De forma incomprensible, la Semana Santa 2009 en Valladolid ha estado salpicada de actitudes intolerantes, cargadas de tintes políticos, por parte de algunas cofradías.
Uno de los casos más sonados ha sido el boicot de la mitad de ellas al escritor vallisoletano Gustavo Martín Garzo, que ofreció en la catedral, pese a todo, un pregón de alto contenido literario, poético, social y religioso. Un sabio pregón bajo la óptica de nuestro atribulado tiempo, cuyo contenido y altura no es frecuente en este acto ya tradicional.
Como es muy fácil hacer reproches sin fundamentos, y se ha oído de todo, ofrecemos la transcripción completa del pregón para que cada uno juzgue por sí mismo.
PREGÓN DE SEMANA SANTA, VALLADOLID 2009
In memoriam Pier Paolo Pasolini
Excelentísimo y Reverendísimo Sr. Arzobispo
Excelentísimo Señor Alcalde
Señor Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa
Autoridades. Cofrades, queridos amigos y vecinos
Este es un momento especial y difícil para mí. Especial, por dirigirme a vosotros en un lugar como éste; difícil, por hacerlo en los umbrales de la Semana Santa. La Semana Santa celebra la pasión de Jesús. Es una época esencial en el universo cristiano, pues nos enfrenta al relato del dolor de los hombres. No es fácil hablar del dolor. ¿Tiene algún sentido o es sólo un anuncio del fracaso inevitable que nos espera? “El corazón tiene zonas que todavía no existen, y para que existan entra en ellas el dolor”, escribió el gran León Bloy. Para León Bloy el dolor es una prueba semejante a las que tienen que vencer los personajes de los cuentos para acceder a un mundo de plenitud, pero no sé si es así. La vida de Jesús es como un cuento, un hermoso y terrible cuento portador de esperanza. Y, esta tarde, hemos venido aquí para hablar de él. Pero un templo es un lugar de silencio, y se acude a él para hablar con esas palabras mudas que son las palabras de nuestro corazón: las palabras que escuchan los poetas, los santos, las palabras con las que nos dirigimos a esa zona del mundo no revelada todavía. ¡Cómo hablar en un lugar donde todo invita al silencio! Los santos que dormitan en sus altares, las vírgenes absortas entre racimos de oro, los ángeles en sus nubes de quietud. Todos ellos nos dicen que aquí no se necesitan las palabras, que hemos venido a callar.
Fray Angélico, el gran pintor italiano, siempre rezaba antes de ponerse a pintar, pues la pintura era para él un vínculo entre lo humano y lo divino. Casi cinco siglos después, el poeta inglés John Keats diría que el poeta debía vivir con los pies en el jardín y sus dedos tocando el cielo. Y escribió: “nadie puede realizar una obra como la de Homero o Shakespeare si no cree que su alma es inmortal”. Keats pensaba que las palabras de los poetas eran un puente entre el mundo de los sueños y el mundo real y, en efecto, gracias a la poesía sabemos que hay algo más grande que nosotros que tenemos que dar cabida en nuestra propia vida. Esa dimensión desconocida del mundo es lo que nos ofrecen los poetas y los santos con sus obras y sus vidas. Y un templo, esta catedral en la que estamos ahora, es un lugar situado a medio camino entre el mundo real y el soñado. Un lugar de comunicación en que vivos y muertos, sueños y realidades, ángeles y hombres se encuentran y dialogan entre sí con esas palabras mudas que son las palabras de la poesía y de la oración. ¿Cómo hablar hoy en él con unas palabras que no sean esas? Y, sin embargo, el Jesús de los Evangelios lo hacía a menudo. Él no sólo vino a hablar de la vida que nos aguardaba tras la muerte, sino que vino a hacerlo del mundo en el que vivía y que compartía con los demás. “El reino de Dios, no vendrá de forma espectacular, ni se podrá decir está aquí o allí, porque el reino de Dios ya está entre vosotros”, puede leerse en el evangelio de San Lucas.
