25 de marzo de 2015

Relato: LA RATA QUE AMABA LA PINTURA, de Manuel Vicent


Publicado en el diario "El País" el 23 de febrero de 1986

La rata acababa de cometer la última fechoría: esta vez se había comido medio lienzo de Cézanne. La desolación cundió de nuevo en el consejo directivo de la famosa casa de subastas situada en King Street de Londres, barrio de St. James, pero en realidad el pánico que producía este animal no estaba exento de admiración. Todo el mundo reconocía que aquella rata era una gran experta en pintura, tanto moderna como antigua. Siempre devoraba las obras más insignes y nunca fallaba. Aunque ya se había revisado meticulosamente hasta el último rincón de cada sala, incluyendo los sótanos y el almacén, nadie sabía dónde se hallaba su madriguera puesto que el rastro de excrementos conducía a todas partes y a ninguna. Durante varias semanas sucedió lo mismo.

Cuando terminaba el horario de visita, este establecimiento de arte, al atardecer, ponía en marcha el mecanismo de alta seguridad, apagaba las luces y cerraba las puertas mientras los empleados se despedían buscando el respectivo paraguas y hacían apuestas sobre la próxima hazaña que iba a realizar el maldito roedor. Probablemente éste oía el golpe final de la cancela de hierro y entonces abandonaba la guarida. Todo aquel espacio quedaba a su merced. Desde las paredes y caballetes los cuadros emitían escenas mitológicas; en la oscuridad de los salones saltaban figuras de burgueses y gentilhombres renacentistas; se dibujaba el perfil de las vírgenes góticas con niño;  el aire se adensaba con toda clase de gestos, arboledas, frutas y abstracciones de paisajes, bodegones, marinas, naturalezas muertas y retratos. Había muchos óleos falsos, mal atribuidos o de pésima calidad. La rata los despreciaba. Tenía el olfato del mejor degustador. Esa misma noche se había comido medio Cézanne auténtico.

Aquella sala de subastas ejercía el culto a la elegancia del dinero. Estaba acreditada por su seriedad entre los coleccionistas de todo el mundo y exhalaba el sólido aroma de una institución bien trabada, sustentada por expertos fiables y riquísimos clientes. Era un rito de máxima altura espiritual visitar sus exposiciones con un catálogo en la mano y pujar por un lote en el momento oportuno. Por las mañanas, en King Street, barrio de St. James, frente a ese portal en cuyo dintel ondeaba una bandera con león coronado, paraban Rolls y otros automóviles de plata, y de ellos desembarcaban seres muy esotéricos de gran pátina financiera en la mandíbula acompañados de lujosas panteras de 20 años y también distinguidas damas de la sociedad británica, americana, alemana, suiza o francesa, flanqueadas por un viejo lord, por un salchichero últimamente refinado, por un rey de la penicilina o por un judío internacional. Se extasiaba en los salones un género de belleza monetaria reflejándose en el barniz de las obras maestras de la pintura. Visones entre cuadros impresionistas, susurros de deseo contra algunas tablas del siglo XIV, consultas sigilosas acerca del precio astronómico que podía alcanzar en el remate aquella bailarina de Degas: esa era la danza exquisita, cotidiana en la sala de subastas en Londres y además estaban las miradas de lince de los marchantes y la misteriosa conversación por teléfono que a veces se escuchaba en el despacho del director. ¿Qué fabuloso magnate extraterrestre hablaría desde el otro extremo del hilo?

—Oh, yes.
—...
—¿Monet?
—...
—Of course.
—...
—Matisse. Yes. Oil on canvas.
—...
—It's all rigt. Bye, bye, mister Goldsmith.

