RETABLO DE
LA CAPILLA DE LAS MALDONADO
Arquitectura:
Melchor de Beya
Pintura:
Diego Valentín Díaz (Valladolid, 1586-1660)
Escultura:
Francisco Alonso de los Ríos (Valladolid, h. 1595-1660)
1631-1634
Óleo y madera
policromada
Iglesia de
San Andrés, Valladolid
Pintura y
escultura barroca. Escuela de Valladolid
La iglesia de San Andrés tiene su origen en una
ermita levantada hacia el año 1236, en cuyo recinto fueron sepultados tiempo
después los ajusticiados en la ciudad, entre ellos el célebre Condestable don
Álvaro de Luna, antes del traslado de sus restos a la capilla familiar de la
catedral de Toledo.
Convertida en parroquia de un populoso barrio en
1482, el edificio fue insuficiente y ruinoso, lo que dio lugar a su
reconstrucción a partir de 1527, aunque sería a finales del siglo XVI cuando se
renovó el proyecto bajo el mecenazgo del franciscano vallisoletano Fray Mateo
de Burgos, obispo de Sigüenza, que había sido bautizado en la primitiva iglesia
y que después ejercería como confesor de la reina Margarita de Austria.
Como era habitual, las obras comenzaron por la
cabecera, donde se levantó un ábside poligonal con contrafuertes, siguiendo
pautas goticistas, para el que el prelado adquirió el magnífico retablo gótico
desechado de la iglesia de San Pablo cuando el Duque de Lerma adquirió el
patronato de la capilla mayor y decidió sustituirle por otro que emulara al del
monasterio de El Escorial. En 1740 aquel retablo asentado en San Andrés sería
reemplazado por el actual, fastuosa obra barroca realizada por Juan de Correas.
En 1631 se levantaba el crucero barroco de San
Andrés, con una gran cúpula rebajada sobre pechinas, sustentada sobre cuatro
columnas de piedra y orden gigante adosadas a los ángulos del crucero. Junto a
él también fue construida una capilla anexa que fue fundada y sufragada por las
hermanas doña Isabel y doña Catalina Enríquez Maldonado con la intención de
convertirla en panteón familiar, siguiendo la costumbre de la época. Este
recinto, abierto en el lado del Evangelio del crucero, fue trazado por el
arquitecto Francisco de Praves y llevado a cabo por Juan del Valle, que
preservó en los muros laterales los espacios para los enterramientos. Al mismo
tiempo, fueron encargados tres ricos retablos que habrían de presidir los
cultos en la capilla de las Maldonado, trabajo para el que fueron elegidos
notables artistas que participaban de la frenética actividad artística que en
esos años conocía Valladolid.
La sencilla iglesia, de una sola nave, crucero no
destacado en planta y ábside poligonal, fue incorporando en años sucesivos tres
tramos de capillas laterales, una bóveda de cañón con lunetos y decoración de
yeserías planas, una sacristía junto al crucero y una torre de tres cuerpos en
ladrillo. En 1733 el pintor Ignacio de Prado pintaba sobre las pechinas de la
cúpula las figuras de los Cuatro Evangelistas. El proceso constructivo de San
Andrés finalizaría entre los años 1772 y 1776, cuando el arquitecto Pedro González
de Ortiz, con gusto neoclásico, trazó y levantó el resto del edificio,
incorporando cuatro nuevas capillas, un amplio pórtico y la austera fachada,
participando en su financiación el franciscano Fray Manuel de la Vega y Calvo,
Comisario General de Indias e hijo ilustre de la parroquia, que dejó su
impronta en algunas devociones incorporadas al templo, como las capillas
dedicadas a San Antonio de Padua y San Francisco de Asís.
EL RETABLO DE NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES DE LA CAPILLA DE LAS
MALDONADO
Fue el prestigioso ensamblador y escultor Melchor
de Beya quién en 1631 hizo la traza y la parte arquitectónica de los tres
retablos de la Capilla de las Maldonado, dos colaterales con una pintura de
gran formato y el retablo principal en el que se combina pintura y escultura,
igualmente presidido por un gran lienzo central dedicado a la Virgen. Con una
arquitectura de gran pureza clasicista, el retablo presenta un sotabanco de
madera lisa, banco, un único cuerpo estructurado en tres calles y un alto ático
en el que se prolonga la calle central, con pedestales laterales rematados por
bolas de inspiración herreriana.
