Estampas y recuerdos de Valladolid
Ahora que los acontecimientos se suceden a una
velocidad vertiginosa, parece inconcebible que el hábito de conservar los
alimentos en España dentro de neveras o frigoríficos apenas supere los 60 años,
y no en todos los territorios por igual. Lejos quedan aquellas estampas de
oficios relacionados con el agua fresca y la fabricación de hielo para
refrigerar de forma rudimentaria las multitudinarias formas de las fresqueras
caseras.
Valladolid no fue una excepción en esta evolución
que ahora recordamos como quien hace un ejercicio de verdadera arqueología, a
pesar de que aquellas imágenes todavía permanecen en la memoria de muchos
vallisoletanos que las experimentaron hasta que se fueron extinguiendo no hace
tantos años.
La aspiración a la conservación de hielo es muy remota,
pues se produjo desde la Edad Media. Los neveros o almacenes de nieve fueron
algo generalizado en la provincia de Valladolid, como bien ha estudiado Jesús Anta
Roca en su trabajo Pozos de nieve y abastecimiento de hielo en
la provincia de Valladolid, donde recoge un estimable catálogo de pozos de
hielo diseminados por la capital y provincia, constatando que grandes monasterios y
casonas señoriales disponían de sus neveros, no sólo para el consumo propio,
sino también como actividad comercial. La existencia de aquellas instalaciones
en la ciudad de Valladolid, cuyo funcionamiento estaba regulado por una curiosa
normativa, ha quedado prácticamente en el olvido, aunque todavía existe en Nava
del Rey un singular pozo, en óptimas condiciones de conservación y
recientemente restaurado, que ilustra perfectamente de lo que fue esta
desaparecida actividad.
Postal turística de los años 60 con el burro del botijero |
Pero hoy no nos referimos a la conservación del
hielo a gran escala en tan peculiares construcciones, sino a algo más cercano y
personal, como era la satisfacción de disfrutar de agua fresca cuando apretaba
el calor y de conservar, durante días, algunos alimentos enfriados por bloques
de hielo. Hablamos de los botijos y las fresqueras caseras.
Se podría afirmar que en todas las casas se
disponía de su propio botijo, piezas de alfarería torneadas a mano en distintas
poblaciones españolas donde era idónea la calidad la arcilla, que después era
sometida a una cocción. La clave del enfriamiento residía en la evaporación del
agua exudada por los poros de la arcilla, que al evaporarse disminuía la
energía térmica del agua contenida en el botijo. En Valladolid los años 50 existían
buenos alfares productores de botijos en pueblos como Aldeamayor de San Martín,
Tudela de Duero y Tiedra, aunque era Portillo el más famoso de todos ellos,
cuyos alfareros se desplazaban a la ciudad ofreciendo toda clase de productos
relacionados con la cocina, siendo habitual la venta de botijos y otros "cacharros" a la puerta de
los mercados.
Pero este negocio de elaboración artesanal también
llegaba desde otras poblaciones más alejadas, apareciendo en el entramado
urbano la entrañable figura del botijero, un alfarero que acompañado de uno o
varios burros o mulas, con las alforjas cargadas hasta los topes, recorría poco
a poco todas las poblaciones a su paso ofreciendo sus recipientes en forma de
venta callejera, anunciándose a viva voz, ¡el botijero!, cada uno con su
cantinela como lo hacían los afiladores. Estos llegaban desde pueblos de
Salamanca, de Ávila, de Extremadura, de Córdoba, etc., cada uno con sus
productos bien diferenciados, de modo que era posible comprar botijos de
arcilla rojiza o blanca, austeros o bien decorados con colores vidriados o con
tenues dibujos en su superficie. Célebre en Valladolid era el botijo de la
Estación, siempre con agua fresca a disposición de quienes allí esperaban al
tren.
Al decaer definitivamente en los años 60, la figura
del botijero con su burro se convirtió en un icono turístico —tipical spanish— en algunos pueblos
costeros.
Los mozos del hielo en los años 50 |
Otra actividad habitual era la de comprar hielo
para la fresquera, una especie de alacena con dos puertas, una de ellas con una
red o celosía que permitía la aireación del interior. En ella se metían trozos
de hielo que había que comprar diariamente, siendo constante la presencia de
camionetas, carros y bicicletas con carritos adaptados cargados con las grandes
barras de hielo, como las fabricadas en el barrio de Las Delicias, que
distribuían los grandes bloques por la ciudad. Estos eran manipulados con
grandes ganchos y en las tiendas, generalmente bares, se servían a petición
trozos de diferentes tamaños que los clientes portaban en bolsas con forma de
red.
Junto al hielo se colocaban los alimentos más
perecederos y algunos medicamentos, como la penicilina, aunque todo esto se fue
convirtiendo en historia a partir de la llegada de las primeras neveras a
España en 1952, que por su elevado precio, así como por los continuos cortes
eléctricos en la red, tardaron en imponerse como electrodoméstico generalizado.
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