Durante el día, aquel espacio pertenecía a la más sublime vanidad de los mortales. Allí podía verse a un libanés violáceo explorando con lupa la firma de un Gauguin, o a un comerciante de Nueva York tratando de descubrir una ganga, o a un intelectual ambiguo contemplando los grabados de las carpetas. Pero de noche ese mundo se convertía en el reino de una rata. Ésta se paseaba a sus anchas por las alfombras persas y, conducida a ciegas por su instinto, se detenía siempre ante las obras valoradas por encima del millón de dólares, y si tenía hambre se las zampaba con naturalidad. Todo estaba a su disposición: desde los primitivos flamencos hasta la trasvanguardia. El personal de la casa sabía perfectamente los gustos de este maldito animal, ya que después de varias semanas de actuación se había hecho un inventario de sus cenas: medio arlequín de Picasso, cinco flores de Chagall, un bodegón cubista de Braque, las piernas de un Cristo atribuido a Cimabue, las caderas rosadas de una bañista de Renoir, un cuarto de tabla de Van der Goes, una escena de dioses pintada por Poussin, un boceto para fresco de Tiépolo, el mejor trozo de una Piedad de Giovanni Bellini, un paisaje nevado con cazadores de Brueghel, un desnudo de Delacroix y algo de Courbet. Así sucesivamente. Era muy emocionante abrir cada mañana la puerta del establecimiento, prender las luces y tratar de adivinar la tragedia que tal vez había ocurrido esa noche.

Antes de iniciarse la jornada, al pie de la escalera, el personal de la casa, según iba llegando, cruzaba apuestas entre sí.
—No daría un penique por la suerte del Corot.
—Ni yo por el Van Eyck.
—¿Crees que la rata habrá preferido el Corot a la pequeña marina de Turner?
—Pago cuatro a uno a favor de Cézanne.
—Hecho.
—Y yo me juego el sueldo de un mes por Holbein.
—Lo tomo.

Aquella mañana el director del establecimiento, seguido por los empleados, atravesó el lindo zaguán y al llegar a la planta noble, como en otras ocasiones, todos comenzaron a pasar revista con acelerados latidos de corazón y muy pronto descubrieron de nuevo los excrementos en forma de rosquillas diminutas, que parecían de carbón, marcando un rastro en la moqueta de la primera sala. Era la señal inequívoca de que la rata había actuado. Esos residuos bien podían pertenecer a un Toulouse-Lautrec. Cerradas todavía las puertas al público, el director, secretarios y dependientes se dividieron el trabajo de inspección. Cada uno por pasillos distintos, fueron analizando todos los cuadros de las paredes, los lienzos ordenados en los anaqueles metálicos o arrumbados en los rincones. Sólo habían pasado unos minutos cuando se oyó en el fondo del almacén la voz estentórea de un empleado:

—¡El Modigliani!
—¡Cielo santo!
—¡La rata se ha comido el Modigliani!
—Lo suponía —murmuró maldiciendo el director.
—¡Aquí, aqui! —gritó otro dependiente.
—¿Qué sucede?
—Es en el piso de arriba.
—¿La rata también ha devorado un Frans Hals!
—¡Qué ruina!

Ahora la rata se encontraba otra vez en el agujero, y probablemente oía los lamentos mientras se relamía el hocico. En realidad el animalito valía una fortuna, de modo que si un día alguien lograra capturarlo podría subastarlo por 20 millones de dólares. Llegó un momento en que ya no se pudo mantener la discreción y la noticia saltó a la Prensa. Los periódicos de Londres dieron por fin la noticia: un misterioso roedor culto se estaba zampando los mejores cuadros de la famosa casa de subastas de King Street. Incluso un crítico de arte comentó que la tripa de esa rata se había convertido en una moderna Capilla Sixtina.
Así era en verdad. El vientre de la rata formaba una pequeña bóveda extremadamente luminosa, y en sus paredes se había ido fijando a fragmentos toda la historia de la pintura con puntos microscópicos que brillaban en los tejidos viscosos como un polvo de diamantes. El pórtico de su estómago estaba adornado por un girasol de Van Gogh y después unas nubes nacaradas de Constable se abrían sobre el húmedo recinto. En el primer intestino danzaba o se ataba la zapatilla una bailarina de Degas al ritmo de los retortijones, unos nenúfares de Monet flotaban en el detritus interior del animal, caballeros de Memling en compañía de los Reyes Magos hacían adoración de la Virgen recostada en el esófago y al fondo se veía un paisaje de Canaletto con algunas góndolas deslizándose en la cloaca de las vísceras. En la barriga de la rata también dormía un grotesco personaje de Daumier. Ella adquiría cada vez un volumen mayor en su ignorado escondrijo, dentro del cuerpo lentamente le crecía un mundo fantástico preñada por los artistas más ilustres, y en el despacho del director, el consejo reunido comenzó a tomar medidas desesperadas. Alguien dijo:

—Podríamos poner algunos cepos.
—Ya se ha hecho. No sirve.
—No me refiero a cepos con queso holandés, señor.
—¿Entonces?
—Creo que se me acaba de ocurrir una trampa mortal.
—Explíquese, Hogarth.
—Se trata de prepararle un gran bocado. Por ejemplo, un Goya con cianuro.
—La Dama del Tirabuzón, ¿me equivoco?
—Exactamente, señor. Me refiero a esa señora de la mandolina y la cruz gamada.

En la próxima sesión, la casa iba a subastar un Goya excelente, valorado en 1.700 millones de pesetas, y el plan consistía en embadurnar esa obra cumbre con un barniz en el que se hubiera inoculado un veneno fulminante. Después de algunas dudas, así se hizo. Aquella misma tarde, un genio en raticidas al que se había hecho venir a Londres urgentemente desde la universidad de Oxford maceró el lienzo de Goya con una sustancia letal, y a la hora de cierre el cuadro fue depositado en conexión con un mecanismo de seguridad sobre un bargueño con taraceas de marfil al alcance del voraz coleccionista nocturno, quedando algunos vigilantes apostados en lugares estratégicos dentro de la oscuridad absoluta de la sala. Ellos no se dieron cuenta, pero la rata salió de la madriguera en el instante preciso y volvió a realizar el trabajo como de costumbre. Primero, dejó unos excrementos de carbonilla al pie de un Pollock, que esta vez se salvó por los pelos, y luego anduvo explorando con el olfato las últimas novedades hasta llegar al lienzo de Goya.

Subió al mueble y aunque percibió el extraño perfume su pasión por la pintura le nubló el instinto. Trepó por la falda de la figura, quedó dulcemente reposada en su regazo y desde allí la rata comenzó primero a lamer las veladuras de los senos y a continuación intentó meterle el diente a la parte inferior del rizo. En ese instante sonó la alarma y los focos del recinto se prendieron de forma automática. La rata, deslumbrada, huyó como una ráfaga de acero hacia su guarida sin que los guardianes pudieran hacer nada por cerrarle el paso. El cuadro de Goya se había salvado y ella ya llevaba la muerte dentro, aunque esto se supo algunos días después.

A la semana siguiente se celebraba la gran subasta de arte y al establecimiento iban llegando en Rolls y otros automóviles de plata, seres esotéricos de pátina financiera, panteras rubias, damas distinguidas de la sociedad londinense. Cuando el recinto estaba lleno se inició aquel hedor insoportable. En el secreto agujero el vientre de la rata acababa de reventar y de él salían envueltos en un perfume nefasto todos los mejores fragmentos de la historia de la pintura, y eso obligó a desalojar la sala en el momento en que la puja por el Goya estaba en el punto álgido. El Goya quedó desierto y la casa también. Durante todo un mes el vientre de la rata siguió manando toda clase de obras estelares en estado de putrefacción, pero el consejo directivo no se atrevió a desinfectar el ambiente, puesto que cada inhalación de aire valía una millonada.


Recuperamos este relato de Manuel Vicent para dedicárselo a algunos de los galeristas  y artistas conceptuales que han presentado y puesto a la venta su obra, por un montón de euros, en la reciente edición de Arco 2015 celebrada en Madrid. 

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