Toda la obra pictórica fue encargada al
vallisoletano Diego Valentín Díaz, el más destacado pintor de la ciudad durante
el segundo cuarto del siglo XVII, mientras que la escultura fue encomendada a
Francisco Alonso de los Ríos, un escultor con el taller en "la cruz de San
Andrés" que imitaba los modelos de su contemporáneo Gregorio Fernández,
aunque infundiendo a las figuras su propio estilo, con rostros muy elaborados y
originales plegados en las telas.
El banco está presidido por un tabernáculo en forma
de templete, con una Alegoría de la Fe en relieve en la puerta del sagrario
y pequeñas hornacinas a los lados con las esculturas de San Pedro y San Pablo en bulto,
mientras que en los laterales se alternan las escenas pintadas de la Anunciación, el Nacimiento, la Adoración de
los Reyes y la Presentación en el
templo con otras colocadas en los netos de las columnas en las que aparecen
cuatro santos.
El cuerpo, de una gran elegancia clasicista, está
ocupado por una pintura de gran tamaño y ancho marco que representa a Nuestra Señora de los Ángeles,
iconografía de la que Diego Valentín Díaz hizo otras versiones, como la
conservada en la iglesia de San Miguel. A los lados, entre gruesas columnas
corintias adosadas, enlazadas por guirnaldas, se abren hornacinas que albergan
las tallas policromadas de San Juan
Bautista y San Antolín, obras de
Francisco Alonso de los Ríos que siguen de cerca los prototipos fernandinos tan
solicitados en su tiempo, aunque interpretados de forma muy personal. Este
cuerpo se remata con un elegante entablamento formado por un friso corrido
decorado con roleos en relieve policromados, al que se superpone una cornisa dorada
recorrida por dentículos con forma de pequeñas ménsulas que representan
pequeñas hojas de acanto.
En el alto ático que remata el conjunto, un encasillamiento
de aire manierista y con forma de templete, formado por dos estilizadas columnas
corintias sobre pedestales cajeados y rematado por un frontón triangular
abierto, alberga un fondo pintado con un celaje, en el que aparecen el sol y la
luna, al que se antepone una imagen de Cristo
crucificado, obra de Pedro de la Cuadra, que no corresponde a la composición
original, pues sin que conozcamos los motivos, en los años 60 del siglo XX el
conjunto del Calvario original del
retablo, elaborado por Francisco Alonso de los Ríos para las Maldonado y sin ningún
tipo de amenaza de deterioro, fue desmontado y trasladado a la capilla del
recién construido Seminario Diocesano Mayor, junto a cuyo altar permanece en la
actualidad. El vacío producido en el espacio fue ocupado por el mencionado
crucifijo de Pedro de la Cuadra, que procede de la iglesia de San Ildefonso de La
Cistérniga. Se mantienen en su sitio, a los lados del ático, las voluminosas
imágenes de Santa Isabel y Santa Catalina, también influidas por
los modelos femeninos de Gregorio Fernández, junto a las que aparecen como
remates unos pedestales coronados por bolas doradas.
En los muros laterales del recinto, enfrentados
entre sí, se abren dos lucillos que contienen emparejadas esculturas funerarias
de la familia Enríquez Maldonado, un hombre y una mujer en uno de ellos y en el
otro dos mujeres. Las cuatro esculturas son también obra de Francisco Alonso de
los Ríos, que reproduce en alabastro los modelos implantados en Valladolid por
Pompeo Leoni, cuyos prototipos fueron seguidos después por todos los escultores
barrocos de la ciudad en los enterramientos de personajes nobles, con las
efigies orantes de rodillas y con las manos juntas a la altura del pecho, el
caballero con armadura, golilla y manto y las damas con lujosos vestidos de
mangas anchas, golilla y ricos tocados. No obstante, en el trabajo en piedra el
escultor no consigue la misma expresividad que en la imaginería en madera, acusando
las cuatro efigies cierto convencionalismo y rigidez por tratar de ajustarse a
un modelo impuesto.
Nuestra Señora de los Ángeles.
Diego Valentín Díaz
Se trata de una pintura de excelente calidad en la
que Diego Valentín Díaz, pintor culto y de profunda religiosidad, despliega uno
de sus habituales repertorios repletos de ángeles para convertir la escena en
una alegoría de exaltación mariana relacionada directamente con el tema de la
Asunción corporal de la Virgen.
