Juni. Boletín del Museo Nacional de Escultura nº 4, 2000, pp. 17-20. En
1963 J.J. Martín González dio a conocer la existencia de esta obra de Juni, por
entonces conservada en la sacristía del santuario de Nuestra Señora del Carmen
Extramuros, identificándola como una representación mariana. Sería Jesús Urrea,
en 1983, quien interpretó la indumentaria como propia del hábito
benedictino.
Santa Escolástica. Juan de Juni, 1551 Iglesia Ntra. Sra. del Carmen Extramuros, Valladolid |
San Jerónimo. Inocencio Berruguete, 1551. Museo Nacional Escultura Santa Escolástica. Juan de Juni, 1551. Iglesia Ntra. Sra. Carmen Extramuros |
San Jerónimo y Santa Elena. Inocencio Berruguete, 1551 Museo Nacional de Escultura, Valladolid (Foto MNE) |
* * * * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario