8 de julio de 2015

Taller Literario: LA ROGATIVA, de Javier Rodríguez

LA ROGATIVA

Me llamo Esteban y soy de San José, un pueblecito de Segovia entre Pecharromán y Valtiendas y dependiente de este último municipio.

Soy el más pequeño de cuatro hermanos: Terencio, Gorgonio, Sarbelio y yo, que tuve la suerte de nacer el 26 de diciembre, el día de San Esteban. Mis hermanos, los pobres, nacieron en días con el santo que ni escogido. Los dos primeros, mártires y el tercero un presbítero que se retiró al desierto. No me extraña que acabaran como acabaron. Los santos, digo.

Aunque nos apellidamos Gómez, por parte de padre y López por la de madre y que, además, con los nombres que nos gastamos en la familia y en un pueblo de 39 vecinos, se supone que estaríamos perfectamente identificados. Pues no. Nos tienen que llamar por el nombre, seguido del mote de padre: Cojoncillos.

El mote le cayó a padre siendo niño el día que le pilló el cura comiéndole sus higos en la misma higuera. Como en casa de mi  padre pasaban mucha hambre se ve que no quiso bajar, pese a las voces del cura, hasta estar lleno. Como era un niño, y no quería dar una mala contestación de adulto, se le ocurrió decirle “Tóqueme usted los cojoncillos”, con bastante respeto como se ve.

Pero el cura lo cascó en misa al domingo siguiente. Y el pueblo entonces tenía mucha gente. Doscientos vecinos largos. La asignación del mote fue fulminante y hereditaria. Como el pecado original. ¡Qué culpa tendríamos nosotros de los cojoncillos de mi padre! aunque claro, según se mire, sí que tuvimos algo que ver.

Muertos padre y madre, en la casa estamos todos solteros y si no fuera por la prima Edelmira que nos arregla un poco la casa una vez a la semana, ya nos habrían comido los bichos.

De la cocina se encarga Sarbelio que prepara unas ollas de legumbres o patatas con lo que pille que nos duran varios días. Ya le tenemos dicho que no sea tan largo con las patatas que al tercer día no hay dios que se las coma. Y además sin moje.

Terencio es el cerebro de la familia. El que organiza y decide los cultivos y se va a la Caja para las cuentas y lo de la PAC. Lo suyo son los papeles y los números, así que los tratos los hace siempre él.

Gorgonio es más manitas y desde que compraron la soldadora, es el que arregla todos los arados, el remolque y todo lo que lleve hierro. Menos la bilbaína, que es de fundición y casi la destroza. Como se ha corrido la voz, los otros del pueblo, que no son tontos, le piden que les arregle también a ellos sus aperos, pero Terencio dice que vale, aunque el trabajo y los electrodos hay que pagarlos.

A mí, en San José, me tienen un poco como al tonto del pueblo. No trabajo, porque mis hermanos me decían desde pequeño “quita diay, que no vales paná”. Y eso en los pueblos se corre enseguida. Y más en mi pueblo que todos somos parientes. Y labradores.

Lo cierto es que me he acostumbrado a ver cómo trabajan los demás, a leer los libros de la casa del cura donde mi padre robaba los higos (todos de vidas de santos y mártires: de ahí debía de sacar don Eutimio los nombres que nos clavó a todo el pueblo). También ayudo al cura de Sacramenia cuando viene a algún funeral o por la función, porque para oír misa hay que ir a Valtiendas.

Y así voy pasando los días. Me dicen de todo, pero no vivo mal. Si hace bueno al campo y si hace malo a leer en cá del cura. Y es que la televisión no se "prende" en casa hasta que no llegan mis hermanos.

El año pasado, por el mal tiempo, la sementera vino muy tarde y, encima esta primavera, casi tampoco ha caído ni una gota. Terencio, estaba que echaba verrón por la boca porque veía que la cosecha se estaba echando a perder.

Como la sequía se alargaba y las cebadas empezaban a agostarse sin siquiera granar, convocó a los hombres del pueblo, a falta de bar donde reunirse, en el colgadizo de nuestro corral.

Qué bien hablaba mi hermano ¡Y con qué autoridad! Flanqueado por mis otros dos hermanos que asentían con la cabeza a cada cosa que decía. Cuando hablaba con el palillo en la boca se veía que entendía; pero cuando de verdad quería convencer, cogía el palillo entre los dedos índice y pulgar y movía la mano, como los directores de orquesta de la tele con su varita blanca o como los políticos cuando cogen las gafas de la mano.

Es que no hablaba, sentenciaba.

Cuando propuso una medida desesperada para salvar la cosecha, todos preguntaron cuánto iba a costar. Él contestó que lo que cobrara el cura de Sacramenia por venir al pueblo para sacar al Santo en rogativa, que sería poco más o menos lo que llevaba por celebrar un funeral. Pero advirtió que era necesario que saliera todo el pueblo en rogativa, que luego el agua, si venía, iba a ser para todos por igual.

Todo el mundo estuvo de acuerdo.

Esto fue tal que un miércoles… pues al domingo siguiente y después de decir todas las misas de la comarca, el cura se presentó por la tarde para, ya comidos, sacar en rogativa al Santo.

La procesión, que duró desde las cuatro y media a casi las seis, acabó de nuevo en la iglesia con todo el pueblo ilusionado: habían empezado a levantarse nubes. Muchas nubes y muy grandes. Se quedaron en la iglesia cantando y rezando al Santo, que tan rápidamente había escuchado sus plegarias.

Yo, otra cosa no, pero el olfato lo tengo muy largo y para mí que empezaba a oler a tierra mojada. Salí de la iglesia y vi la que se estaba preparando. El aire estaba muy revuelto y el cielo se estaba volviendo completamente negro.

En menos un cuarto de hora, llegó el diluvio universal. Una cortina de agua con gotas como cubos se desató en un momento y empezó a inundar las calles del pueblo por las que el agua corría como ríos. Cuando empezó a granizar, bolas como nueces, me tuve que refugiar. Empezaron a romperse tejas y uralitas. Y a meterse el agua dentro de casas y sotechados.

Para rematar, otra terrible chaparrada nos soltó en menos de media hora lo que no había hecho en dos años. Lo mismo el Arroyo del Coto que el de los Frailes, secos los dos desde que yo recuerde, se llenaron de una escorrentía que arrastró todas las tierras de labranza que se habían puesto encima y volvió a crear los cauces de nuevo. Las tierras del alto, entre el agua y el pedrisco, quedaron arrasadas y no sabía uno qué era peor, si verlas inundadas en los bajos o como un erial en los tesos.

Armado de valor y empapado hasta los huesos, me fui para la iglesia donde continuaban todos, sólo que ahora rezando a Santa Bárbara Bendita. Señalando al Santo y a voz en grito les dije: ¡sacarle, sacarle ahora, para que vea la que ha preparado!

Bueno, pues... ¿querrán creer que después de todo le han mantenido como Santo Patrón del pueblo?

Y lo que es peor, cuando vuelva a haber rogativas, estoy seguro que le vuelven a sacar.

Como a Rajoy.

Luego, que el tonto del pueblo soy yo. ¡Vátete de ahí!

Javier Rodríguez, diciembre 2014                    

Taller Literario Domus Pucelae. Texto nº 17
Ilustración: "La familia bien, gracias".


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