El espacio se organiza en tres niveles; uno
inferior que incluye un paisaje terrenal, con un valle salpicado de árboles que
deja ver unas montañas al fondo, y grupos de ángeles músicos a los lados del
primer plano, figuras que fueron un recurso repetidamente utilizado por el
pintor, en este caso tañendo un órgano positivo y un arpa; otro superior, donde
entre nubes doradas y ángeles sobrevuela la figura de Dios Padre con el manto
desplegado y en actitud de bendecir, así como el Espíritu Santo en forma de
luminosa paloma; el tercer nivel, situado en la parte central, ocupa la mayor
parte de la pintura con una composición organizada en torno a un círculo
central que irradia ejes en todas las direcciones, con la Virgen y el Niño en
su regazo ocupando el centro del espacio.
La Virgen aparece sedente y elevada en el aire por
una corte de ángeles y querubines entre nubes que configuran un trono. Viste
una indumentaria tradicional y simbólica formada por una túnica roja, una toca
blanca en la cabeza y un manto azul sobre esta que también se cruza sobre las
piernas, donde reposa recostada la dinámica figura del Niño sobre un paño con
ribetes de encajes. María levanta los brazos en actitud de ofrenda y oración mientras
contempla al Divino Infante, recortándose su busto sobre un resplandor que
forma una gran corona, de modo que su figura parece estar revestida de sol —amicta sole— según una adaptación de la
imagen implantada en la tradición como Mujer del Apocalipsis, iconografía ya
desplegada en la plástica gótica y que en la escultura barroca contemporánea a
esta pintura tuvo su correspondencia con la colocación de una gran corona de
orfebrería, en forma de llamas, colocada alrededor del cuerpo entero de la
Virgen para sugerir la luz de la Gloria.
De forma muy hábil, el pintor coloca decenas de
ángeles sin atributos, unos formando grupos y otros aislados entre nubes,
jugando con la paleta para establecer una corona luminosa, alrededor de la
cabeza de la Virgen, formada por pequeñas cabezas de querubines difuminados.
Por su calidad de ejecución y peculiar iconografía,
la pintura se sitúa entre lo más original y creativo de la pintura
vallisoletana en las primeras décadas del siglo XVII, ajustándose al movimiento
de exaltación contrarreformista imperante.
San Juan Bautista y San Antolín.
Francisco Alonso de los Ríos
Las dos esculturas, de tamaño natural, se sitúan a
los lados de la pintura de la Virgen de los Ángeles. Seguramente, su presencia debió
ser solicitada por la devoción personal de la familia Maldonado, pues el
santoral del retablo no guarda relación entre sí, ni sigue un programa
iconográfico de temática unificada.
San Juan
Bautista presenta una anatomía vigorosa, sujetando en su brazo izquierdo un
libro sobre el que reposa un cordero que señala con su mano derecha, al tiempo
que sostiene una cruz en su calidad de Precursor. Viste una túnica de piel de
camello y un manto rojo con el revés ornamentado con grandes motivos florales
sobre fondo blanco. La cabeza, ligeramente inclinada, presenta una larga
melena, con un abultado bucle sobre la frente, y una larga barba. En conjunto
se inspira en modelos precedentes realizados por Gregorio Fernández para
distintos retablos, tales como el del monasterio de las Huelgas de
Valladolid (1613), el de la iglesia de San Miguel de Vitoria (1624) o el de la
catedral de Plasencia (1630), aunque Francisco Alonso de los Ríos siempre
introduce en sus obras matices muy personales.
Otro tanto puede decirse de la figura del santo
diácono que identificamos con San Antolín,
aunque los atributos incorporados no lo aclaren suficientemente. Podría
tratarse de San Vicente, que en ocasiones también es representado de este modo,
aunque generalmente se le acompaña de una cruz aspada o de una muela de molino
en alusión a su martirio, siendo una devoción escasamente frecuentada por la
escultura barroca castellana. Por el contrario, sí fueron conocidas las
representaciones de San Antolín, sirviendo de precedente a esta escultura la
imagen elaborada por Gregorio Fernández en 1606 para el retablo mayor de la
catedral de Palencia, ciudad de la que es patrono, donde aparece con los mismos
atuendos y atributos, repitiéndose el tipo de representación en otras muchas
obras de la catedral palentina, a cuya diócesis perteneció Valladolid hasta
septiembre de 1595.
