CRISTO DE LA LUZ
Gregorio Fernández (Sarria,Lugo,1576-Valladolid,1636)
Hacia 1632
Madera policromada y postizos
Capilla del Colegio Santa Cruz, Universidad de Valladolid (en depósito
del Museo Nacional de Escultura)
Procedente de la iglesia de San Benito el Real de Valladolid
Escultura barroca española. Escuela castellana
Cristo de la Clemencia. Juan Martínez Montañés, 1603-1606 Catedral de Sevilla |
Si nos atenemos a un criterio tan propio de nuestro
tiempo como es el establecer un ranking
sobre la que puede ser considerada como la mejor obra de un artista, al tratar
la producción de Gregorio Fernández la elección resulta realmente difícil. Unos
críticos y estudiosos se decantan por el Ecce
Homo que procedente de la iglesia de San Nicolás se conserva en el Museo
Diocesano y Catedralicio de Valladolid; otros por el Cristo atado a la columna de la iglesia penitencial de la Vera Cruz
y la gran mayoría por esta impactante imagen del Cristo de la Luz, al que algunos denominan "la perla de Gregorio Fernández", desde 1940 en la capilla del Colegio de Santa
Cruz como depósito del Museo Nacional de Escultura, donde a su vez había
ingresado en 1843, tras el proceso desamortizador, procedente de la iglesia de
San Benito el Real de Valladolid.
De igual manera, si hubiera que elegir la mejor
imagen de un crucificado elaborado en la España barroca, también las opiniones
quedarían repartidas entre el célebre Cristo
de la Clemencia, elaborado en Sevilla por Juan Martínez Montañés entre 1603
y 1606 y conservado en la catedral sevillana, y este Cristo de la Luz realizado por Gregorio Fernández en plena madurez
hacia 1632, paradigma de la concepción dramática de la plástica barroca
castellana. Aunque esta competencia entre estas dos obras maestras carece de verdadero sentido, para gustos
los colores.
Cristo de la Luz en la capilla del Colegio de Santa Cruz de Valladolid |
La imagen de Cristo crucificado, como símbolo máximo
de la Redención a través de la muerte corporal, es la iconografía más común en el arte cristiano. En el primer tercio del siglo XVII fue repetidamente
abordada por Gregorio Fernández a lo largo de su vida laboral. En unas
ocasiones en formato que no llega al natural y en otras sobrepasándole, unas
veces como imagen aislada y otras formando parte de grupos escultóricos, en la
mayor parte de los casos representando a Cristo muerto, aunque no faltan
ejemplos del reo aún vivo sobre el madero.
Precisamente esta escultura tan conmovedora supone
la culminación del proceso evolutivo del prototipo por él creado, que oscila,
como en su serie de Cristos yacentes,
desde los primeros crucifijos de anatomía hercúlea y vigorosa a este modelo tan
sutil en matices, con un ejercicio sublime de realismo en su enflaquecida
anatomía y un acentuado dramatismo naturalista que queda reforzado con una
apropiada policromía, en consonancia con la tendencia compartida por los
grandes pintores españoles de lo que conocemos como el "Siglo de Oro",
en este caso con una encarnación mate y profusión de regueros sanguinolentos
que aumentan su patetismo. Igualmente, la variante sobre modelos anteriores
queda definida por la forma que adopta el paño de pureza, lienzo blanco que
envuelve la cintura formando pliegues quebrados que ya no aparece sujeto por ninguna
cinta, sino anudado al frente y con uno de los cabos ondeante por su parte
izquierda.
Desconocemos las circunstancias y la identidad del
comitente que encargó esta obra maestra, siendo la primera noticia documental
la que en 1761 proporciona el historiador cántabro Rafael Floranes, que afirma
que fray Benito Vaca, prior entre 1693 y 1697, ordenó fuese colocada en la
capilla adquirida por la familia Daza en la iglesia de San Benito, donde ya era
conocido como Cristo de la Luz,
posiblemente por la permanente colocación de velas que suscitaba su devoción1.
Este crucificado de morfología evolucionada había
sido ensayado previamente por Gregorio Fernández en el crucifijo que,
seguramente encargado por doña Mariana Vélez Ladrón de Guevara, condesa de
Triviana y cliente asidua del escultor, había realizado entre 1631 y 1635, a
escala sensiblemente inferior, para ser donado al convento de Santa Clara de
Carrión de los Condes, en cuya iglesia se conserva.
El Cristo de la Luz presenta una excelente
corrección anatómica, con un cuerpo consumido de gran esbeltez, que aparece
desplomado poniendo en tensión los brazos, el tórax delgado con las costillas
marcadas, el vientre hundido, las piernas largas y juntas y, como es habitual,
la emoción concentrada en la cabeza, donde a los elementos que definen sus
modelos de Cristo, como la larga melena de raya al medio y minuciosos
filamentos que dejan visible la oreja izquierda, los característicos mechones
sobre la frente y la barba larga y de dos puntas, se suma un rostro muy afilado
de pómulos marcados, con las órbitas oculares hundidas y la boca entreabierta
en alusión al último suspiro.