En una película de Ingman Bergman, el gran director sueco, hay un diálogo entre un pastor protestante y una devota mujer: “¿Crees en Dios tío Jacob -le pregunta la mujer-, ¿en un Padre en el cielo, en un Dios del amor. En un Dios con manos, corazón y ojos que velan?” Y el pastor le contesta: “No uses la palabra dios, di lo sagrado. Lo sagrado está en todas las personas. El resto son atributos, disfraces, manifestaciones. Lo sagrado de las personas no se puede entender ni capturar. Pero a la vez es algo a lo que agarrase. Algo totalmente concreto que dura hasta la muerte. Lo que pasa después no lo podemos ver. Solo los poetas, los músicos y los santos, pueden reflejar lo que nosotros apenas podemos percibir: lo inconcebible. Ellos han visto, conocido y comprendido no del todo, pero sí en parte. Para mí es un consuelo pensar en lo sagrado de las personas”.
Es justo de eso sagrado que hay en cada uno de nosotros, de lo que vino a hablar el Jesús de nuestro cuento. Eso significa el misterio de la encarnación, hacer del hombre el centro del mundo. Ninguna religión había llegado tan lejos. Es verdad que en la mitología griega abundaron estos intercambios entre el mundo de los dioses y el de los hombres. Incluso era frecuente que los dioses se encapricharan de criaturas mortales y vivieran apasionadas historias amor con ellos, aunque enseguida regresaran a su apartado reino sin preocuparse demasiado de las consecuencias de sus aventuras. El misterio de la encarnación es muy distinto. No habla sólo de un dios que desciende al mundo a anunciar un nuevo tiempo, sino de una predilección. Como si el misterioso y hondo Dios del Antiguo Testamento se hubiera quedado contemplando a sus criaturas y hubiera sentido piedad por ellos, por sus locuras, por sus sueños, por sus locas pasiones. Y hubiera deseado estar a su lado. Ese es el verdadero significado de la encarnación, un acto de amor de Dios a sus criaturas, pues el que ama quiere confundirse con el objeto que es causa de sus desvelos.
Cuenta Chesterton en su autobiografía una anécdota de su abuelo materno. Era un hombre conservador y amante de las tradiciones, que había tenido que trabajar sin descanso para sacar adelante a su numerosa familia. Ya estaba muy enfermo cuando, al oír una conversación entre sus hijos, en que estos cuestionaban a Dios nombrando las injusticias sin fin que existían en la tierra, rompió de repente su silencio e, incorporándose en su sillón, dijo: “Daría gracias a Dios por haberme creado aunque supiera que mi alma estaba condenada”.
Dar las gracias por haber sido creados, eso es lo que, en los evangelios, nos pide Jesús que hagamos. Por eso se detiene ante los niños, los pobres y todos los perseguidos, e incluso los pájaros, los corderos y los otros animales del campo le hacen seguirles maravillado para buscar en ellos la perfecta alegría. Su luminoso optimismo surge de una confianza sin fisuras en la naturaleza humana y en la creación. Y si confía en ella es porque es obra de Dios, y es por tanto admirable. Su reino es el reino de la gratuidad. La vida es un don, un regalo de un Dios que se recrea con el espectáculo de la turbación y el gozo de sus propias criaturas. Y eso hacen los poetas y los santos, detenerse ante ese corazón infantil de los hombres y dejar constancia de su asombro ante la sorpresa infinita de la vida. “Fijaos cómo crecen los lirios del campo; no se afanan ni hilan; y sin embargo, os digo que ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. Pues si la hierba que hoy está en el campo y mañana será echada al fuego la viste así, ¿qué no hará con vosotros, hombres de poca fe?”. Jesús nos pide que seamos como los pájaros y los lirios del campo, y enseguida añade: “No acumuléis tesoros en esta tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones socavan y roban. Acumulad mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la carcoma echan a perder las cosas, y donde los ladrones no socavan y roban. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. Nadie podrá servir a dos amos; porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y al otro no le hará caso. No podéis servir a Dios y al dinero.”
