5 de noviembre de 2018

Fastiginia: Aquella forma rudimentaria de combatir el calor

Un botijero de venta ambulante
Estampas y recuerdos de Valladolid

Ahora que los acontecimientos se suceden a una velocidad vertiginosa, parece inconcebible que el hábito de conservar los alimentos en España dentro de neveras o frigoríficos apenas supere los 60 años, y no en todos los territorios por igual. Lejos quedan aquellas estampas de oficios relacionados con el agua fresca y la fabricación de hielo para refrigerar de forma rudimentaria las multitudinarias formas de las fresqueras caseras.

Valladolid no fue una excepción en esta evolución que ahora recordamos como quien hace un ejercicio de verdadera arqueología, a pesar de que aquellas imágenes todavía permanecen en la memoria de muchos vallisoletanos que las experimentaron hasta que se fueron extinguiendo no hace tantos años.

La aspiración a la conservación de hielo es muy remota, pues se produjo desde la Edad Media. Los neveros o almacenes de nieve fueron algo generalizado en la provincia de Valladolid, como bien ha estudiado Jesús Anta Roca en su trabajo Pozos de nieve y abastecimiento de hielo en la provincia de Valladolid, donde recoge un estimable catálogo de pozos de hielo diseminados por la capital y provincia, constatando que grandes monasterios y casonas señoriales disponían de sus neveros, no sólo para el consumo propio, sino también como actividad comercial. La existencia de aquellas instalaciones en la ciudad de Valladolid, cuyo funcionamiento estaba regulado por una curiosa normativa, ha quedado prácticamente en el olvido, aunque todavía existe en Nava del Rey un singular pozo, en óptimas condiciones de conservación y recientemente restaurado, que ilustra perfectamente de lo que fue esta desaparecida actividad.

Postal turística de los años 60 con el burro del botijero
Pero hoy no nos referimos a la conservación del hielo a gran escala en tan peculiares construcciones, sino a algo más cercano y personal, como era la satisfacción de disfrutar de agua fresca cuando apretaba el calor y de conservar, durante días, algunos alimentos enfriados por bloques de hielo. Hablamos de los botijos y las fresqueras caseras.

Se podría afirmar que en todas las casas se disponía de su propio botijo, piezas de alfarería torneadas a mano en distintas poblaciones españolas donde era idónea la calidad la arcilla, que después era sometida a una cocción. La clave del enfriamiento residía en la evaporación del agua exudada por los poros de la arcilla, que al evaporarse disminuía la energía térmica del agua contenida en el botijo. En Valladolid los años 50 existían buenos alfares productores de botijos en pueblos como Aldeamayor de San Martín, Tudela de Duero y Tiedra, aunque era Portillo el más famoso de todos ellos, cuyos alfareros se desplazaban a la ciudad ofreciendo toda clase de productos relacionados con la cocina, siendo habitual la venta de botijos y otros "cacharros" a la puerta de los mercados.

Pero este negocio de elaboración artesanal también llegaba desde otras poblaciones más alejadas, apareciendo en el entramado urbano la entrañable figura del botijero, un alfarero que acompañado de uno o varios burros o mulas, con las alforjas cargadas hasta los topes, recorría poco a poco todas las poblaciones a su paso ofreciendo sus recipientes en forma de venta callejera, anunciándose a viva voz, ¡el botijero!, cada uno con su cantinela como lo hacían los afiladores. Estos llegaban desde pueblos de Salamanca, de Ávila, de Extremadura, de Córdoba, etc., cada uno con sus productos bien diferenciados, de modo que era posible comprar botijos de arcilla rojiza o blanca, austeros o bien decorados con colores vidriados o con tenues dibujos en su superficie. Célebre en Valladolid era el botijo de la Estación, siempre con agua fresca a disposición de quienes allí esperaban al tren.
Al decaer definitivamente en los años 60, la figura del botijero con su burro se convirtió en un icono turístico —tipical spanish— en algunos pueblos costeros.

Los mozos del hielo en los años 50
Otra actividad habitual era la de comprar hielo para la fresquera, una especie de alacena con dos puertas, una de ellas con una red o celosía que permitía la aireación del interior. En ella se metían trozos de hielo que había que comprar diariamente, siendo constante la presencia de camionetas, carros y bicicletas con carritos adaptados cargados con las grandes barras de hielo, como las fabricadas en el barrio de Las Delicias, que distribuían los grandes bloques por la ciudad. Estos eran manipulados con grandes ganchos y en las tiendas, generalmente bares, se servían a petición trozos de diferentes tamaños que los clientes portaban en bolsas con forma de red.

Junto al hielo se colocaban los alimentos más perecederos y algunos medicamentos, como la penicilina, aunque todo esto se fue convirtiendo en historia a partir de la llegada de las primeras neveras a España en 1952, que por su elevado precio, así como por los continuos cortes eléctricos en la red, tardaron en imponerse como electrodoméstico generalizado.

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