Para acentuar el realismo el escultor recurre, como
en otras ocasiones, al uso de postizos efectistas, como los ojos entreabiertos
de cristal con forma de media luna y mirada perdida para constatar la muerte,
el último aliento expresado con la boca abierta que permite contemplar la
cavidad bucal y los dientes de marfil, a lo que se suman sutiles detalles como
la espina que perfora la ceja izquierda, el uso de asta en la uñas, la corona
de espinas real, superpuesta a la talla, y la recreación de las heridas con
aplicaciones de corcho y finos pellejos de cuero para recopilar todas las
llagas producidas durante el proceso de la Pasión, como la espalda con las
huellas de los latigazos, la oreja dañada por la corona de espinas, la carne
viva del hombro izquierdo producida por el peso de la cruz, las rodillas
destrozadas en las caídas, los efectos de los clavos en manos y pies y la
lanzada del costado cuyos regueros tiñen de sangre el paño de pureza, que
agitado por una brisa mística referida al pasaje de la tormenta producida al
expirar Cristo, aparece ondulante con los duros, característicos y artificiosos
pliegues del escultor y su trabajo en finas láminas leñosas.
Como ocurre con los Cristos yacentes, a todos estos elementos descritos con crudo
realismo se suma una depurada policromía, aplicada por un pintor desconocido,
que acentúa cada uno de los detalles de su aspecto sufriente, incluyendo la
parte de la espalda que prácticamente está pegada a la cruz. La encarnación es mate
y los tonos pálidos, sin vida, con los labios y los pómulos amoratados y
pequeñas tumoraciones distribuidas por todo el cuerpo.
En pocas ocasiones como en esta se puede comprender
la capacidad de sobrecoger y conmover una imagen presentada de forma tan
descarnada ante los fieles a través de un supremo realismo efectista y un
patetismo sensacionalista. Una imagen viva del martirio que convierte a
Gregorio Fernández en un fiel intérprete de los ideales propugnados por la
Iglesia Católica en el Concilio de Trento, en cuya sesión XXV, celebrada los
días 3 y 4 de diciembre de 1563, aprobaba las resoluciones referidas al culto a
las imágenes sagradas como complemento de la labor doctrinal, debiendo contribuir
como representaciones icónicas a abrir una vía de acercamiento a lo que ellas
muestran y significan2.
Teniendo en cuenta que para la creación de algunos
temas Gregorio Fernández recurrió a distintos grabados como fuente de
inspiración, se ha propuesto como posible modelo para la creación de este
crucificado el grabado del Calvario
realizado por Hieronymus Wierix sobre un dibujo de Maarten de Vos,
especialmente por sus similitudes en la disposición del paño de pureza3.
Sin embargo, es mi opinión que si en su primera
etapa Gregorio Fernández muestra una clara influencia de los modelos del
milanés Pompeo Leoni, al que debió de conocer trabajando en El Escorial y al que
siguió hasta Valladolid para trabajar en la Corte, en su etapa de madurez sus
figuras pasionales de Cristo acusan ciertos rasgos formales relacionados con el
fantástico Crucifijo marmóreo realizado
entre 1556 y 1557 por Benvenuto Cellini, que se conserva, como obsequio de
Francisco I de Médici a Felipe II, en una capilla de la iglesia de El Escorial, una escultura que el escultor pudo conocer durante su estancia madrileña. Gregorio Fernández
repite cada uno de los rasgos de la cabeza adaptándolos al trabajo en madera e
incorporando matices naturalistas propios del Barroco, aplicando en el Cristo de la Luz el mismo tipo de
anatomía depurada y esbelta.
La sobrecogedora imagen de este crucificado hace
comprensible la afirmación de Isidoro Bosarte (1747-1807) de que tan sólo la
imagen del Cristo de la Luz, aunque
el escultor no hubiera realizada ninguna otra obra, sería suficiente para
situarle en la cumbre de la escultura barroca española4.
A pesar de que la imagen no fue concebida con fines
procesionales, sino para recibir culto permanente presidiendo un retablo, actualmente
desfila en la Semana Santa vallisoletana como imagen titular de la Hermandad
Universitaria del Cristo de la Luz, fundada en 1940 por iniciativa del rector
Cayetano Margelina y revitalizada en 1992 por un grupo de jóvenes
universitarios.
Informe: J. M. Travieso.
1 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. Cristo
de la Luz / Lo Sagrado hecho Real, pintura y escultura española 1600-1700.
Catálogo de la exposición celebrada en el Museo Nacional de Escultura, Madrid,
2010, p. 160.
2 TRAVIESO ALONSO, José Miguel. Simulacrum.
En torno al Descendimiento de Gregorio Fernández. Domus Pucelae, Valladolid, 2011, p. 119.
3 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. Cristo
de la Luz / Lo Sagrado hecho Real, pintura y escultura española 1600-1700.
Catálogo de la exposición celebrada en el Museo Nacional de Escultura, Madrid,
2010, p. 160.
4 BOSARTE, Isidoro. Viaje
artístico a varios pueblos de España (1804). Turner, Madrid, 1978, p. 201.
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