26 de junio de 2015

Theatrum: EL PAÑO DE LA VERÓNICA, un juego de trampantojo o de naturaleza muerta












LA SANTA FAZ / PAÑO DE LA VERÓNICA
Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598 - Madrid 1664)
1658
Óleo sobre lienzo
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la ermita del Carmen de Torrecilla de la Orden (Valladolid)
Pintura barroca española












Martirio de San Serapio. Zurbarán, 1628
Wadsworth Atheneum Museum de Hartford (USA)
Francisco de Zurbarán es el pintor por excelencia de los paños blancos, en los que consigue unas texturas, calidades y efectos realistas, bajo el aspecto de hábitos, de simples lienzos e incluso como madejas de lana en el Agnus Dei, que no fueron igualados por ningún otro pintor de su tiempo. Es por eso que en las pinturas que representan el paño de la Verónica encontró un tema que se ajustaba a su destreza como anillo al dedo, lo que explica que llegara a hacer aproximadamente diez versiones compartiendo la misma idea.

En todas ellas el paño blanco que utilizara la legendaria figura de la Verónica destaca sobre un fondo neutro de tonos rojizos o muy oscuros, unas veces prendido con alfileres o alcayatas y otras suspendido por cordones atados cuyos extremos quedan fuera del campo de visión del cuadro. En toda la serie el paño aparece plegado en la parte superior para hacer caer por los lados los extremos angulosos formando, a partir del juego de luces y sombras, una verdadera simulación volumétrica que adquiere el valor de un «trompe l'oeil» o trampantojo, efecto realzado en algunos casos con pliegues centrales producidos por alfileres insertados al modo de una naturaleza muerta. Común a todos es la colocación en la parte central del rostro de Cristo en posición de tres cuartos, con las facciones reconocibles sin dificultad y la mirada dirigida al espectador.

Es precisamente el tipo de retrato de Cristo aplicado por el pintor el motivo que marca la evolución de la tipología zurbaranesca, pues aunque la gran mayoría de estas pinturas no están datadas con precisión, es significativa la diferencia entre dos de las obras perfectamente fechadas y separadas en el tiempo: la versión que pertenece a una colección particular de Buenos Aires, pintada en 1631 y muy similar a la conservada en el Nationalmuseum de Estocolmo, con el rostro coronado de espinas claramente perceptible, y la conservada en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, pintada en 1658 —casi treinta años después—, donde el rostro aparece difuminado ajustándose de forma más convincente a la huella impresa en el lienzo a causa del sudor ensangrentado.

Izda: Santa Faz, 1631, Museo Nacional de Estocolmo. Centro: Santa Faz, colección privada, Madrid
Dcha: Santa Faz, 1658-61, Museo de Bellas Artes de Bilbao
LA ICONOGRAFÍA DE LA SANTA FAZ

Es conveniente recordar que la leyenda de la Verónica tiene un origen medieval y que está relacionada con la leyenda de Abgar V de Edesa1, igualmente ampliada en la Alta Edad Media, según la cual, en vida de Jesús, este emperador, víctima de una enfermedad incurable, le envió una carta reconociendo su divinidad, solicitando su ayuda y ofreciéndole su casa, a lo que Cristo, aunque declinó la invitación, permitió que le retratara Hanán, archivista de la corte, durante el viaje que hizo para visitar a Jesús, siendo este supuesto retrato realizado en vida del nazareno el célebre Lienzo de Odesa o Mandylion (sudario), un trozo de tela con el rostro de Jesús que sería venerado como una reliquia y que es considerado el primer icono del cristianismo (actualmente conservado en el Vaticano) por representar el Santo Rostro anterior a los sucesos de la Pasión, verdadero talismán con poderes curativos y protectores.

Izda: Santa Faz, 1631, Museo Nacional de Estocolmo. Centro: Santa Faz, colección privada, Madrid
Dcha: Santa Faz, 1658, Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Sería alrededor del año 1300 cuando aparece una nueva versión de la leyenda de la Verónica2 que alcanzaría un éxito fulgurante. Según ésta, inspirada en el evangelio apócrifo de Nicodemo, durante el camino de Jesús hacia el Gólgota, una mujer, movida por la compasión hacia el reo que portaba sudoroso la cruz, le habría ofrecido su velo para limpiar los regueros de sangre y sudor de su rostro, plasmándose en el lienzo la Santa Faz que daría nombre a la desconocida mujer por tratarse del "vero icono" de Cristo, término latino que evolucionaría a "Verónica". El principal propagador de esta sugestiva leyenda sería el teatro medieval3, alcanzando una gran difusión plástica y devocional a partir del siglo XV.

Según la tradición cristiana, la reliquia del Paño de la Verónica se hallaba en la basílica de San Pedro de Roma, donde Lutero la calificó como la burda escenificación de un pañuelo sujeto con agujas en sus cuatro costados a una tabla de madera. De allí fue robado durante el Saco de Roma de 1527. Cuando más tarde reapareció en extrañas circunstancias, se difundió la leyenda de que el paño tenía tres dobleces que originaron que la imagen apareciera por triplicado. Con ello se justificaban como reliquias verdaderas los fragmentos conservados en Roma, Jerusalén y Jaén. A este último dedicaba Juan Acuña de Adarve en 1637 su obra Discursos de las effigies y verdaderos retratos non manufactos de Santo rostro y cuerpo de Jesu Christo, libro que ayuda a comprender cómo era considerada la imagen de la catedral jienense en tiempos de Zurbarán, pudiendo ser considerada la popularidad de aquel culto como fuente de inspiración para toda la serie ideada por el maestro sobre la Santa Faz.  