La Semana Santa, que conmemora la pasión y la muerte de Jesús, no sólo habla del dolor ni de los horrores de este mundo, también lo hace de su belleza, que siempre se encuentra en lo más frágil y amenazado. Jesús no nos pide que reneguemos del mundo, sino que lo cuidemos, que nos ocupemos de él, que participemos de la creación. Ese es su mensaje, que el mundo no es un lugar cerrado, sino en continuo proceso de construcción y de cambio. Y nos pide que participemos en ese proceso, que nunca estemos conformes ni nos demos por satisfechos. Él no quiso su pasión, surgió de su compromiso con el mundo, y con todos los que sufrían, no de su indiferencia. “La conversión cristiana, ha escrito Roberto Oliveros, es volverse hacia el pobre, sintonizar el corazón con él, llorar con su dolor, alegrarse con sus gozos. Convertirse es liberarse de todo lo que nos ata para construir y vivir la fraternidad desde los pequeños”. Jesús nos dice que ser hombre es participar de la divinidad. Eso es un santo, alguien que está cerca de Dios. Pero ser santo no es pedir un imposible, tiene que ver con ese compromiso profundo con lo real del que antes hablé. Estar cerca de lo que nace, vivir en el asombro de ser, así es la santidad que postula esta religión de la poesía.
Por eso Simone Weil en una carta a Maurice Schuman, no entiende que se pueda renunciar a ella. Escribe: “No me gusta la manera en que algunos cristianos acostumbran a hablar de la santidad. Hablan como hablaría un banquero culto o un ingeniero culto del genio poético: algo hermoso de lo que saben que están privados, que aman y admiran, pero que no se les ocurriría reprocharse no tenerlo. En realidad me parece que la santidad es -si se me permite decirlo así- lo mínimo exigible para un cristiano. La santidad debería ser para el cristiano lo que para el comerciante es la probidad en los negocios, para el soldado la valentía, para el científico el espíritu crítico”.
Para Simone Weil la santidad tiene que ver con el amor, que es desvelo, solicitud, búsqueda del bien. La santidad es el otro nombre de la poesía, y la poesía es cuidar, proteger, dar vida, dejarse llevar por lo real. Eso hacen los poetas: estar cerca de todo lo que vive y puede morir. “Cuesta entender la vida, no la muerte. La muerte nunca encierra enigma alguno”, ha escrito Joan Margarit. El enigma es la vida, todo lo que es pequeño, minúsculo y frágil, todo lo que puede perderse. Este afán redentor es el lado más conmovedor del cristianismo y el que lleva a tantos sacerdotes y monjas a acercarse en silencio, con un inmenso afán de ser útiles, a todos los humillados de la tierra: los leprosos, los enfermos de sida, los niños hambrientos, a los que viven en los campos de refugiados y en las cárceles. Nadie puede negar a la iglesia ese inmenso esfuerzo por estar justo allí donde nadie desea permanecer, y hacerlo con un mensaje de esperanza. Viven la misma pasión que Jesús, y como ella está llena a la vez de alegría y dolor. Un adulto que se ocupa de su recién nacido, un familiar que cuida a un enfermo que quiere, no sólo se están sacrificando sino que gozan al hacerlo pues luchan por lo que aman. Eso fue lo que hizo Agar, cuidar de su hijo Ismael. Todos recordáis esta vieja y hermosa historia. Abraham tomó a su esclava Agar por amante, y tuvo con ella a Ismael. Pero su esposa Sara, muerta de celos, se las arregló para que su rival fuera expulsada de la tribu. Agar se echó a andar por el desierto sin darse por derrotada, y un ángel hizo brotar para ella y su pequeño niño un pozo para que pudieran beber. Agar es uno de los nombres de la poesía. La poesía vuelve habitable el mundo. Vuelve habitable el mundo y pide perdón por no saber estar tantas veces a la altura de su belleza. Como ha escrito Wislawa Szymborska, la poesía pide perdón al árbol por las cuatro patas de la mesa, a las grandes preguntas por las nimias respuestas, y a la gente que vaga por las estaciones por el sosiego de los que duermen plácidamente en sus casas. Se nos hace elegir entre la justicia y el amor, pero la poesía nos dice que debemos elegir las dos cosas. La historia de la pobre Agar, de su peregrinar por el desierto y de su encuentro con el pozo salvador, hablan de esa reconciliación del amor y la justicia sin la que la poesía no podría existir. Y en la figura de Jesús también se da esa reconciliación, por eso sus palabras y actos tienen una dimensión poética que no es posible ignorar. Y ahí están sus milagros para demostrarlo. Los ciegos ven, los muertos resucitan, el agua se transforma en vino, los panes y los peces se multiplican para dar de comer a los que le siguen, y es capaz de andar sobre las aguas. Hace todo esto para negar que la vida no tenga sentido, y porque no quiere que en el mundo dejen de existir cosas como la bondad, el amor y el perdón.