Abundando en esta identificación, San Antolín
también es patrón de Medina del Campo y su figura preside el retablo de la
Colegiata medinense a la que da nombre, siendo muy posible que la localización
de Valladolid a mitad de camino entre Palencia y Medina del Campo contribuyera
a extender la devoción al santo diácono, como también ocurre en las poblaciones
vallisoletanas de Fonbellida y Tordesillas.
San Antolín viste un alba con ornamentación
floreada y una dalmática de tonos rojizos con simulación de bordados al frente
realizados a punta de pincel y en cuyo interior se repiten los grandes motivos
florales, así como una estola cuyo extremo pende del libro que porta en su mano
izquierda. Su carácter de mártir queda definido por la palma que sujeta en la
mano derecha. Como es habitual en la obra de Francisco Alonso de los Ríos, su
anatomía es robusta, sus ademanes elegantes y su cabeza tonsurada, de grave
gesto, en sintonía con algunos modelos de Fernández, lo mismo que la abultada
indumentaria de gruesos pliegues, lo que no impide el dinamismo de la figura y
su movimiento con naturalidad en el espacio.
Santa Isabel de Portugal y Santa Catalina de
Alejandría. Francisco Alonso de los Ríos
Estas dos figuras femeninas aparecen colocadas en
el ático, a los lados del templete central, hacia el que giran sus cabezas. Su presencia en el retablo responde a su condición de patronas de doña Isabel y doña Catalina Enríquez Maldonado y ambas recuerdan inevitablemente los modelos fernandinos, con un elegante
movimiento corporal basado en el clasicismo que proporciona el contrapposto.
Santa Isabel de Portugal, que recibió el nombre en honor a su tía abuela Santa Isabel de Hungría, aparece sujetando un libro en su mano derecha y con el cuerpo revestido por el ampuloso hábito de la Tercera Orden de Santa Clara del convento que ella misma fundó en Estremoz (Portugal) después de enviudar. El escapulario se desliza en diagonal al
frente, mientras parte del manto queda recogido y plegado bajo el libro, un recurso
genuínamente fernandino. No luce la corona ni las rosas que suelen aparecer como atributos tradicionales. La figura se relaciona claramente con las creaciones de Santa Teresa y Santa Isabel de Hungría realizadas años antes por Gregorio Fernández.
Santa
Catalina de Alejandría responde a una iconografía más convencional, siendo fácil
su identificación por la cabeza coronada del emperador Maximino, su
perseguidor, colocada a sus pies. Es posible que también sujetara, según
sugieren los dedos de las manos, los tradicionales atributos de la palma y un fragmento de
la rueda dentada en la que sufrió el suplicio o de la espada con que fue
finalmente decapitada. Ofrece un bello trabajo en la cabeza, cubierta por una elegante toca, y una vigorosa anatomía cubierta por una túnica y un ampuloso manto que
se cruza al frente, ambos decorados con grandes medallones florales. En líneas
generales, se aproxima a algunos modelos de la Magdalena de Gregorio Fernández.
En otro orden de cosas, sería de agradecer que el Calvario original regresara desde el Seminario Diocesano a su lugar de origen en esta capilla de la iglesia de San Andrés, para que el conjunto, de tanta calidad y tan representativo del barroco vallisoletano en la tercera década del siglo XVII, recuperara toda su integridad original. Sería un excelente homenaje y una muestra de respeto al escultor Francisco Alonso de los Ríos, que dejó en este retablo lo mejor de su talento.
En otro orden de cosas, sería de agradecer que el Calvario original regresara desde el Seminario Diocesano a su lugar de origen en esta capilla de la iglesia de San Andrés, para que el conjunto, de tanta calidad y tan representativo del barroco vallisoletano en la tercera década del siglo XVII, recuperara toda su integridad original. Sería un excelente homenaje y una muestra de respeto al escultor Francisco Alonso de los Ríos, que dejó en este retablo lo mejor de su talento.
Calvario original del retablo. Fco. Alonso de los Ríos, 1631-1634 Capilla del Seminario Diocesano de Valladolid |
Informe y fotografías: J.M. Travieso.
Reconstrucción virtual del aspecto original del retablo |
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