PROMESA
Jamás estuve tan nerviosa, ni recuerdo haber tenido
esta sensación de miedo por encontrarme con alguien. Es un miedo a lo
desconocido, a no saber actuar con la sensibilidad que merezca la ocasión. Tengo
que intentarlo por todos los medios. Ella me estará esperando. No puedo
flaquear y me tiene que percibir segura, decidida y convencida. Quiero y deseo
ser lo que ella espera de mí,… lo que espera de una madre.
Ni siquiera todos estos años de supervivencia y de
desafíos nocturnos pudieron acobardarme en tan difíciles situaciones. La cárcel
es lo que tiene. No respeta a nada ni a nadie. Da igual el delito que hayas
cometido. Todos conviven en las mismas situaciones, las mismas reglas y con las
mismas obligaciones, ya que derechos,… no hay ninguno.
Tres años, cuatro meses, cinco intentos de
violación, media docena de palizas propinadas por las reclusas de la cuarta
galería y un intento de suicidio, fueron la recompensa por confiar en aquel
desalmado y malnacido cuando me hizo firmar aquellos malditos cheques y después
acusarme de infamias, de las que jamás hubo ninguna prueba para demostrarlo,
pero,… la ley es así. Dicen que la parte acusadora debe demostrar tu
culpabilidad en los hechos, sin embargo, la verdadera realidad es que si no
tienes dinero o por el contrario la mala suerte de caer con un abogado de
oficio lleno de dudas sobre tu historia, corrupto y aún atropellado por sus
auténticas posibilidades, puedes asegurar que vas a “galeras” sin ningún tipo
de remisión. Y ese,… ese fue mi caso. La sentencia de doce años me cayó como
una losa.
En poco tiempo me convencí de que la privación de la
libertad es lo más terrible para un ser humano, pero si se produce en una
cárcel colombiana, es como si realmente te llevaran al corredor de la muerte…
Allí se entra sin contemplaciones, después la vida se convierte en un auténtico
infierno, sobre todo para las nuevas internas.
Después de un recorrido por una zona selvática, el
destartalado autobús nos condujo a uno de los peores presidios de la parte de
Barranquilla. Las caras asustadas y perplejas de todas las que teníamos ese
billete pagado se reflejaba en nuestro estado de ánimo. Todo era una inmensa
expectación a nuestra llegada al penal. Una a una fuimos empujadas fuera del
vehículo. La “flaca” enseguida posó sus ojos en mí. Éramos “carne fresca”. Con
más de treinta años de condena a sus espaldas y con la seguridad de no perderse
nada que pudiera tener la oportunidad de obtener, se sentía la dueña y
benefactora de todas las demás “residentes” de la cuarta galería. Déspota,
agresiva, depravada y llena de asco, campaba y se movía a sus anchas y antojos.
Los favores que le otorgaban los funcionarios, estaban vinculados a la droga
que circulaba por el recinto que ella les proporcionaba y a las visitas
nocturnas de éstos a las celdas de las más nuevas y las más jóvenes. Siempre
rodeada de un buen número de pupilas dispuestas a complacerla en todo lo que
deseara a cambio de protección.
Conocí, nada más llegar, a Lucrecia, una creyente
convencida de que los pecados debían ser redimidos con sacrificio, humildad y
resignación. Ella estaba cumpliendo condena provisional, en espera de ser
ejecutada, por haber asesinado a su padre y un hermano que le obligaron, desde
los 11 años, a prostituirse. El día que vio como forzaban a su hermanita más
pequeña entre dos estibadores, supo que tenía que poner fin a esa etapa de
miseria y crueldad. No se lo pensó. Fue a su casa y acabó con los consentidores
de su desgracia.
Quizás por eso las reclusas la evitaban pues su mal
carácter no invitaba a rencillas sabiendo que ella no tenía nada que perder y
las reyertas siempre se saldaban con algún apuñalamiento y, lo peor de todo,
con la visita y larga estancia en “la suite” a la que nadie deseaba volver
nunca. Muchas no pudieron sobrevivir a esa habitación tan especial.
Esperaba al menos tener una celda, pero todas
estaban siendo ocupadas en un escandaloso "overbooking" por las
reclusas más veteranas y más protegidas. En un pasillo y hacinadas convivíamos
el resto, en el cual, el reguero de porquería y aguas fecales impedían
respirar. Si querías una manta tenías que comprarla. Si querías favores tenía
que ser a cuenta de más favores y de esta forma estar hipotecada de por vida
hasta la extinción de la condena. El compañerismo, la dignidad y el respeto, no
eran factores conocidos por nadie. Tan solo el dinero o tu propio cuerpo
permitían ciertas licencias.