Nuestro mundo tiene en la autosuficiencia el mayor de sus defectos. Eso explica el trato que se da en él a los más desfavorecidos. El espectáculo, por ejemplo, de tantos emigrantes abandonando la pobreza de sus países de origen para dirigirse furtivamente al nuestro debería hacernos reflexionar sobre el tipo de mundo en que queremos vivir. Acuden a las sobras de nuestros banquetes, pero eso no significa que sean peores que nosotros. No tienen bienes materiales, pero también ellos proceden de lugares donde hay madres que cantan a su hijos dulces canciones y delicados mercaderes que saben leer la escritura de los astros, y acuden a nosotros con sus pensamientos, sus palabras y sus sueños. La idea de que cualquier hombre, hasta el más insignificante, el más maltratado por la fortuna, es portador de algo valioso, es uno de los grandes mensajes del cristianismo. Aún recuerdo en mi infancia el respeto con que se recibía en los pueblos a los pobres. Venían a pedir algo de comer, y se les atendía como si pudieran ser el mismo Jesús que se había disfrazado para probarnos. Uno del pueblo, que no se había portado bien con uno de ellos, vivió luego un tiempo torturado porque pensaba que podía ser Jesús y no le había atendido como debía. ¿Somos nosotros así? No, no lo somos, y aunque podamos compadecernos al ver a tantos desgraciados en los reportajes de televisión, en realidad cuando pensamos en ellos no los consideramos de verdad nuestros iguales. Pero Jesús vino a decirnos que lo eran. Aún más, que era justo a través de esos maltratados por la suerte, los enfermos, los que no tenían nada, los perseguidos y los locos, como se hacía presente en el mundo. “El que cuide a uno de ellos se está ocupando de mí”.
No necesitamos otros mundos, necesitamos un ser humano, necesitamos un espejo. Ser capaz de ponernos en el lugar del otro, y sentir sus penas y alegrías como propias, ese es el tipo de compromiso que nos pide Jesús. No es fácil responder a él. Nos obliga a permanecer vigilantes, a no conformarnos, a rebelarnos contra las injusticias. Nos obliga a hacernos responsables de lo que sucede. Y en esto la santidad y la poesía vuelven a coincidir, pues también la poesía es no conformarse, pedir más a la vida. Es la casa de la posibilidad, como escribió Emily Dickinson. También los templos son una casa así, pues en ellos, al menos para el que cree, todo resulta posible. Siempre he amado a esos creyentes humildes que acuden a las iglesias y se detienen ante los altares de su devoción convencidos de que todo puede suceder. Amo su silencio lleno de espigas, esa tristeza que recuerda los huertos que nos dan de comer, que hablar con su Dios sea para ellos como ir a un pozo a por agua. Envidio su fe, su loca fantasía, que nos acerquen con su ejemplo a valores tan desdeñados como la compasión, la gentileza en el sentido de san Juan, la sencillez, que, como la Agar del relato bíblico, estén suspendidos en la Maravilla sin darse cuenta. Porque ¿acaso es posible lo que creen? ¿Que haya una vida después de la muerte, que el amor sea para siempre, que los niños no tengan que morir, que el lobo y el cordero puedan estar juntos en el prado sin hacerse daño? Todo esto es hermoso y nos recuerda la marcha nocturna de los Magos hacia el Belén. Pero ¿existe un lugar así, o acaso ese mundo de ángeles, de animales absortos y pastores delicados y blancos como los corderos que cuidan, no es más que un delicado cuento como los que contamos a los niños al acostarlos? Pero ¿y qué si es así? Los niños esperan que cada noche vayamos a su cama a contárselos y eso les hace sentirse protegidos y amados. Todos los cuentos del mundo hablan de que existe la gracia en el mundo. Ese es el mensaje de los cuentos: que la vida es buena, noble y sagrada. Por eso al comparar el mundo de la religión con el de los cuentos lejos de estar devaluándola estoy diciendo de ella lo mejor que puedo decir. Es más, creo que la religión no debería abandonar nunca ese mundo. Tiene que ver con la poesía que es revelación, epifanía, comunicación profunda con los demás. En definitiva, un acto de amor. Y es gracias a ese amor como el mundo se ha poblado de delicados poemas y canciones, de templos que son como cámaras de tesoros, de santos cuyos arrobos nos hablan de una felicidad que no parece pertenecer a esta tierra. ¿Y qué si lo que nos cuentan esos poemas, lo que se guardan en esos templos, las voces que escuchan los santos y las vírgenes en sus visiones son hechos que desafían nuestra razón? Donde tenemos razón, escribió el poeta israelí Yehuda Amijai, no crecen las flores. Esas flores misteriosas y bellas que creen en los lugares más insospechados, hablan del misterio, de todo lo que amamos y tememos perder. Hablan de lo bueno, de más escondido y amado y así hacen aparecer el corazón del mundo, su infancia y su luz. No, la razón no basta. Nuestra vida no cabe en una casa tan pequeña.
