CRUCIFIXIÓN
La luna pudo
detenerse al fin por la curva blanquísima de los caballos.
Un rayo de
luz violenta que se escapaba de la herida
proyectó en
el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto.
La sangre
bajaba por el monte y los ángeles la buscaban,
pero los
cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.
Cojos perros
fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente
ponía grises
los labios redondos de los que vomitaban en las esquinas.
Y llegaban
largos alaridos por el Sur de la noche seca.
Era que la
luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.
Un sastre
especialista en púrpura
había
encerrado a tres santas mujeres
y les
enseñaba una calavera por los vidrios de la ventana.
Las tres en
el arrabal rodeaban a un camello blanco,
que lloraba
porque al alba
tenía que
pasar sin remedio por el ojo de una aguja.
¡Oh cruz!
¡Oh clavos! ¡Oh espina!
¡Oh espina
clavada en el hueso hasta que se oxíden los planetas!
Como nadie
volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.
Entonces se
oyó la gran voz y los fariseos dijeron:
Esa maldita
vaca tiene las tetas llenas de leche.
La
muchedumbre cerraba las puertas
y la lluvia
bajaba por las calles decidida a mojar el corazón
mientras la
tarde se puso turbia de latidos y leñadores
y la oscura
ciudad agonizaba bajo el martillo de los carpinteros.
Esa maldita
vaca
tiene las
tetas llenas de perdigones,
dijeron los
fariseos.
Pero la
sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos
estrellaban
ampollas de laguna sobre las paredes del templo.
Se supo el
momento preciso de la salvación de nuestra vida.
Porque la
luna lavó con agua
las
quemaduras de los caballos
y no la niña
viva que callaron en la arena.
Entonces salieron
los fríos cantando sus canciones
y las ranas
encendieron sus lumbres en la doble orilla del rio.
Esa maldita
vaca, maldita, maldita, maldita
no nos
dejará dormir, dijeron los fariseos,
y se
alejaron a sus casas por el tumulto de la calle
dando empujones
a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios
mientras la
sangre los seguía con un balido de cordero.
Fue entonces
y la tierra
despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.
FEDERICO GARCÍA LORCA, 18 de octubre de 1929
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