LA CRUCIFIXIÓN
Alonso
Berruguete (Paredes de Nava, Palencia, 1489-Toledo, 1561)
Hacia 1530
Óleo sobre
tabla
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente
de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid
Pintura
renacentista española. Escuela castellana
Recreación del aspecto del retablo que contenía la pintura en la iglesia de San Benito el Real de Valladolid |
Esta pintura, en la que se representa la Crucifixión, integraba un retablo
colateral que, dedicado a San Antonio Abad, ocupaba el ábside del lado de la epístola de
la iglesia de San Benito el Real de Valladolid. La arquitectura fue realizada
por Gaspar de Tordesillas en 1546 para colocar una serie de pinturas preexistentes y disponía de una hornacina central en la que se ubicaba la
escultura de San Antonio Abad, tallada en el taller de Juan de Juni hacia 1547, sobre
la que aparecía este gran panel vertical de madera, de 2,78 x 1,47 m., que con
el tema del Calvario había sido
pintado por Alonso Berruguete entre 1530 y 1535, poco después de haber
terminado el retablo mayor de la iglesia, para presidir el enterramiento de Juan
Paulo de Oliveiro. El retablo se completaba en las calles laterales, según
Bosarte, con otras cuatro pinturas sobre tabla de autor desconocido y estilo
goticista1.
El retablo fue desmantelado a consecuencia de la
Desamortización y sus componentes recogidos, como otras muchas obras de la
misma iglesia, incluyendo el retablo mayor y la sillería del coro, en el Museo
Provincial de Bellas Artes de Valladolid, desde 1933 Museo Nacional de
Escultura.
La tabla es especialmente interesante por un
doble motivo. Por un lado, por ser una de las escasas pinturas realizadas por
Alonso Berruguete en España a su vuelta de Italia, reducidas a las cuatro integrantes
del retablo mayor de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid (Museo Nacional de Escultura), a otras
cuatro que forman parte del retablo mayor de la iglesia del Colegio Fonseca de
Salamanca y algunas tablas aisladas, como la de la iglesia de San Pedro de
Fuentes de Nava (Palencia).
Por otro lado, porque Alonso Berruguete,
decisivamente decantado por la escultura, en ellas pone en práctica un
planteamiento manierista que en esta pintura de la Crucifixión, como ocurre en muchas de sus esculturas, llega a ser
exacerbado hasta rozar lo irracional, convirtiéndose en un elocuente testimonio
de como un arte subjetivo puede llegar a sus últimas consecuencias, apartándose
de los cánones y la búsqueda de la belleza clásica, para crear imágenes
irreales de extraordinaria expresividad.
El cúmulo de "imperfecciones" pictóricas,
el "non finito" de algunas de sus partes y el nerviosismo de las
figuras integrantes de la composición explica que algunos autores hayan
considerado la pintura como obra del taller o incluso de su seguidor Juan de
Villoldo, en cuyas obras prevalece un canon más corto y menor dinamismo.
Sin
embargo, en pocas ocasiones como en esta, en la pintura renacentista española
se puede encontrar un caso de mayor libertad interpretativa en cuanto a la
conjunción de las actitudes de los personajes, recursos lumínicos cambiantes y
elección de fríos colores bajo una óptica estrictamente manierista,
ofreciéndose al espectador como una escena onírica en la que el pintor no sólo
penetra intencionadamente en el campo de la irrealidad, sino que convierte la
escena en un concepto de fuerte carga espiritual, rompiendo decisivamente tanto
con la tradición medieval castellana —decantada hacia las pautas flamencas—,
como con los afanes naturalistas de sus predecesores.
En este decidido alejamiento de las formas
naturalistas, reforzado por el uso de escorzos, revuelo de paños, anatomías
descoyuntadas y luces irreales, se puede encontrar un referente en la obra
manierista de Rosso Fiorentino o del sienés Domenico Beccafumi, cuya obra pudo
conocer durante sus estancia en Italia, procesando el palentino los recursos
para la creación, a través de un estudiado proceso mental, de una audaz
iconografía de fuerte carga emocional.
La escena, que genéricamente se ajusta a la
tradicional iconografía del Calvario,
está dividida en dos partes superpuestas —siguiendo los modelos implantados por
algunos maestros italianos—, con el crucificado en el centro marcando el eje de
la composición. En la parte superior aparece la estilizada figura de Cristo
muerto en la cruz, ligeramente escorzado hacia la derecha y siguiendo un diseño
que no sólo recuerda a los crucifijos que tallara en madera para el ático de
algunos retablos, sino también el estilo de algunos dibujos preparatorios de
Alonso Berruguete, como los conservados en el Museo del Louvre.
A los lados aparecen Dimas y Gestas crucificados, en
posición de escorzo y amarrados a cruces inclinadas formadas por troncos cilíndricos.
Las figuras de los crucificados se recortan sobre un fondo que recibe un
tratamiento especial con tendencia a la abstracción, con un escueto paisaje sugerido
por un sombrío bosque y dominado por un impreciso celaje de color azul intenso,
al que se aproximan negros nubarrones.