Un día, sintiéndome perdida en las duchas, comprendí
cómo en estos sitios no debes desviar la mirada ni un instante previendo
cualquier peligro o amenaza. La “flaca” y una mujer descomunalmente grande me
obligaron a tumbarme en un banco separándome las piernas. La “flaca” portaba
una gruesa barra con las más asquerosas intenciones de violarme y penetrarme
con ella. De nada sirvieron los forcejeos pues la otra mujer me tenía
completamente neutralizada a punto de estrangularme con sus manazas. Abandonada
a mi suerte y maldiciéndome a mí misma, observaba cómo de sus ojos emanaba un
odio mezclado con el placer mas asqueroso y un ansia por culminar lo que se
había propuesto hacer. Casi exhausta por intentar liberarme de ellas, de
pronto, noté como de la frente de la “flaca” brotaba un gran reguero de sangre
a borbotones que la caía por toda la cara y su peso cayó al suelo de espaldas.
Su compañera la ayudó a incorporarse y las dos salieron entre alaridos por el
dolor intenso de la herida, huyendo del lugar.
Apenas podía respirar por el ahogo a que había sido
sometida. Abrí los ojos y pude contemplar a Lucrecia. Portaba un grueso
artefacto de hierro del que aún podían verse fragmentos óseos ensangrentados y
mechones de pelo de la “flaca”. Estaba inmóvil, mirándome. Su figura estaba
dibujada por el continuo sacrificio de esfuerzos y gimnasia diaria. Su altura y
envergadura delataban enseguida que no era nadie con la que te podrías sentir
segura siendo su enemiga. Estaba allí. Era ella y me había protegido.
Durante varios meses nos hicimos confidentes de
nuestros desatinos sociales. Poco tiempo pasó para darme cuenta enseguida que
lo que ese cuerpo fornido, bien cultivado y de color de ébano, albergaba un
corazón y una ternura increíblemente intensa y deliciosa. Tenía una hija de
“quién sabe quién” y su mayor ilusión era que no tuviera que pasar por lo mismo
que ella. Estaba bajo la tutela de su tía, pero los escasos ingresos de su
familia no podían albergar una boca durante mucho tiempo. Sus escasas
fotografías que tenía de la niña daban por hecho que había heredado los rasgos
tan mestizos de su madre.
—Si sales antes —me decía— búscala y trata de cuidar de ella.
No era una deuda sin más. Era el mayor
agradecimiento que jamás haya tenido que deber a alguien. En el tiempo que
estuvimos juntas fue mi amiga, mi hermana, mi confidente y,… hasta mi amante. No
podía fallarla. También lo hacía por mí.
Los comentarios que ella hacía sobre la prisión, en
el tiempo que llevaba de interna, eran sobrecogedores. Yo no soy una mujer
joven como para llamar la atención de la misma forma que lo hacían otras
mujeres, muchas de ellas incluso niñas. El director del centro penitencial se
reservaba siempre las mejores “piezas” para su recreo y diversión. El resto de
las reclusas contemplaban, unas con asco y otras con aprobación, estas
maniobras rutinarias.
Un fatal día Lucrecia fue trasladada y jamás pude
saber de ella. Ciertos comentarios me llenaron de una gran tristeza y amargura
al asegurarme que, durante el trayecto a otro centro, habían acabado con su
vida. No solo perdía a una amiga, también perdía con ella mi mas valioso seguro
de vida.
Noches sin dormir, vigilando los pocos enseres de
los que disponía, amenazas de muerte por cualquier reclusa, golpes y más golpes
escapándome como podía de los deseos sexuales, cada vez más frecuentes de los
funcionarios, así como de las presas que tenían el control de la galería, hizo
que en alguna ocasión intentara poner fin a mi vida. Tanto sufrimiento, tanta
vejación y tanta humillación eran el único eslabón que nos comunicaba con la
realidad.
Tanta mala suerte no podía cebarse en mi vida, mi
condición como ser humano no tenía ningún valor para nadie, los despojos de mi
cuerpo delataban los tratos recibidos,… y ocurrió algo inesperado.
Un tiroteo en un atraco a una sucursal bancaria en
Bogotá, permitió iniciar y poner de relieve mi inocencia. Guillermo Salas,
acusado de matar a tres policías en el enfrentamiento y con graves heridas por
los disparos, quizás en un acto de remordimiento y antes de morir, confesó en
el hospital ser el autor material del desfalco que se me imputó y el causante
de estar acabando con las pocas fuerzas que me quedaban de vivir en aquella
pocilga vigilada.
La orden de liberación, debido a la “agilidad” de
los jueces se hizo efectiva pasados casi tres meses de conocerse los hechos. No
había prisa. La última etapa de mi vida en la prisión tuvo como consecuencia la
pérdida de un ojo y graves lesiones en la cara al resistirme a ser violada. La
recompensa fue el traslado a la “suite”, donde la compañía de ratas,
excrementos y una extensa humedad, me permitían ser más feliz dentro que fuera
de ella.
Hoy y ahora tengo un miedo atroz. Voy a conocer a
Rosaura. Prometí a Lucrecia que si salía de aquel agujero me haría cargo de
ella y la cuidaría. Después de todo este tiempo encerrada necesito
imperiosamente hablarle de su madre, que sepa quién fue, lo que hizo y su
ternura escondida. Hablarle de Lucrecia, el ser humano más importante de mi
vida.
José Luis Juárez, diciembre 2014
Taller
Literario Domus Pucelae. Texto nº 19
Ilustración:
"La familia bien, gracias".
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