A diferencia del antiguo Mandylion, imagen no doliente, la extrapolación de la narración pasional del Paño de la Verónica le confiere un nuevo valor al aglutinar la corona de espinas, las gotas de sangre y la expresión de dolor, elementos que confieren al milagroso velo la significación de un compendio de la Pasión entera, tradicionalmente representado como un símbolo en visión frontal hasta la aparición de las interpretaciones naturalistas y racionales de Zurbarán.

En ellas el pintor extremeño, a pesar de ajustarse a los postulados contrarreformistas, por los que la finalidad de la imagen sería la de conmover al espectador y despertar su piedad, no se ajusta a la concepción de retrato con que el tema es tratado por otros pintores —con el caso destacado de El Greco entre todos ellos—, lo que supone un retrato expreso, sino que presenta el rostro de Cristo impregnado en el velo, de modo que diferencia con nitidez la imagen impresa en el tejido, casi abocetada, del velo que sirve de soporte a la imagen, en el que juega con maestría al trampantojo, lo que convierte la pintura en un retrato impreso, en la representación de una representación.

Por tanto, el velo resplandeciente presentado a los ojos del espectador de forma realista, con la pálida impresión del rostro sagrado, puede ser considerado como uno de los hallazgos más personales de Zurbarán, cuya maestría se pone al servicio de la fe a partir del convencimiento del impacto que en los fieles producen las imágenes sagradas, a pesar de que su forma de representación en cierta medida parece desacralizada y próxima al género de la naturaleza muerta, es decir, conjugando valores sacros y profanos4.

EL PAÑO DE LA VERÓNICA DE VALLADOLID  

Esta pintura de Zurbarán estuvo colocada en el ático del retablo barroco de la ermita de Nuestra Señora del Carmen, situada en las proximidades de la población vallisoletana de Torrecilla de la Orden. Allí fue descubierta en 1968 durante la realización del Inventario Artístico de la provincia de Valladolid y, dado su interés, adquirida diez años más tarde para la colección pictórica del Museo Nacional de Escultura5.
Se trata de una pintura realizada y firmada por Zurbarán en 1658, momento de su segundo asentamiento en Madrid, en un año en que, junto a Zurbarán, confluyeron en la capital de España los geniales pinceles de Velázquez, Alonso Cano y Murillo, máximos representantes de la escuela andaluza.

Por sus dimensiones se ajusta a los lienzos pintados para pequeños oratorios, que algún devoto pudo adquirir para donarlo al templo de Torrecilla de la Orden. Sobre un fondo neutro de color almagre aparece el paño de lino suspendido por cordones anudados a la tela y fijado a la pared en la parte central por un alfiler, lo que produce en la parte superior el esquema de un dosel con el centro elevado y caídas laterales de la tela, mientras que el resto de la pieza cae libremente formando ligeros pliegues a los lados. El alto grado de naturalismo conseguido por el pintor, en base a observaciones rigurosas del natural y a través de la virtuosa aplicación de la luz y el color, le confiere el valor de un auténtico trampantojo, pues incluso a corta distancia se diría que se trata de una tela real.

Como en el resto de las versiones, el lienzo sirve de soporte para la impresión del rostro sufriente de Cristo en el centro del mismo, que en este caso se aleja del nítido retrato para ser sugerido con manchas de color ocre en los cabellos y carmín en la encarnación, aunque mirando detenidamente la aparente abstracción se puede apreciar la impronta del rostro, la oreja y los cabellos, que se convierten en el referente visual de tan hábil composición, con características más evolucionadas respecto a versiones anteriores al acentuar el contraste entre la evanescente imagen y la corporeidad —aparentemente tangible— del paño.

Por debajo del lienzo, y siguiendo el juego de trampantojo, aparece pegado al muro un pequeño trozo de papel, medio despegado y roto, en el que el pintor plasma su firma y el año de elaboración: 1658. Este pequeño detalle, que ya fuera utilizado por el artista en el Martirio de San Serapio (Wadsworth Atheneum, Hartford), viene a realzar la habilidad técnica en el uso de los modos de Caravaggio para establecer en la composición, a través de los juegos de claroscuro, con fuertes contrastes de luces y sombras, una volumetría verosímil que confiere a la pintura un supremo realismo y una gran monumentalidad.      

Informe y fotografías: J. M. Travieso.


NOTAS

1 EUSEBIO, obispo de Cesarea. Historia Eclesiástica, I, XIII, hacia 325. Este historiador de la Iglesia del siglo IV registra la tradición relativa a la correspondencia intercambiada en lengua siriaca entre Abgar de Edesa y Jesús, así como la veneración en uno de los palacios del anciano emperador de la imagen de Cristo pintada en vida: el Mandylion. Una versión griega de la leyenda se recoge en las llamadas "Actas de Tadeo", un discípulo enviado a Edesa por el apóstol Tomás el año 29, cuyas cartas copió el obispo Eusebio.

2 STOICHITA, Víctor I. La Verónica de Zurbarán. Traducción de Ana María Coderch. Norba, Revista de Arte, Cáceres, 1991, p. 73. 

3 MALE, Emile. L'Art Religieux à la fin du Moyen Âge en France (1908). París, 1949, p. 64.

4 STOICHITA, Víctor I. Ibídem, p. 83.

5 MARCOS VILLÁN, Miguel Ángel. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, pp. 226-227.









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