En un segundo plano se incluye una de las partes más
originales del cuadro: un agitado ejército informe, con un conglomerado de personajes
a pie y a caballo, que apenas están esbozados. Entre ellos se aprecia a
Longinos portando su lanza, sobre un brioso caballo que levanta una gran
polvareda en su frenética carrera. A su lado, un soldado se esfuerza en sujetar
un estandarte rojo curvado por la fuerza del viento. Estos detalles hacen
situar la escena en el momento inmediato a la muerte de Cristo, momento en que,
según se describe en el Evangelio, se produjo una alteración atmosférica,
siendo también la fuerza del viento la que origina el vuelo del paño de pureza
de Cristo, que adquiere un aspecto tan caprichoso como irreal.
Como nexo de unión entre la parte superior y la
inferior, en un segundo plano y junto a la cruz de Dimas, aparecen las singulares
figuras de José de Arimatea y Nicodemo, caracterizados como judíos y haciendo
una indescifrable gesticulación. El primero lleva un turbante y porta una banda
de lienzo con la que proceder al descendimiento de Cristo, que serpentea de
forma extraña entre sus manos, mientras que el segundo permanece inmóvil
uniendo sus dedos con las manos hacia abajo, posiblemente como gesto de desconsuelo o espera.
En la parte inferior se concentra la emotividad de
la escena, con los personajes plasmados como en una instantánea suspendida en
el tiempo. En primer plano aparecen en la parte izquierda las figuras demacradas y entrelazadas de la
Virgen y María Salomé, derrumbadas y consolándose mutuamente, bajo
la protección de un joven San Juan que situado de perfil sujeta el brazo de la
Virgen, mientras que en la derecha María Magdalena, con una corporeidad casi
suspendida en el aire, acerca sus manos a los pies de Cristo acompañada de
María Cleofás, que coloca la mano sobre su hombro.
Toda la escena está compuesta con elementos
radicalmente manieristas, tanto en su composición como en el tratamiento de los
personajes, predominando en todos ellos un canon muy alargado y las actitudes
inverosímiles. A ello se suma la sutileza con que Alonso Berruguete potencia el
momento dramático, empleando para ello una luz irreal y fría que, en opinión de
Camón Aznar, dota a la escena de un carácter espectral2. El
tratamiento de la luz, basado en fuertes contrastes en los primeros planos,
adquiere una especial significación para infundir en el espectador la idea de
un ambiente trágico, a lo que se viene a sumar la presencia de la tradicional
calavera colocada en primer plano y a los pies de la cruz, remembranza de una
antigua leyenda medieval.
A esta agitación formal, que sugiere un momento de
caos en la naturaleza y dota a la escena de valores irreales y oníricos, acentuando
su carga de espiritualidad atemporal, se suman algunos detalles verdaderamente
incomprensibles, como la rotulación del letrero de la cruz con las iniciales
desordenadas: "IRNI", algo verdaderamente insólito cuya justificación
se nos escapa.
Por todo lo expuesto, y tras la última restauración
de la tabla, en la que se han eliminado sucesivos repintes devolviéndola su
aspecto originario, podemos afirmar que la Crucifixión
se trata de una de las obras más personales de la faceta pictórica de Alonso
Berruguete, que demuestra su audacia a través de un lenguaje plástico,
radicalmente manierista, como medio para plasmar una visión subjetiva de la
realidad, consiguiendo crear un mundo irreal, dominado por la emotividad, que
es fruto de un elaborado proceso mental.
Para ello no vacila en el empleo de recursos
realmente sorprendentes en su época, como
el acentuado movimiento, el alargamiento del canon y el uso de una singular
paleta en la que predominan los colores extremadamente fríos y las pinceladas
rápidas, consiguiendo una carga emocional y conceptual que se traduce en una
exaltación de la espiritualidad que no consiguieron sus seguidores u otros
pintores de su tiempo.
Esta pintura, realizada con la mayor libertad
interpretativa, marca un punto de inflexión en la producción pictórica de
Alonso Berruguete, encontrando más concomitancias con algunas esculturas
experimentales de sus retablos —nerviosas, agitadas, inestables y anticlásicas—
que con las pinturas del retablo de San Benito el Real (1526-1532) de
Valladolid y del Colegio Fonseca (1529-1531) de Salamanca, repitiendo la misma
audacia en la tabla del Entierro de
Cristo que pintara entre 1534 y 1537 y que se conserva en el retablo de la
iglesia de San Pedro de Fuentes de Nava (Palencia), donde de nuevo utiliza los
mismos recursos de canon alargado, escorzos, fondo impreciso, gesticulación
dinámica, agitación de paños, contrastes lumínicos y una paleta de tonos muy
fríos y efectos tornasolados, elementos que actúan como agentes psicológicos para potenciar la emotividad
del drama.
Informe: J. M. Travieso.
Fotografías: J. M. Travieso, Museo Nacional de Escultura, Las Edades del Hombre, Museo
del Louvre.
NOTAS
1 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio: Crucifixión.
En: URREA FERNÁNDEZ, Jesús: Pintura del
Museo Nacional de Escultura. Siglos XV al XVIII (I). Madrid, 2001, pp. 69-70.
2 CAMÓN AZNAR, José: Alonso
Berruguete. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1980, pp. 45-46.
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