Primo Levi, en uno de sus libros sobre su experiencia en los campos de exterminio de Auschwitz, cuenta como una noche los judíos se dan cuentan de que los van a matar. Un tren los va a llevar al amanecer hacia un lugar indeterminado, y comprenden que ninguno de ellos volverá de ese viaje. Enseguida se corre en el campamento la noticia, y cunde la desesperación. Y Primo Levi escribe: “Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que conocen tan bien y de las que los niños siempre tienen necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy?”. Este hermoso y doloroso pasaje expresa fielmente esa inocencia activa de la que vengo hablando, y que tiene que ver con el amor, con la facultad de negar nuestro consentimiento. Las madres de las que habla Primo Levi no lavaban la ropa de sus niños para acatar disciplina del campo de concentración, sino porque esa era su forma de cuidarlos. Lo hacían por dignidad, para seguir vivas, para no empezar a morir al lado de los niños que amaban. Su inocencia tiene que ver con ese compromiso capaz de abrir, incluso en el lugar más siniestro y oscuro, un espacio de esperanza y luz. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que hace del cristianismo una religión llena de poesía. Los Evangelios están llenos de instantes así. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del mundo en el lugar de la restitución. Estar cerca de lo que nace, vivir en el asombro de ser, empeñarse en que lo que amamos siga viviendo, así es la santidad que postula esta religión de la poesía, cuyo último objetivo es luchar contra muerte, que como ha dicho Joan Sobrino, no es sólo negación de vida sino también de fraternidad.
“Pobres, ha escrito el teólogo vasco, son los que mueren antes de tiempo. Jesús no acabó su vida cumplidos sus años, sino como una víctima; y la resurrección no consistió en devolver a la vida a un cadáver, sino en hacer justicia a una víctima”. Este pasado noviembre se ha celebrado el aniversario del asesinato en El Salvador de varios sacerdotes, entre lo que estaban dos jesuitas vallisoletanos, Ignacio Martín Baró y Segundo Montes. Como defensores de la liberación del pueblo, se habían granjeado la enemistad de sectores financieros y militares salvadoreños que ordenaron su muerte a soldados del Ejército Nacional. Mataron a seis jesuitas, a la muchacha que les atendía y a su hija de 15 años. Segundo Montes se hizo cargo de decenas de indios, que vagaban desnutridos y abandonados por los campos, y fundó una ciudad para ellos. "Hay que hacerse pobre para comprender a los pobres”, escribió. Veinte años después, esa ciudad no sólo sigue existiendo sin que gracias al empeño desinteresado de un puñado de personas, entre las que se encuentra Catalina Montes, la dulce hermana de Segundo, se han construido casas, escuelas y hospitales. Hay agua corriente, electricidad y dieciocho mil personas viven en ella con dignidad. Se equivocan los que piensan que los sueños no valen nada. Los sueños nos dicen que siempre hay algo en juego, que la realidad siempre está necesitada de nosotros. El sueño de Segundo Montes se ha transformado en un pueblo que recuerda a ese Monte Santo descrito por Isaías, donde el lobo se tumbaba junto al cordero, los recién nacidos jugaban con las serpientes, y el león y el buey pastaban juntos, pues cada criatura vivía en plácida y venturosa vecindad con las otras. Puede que un lugar así no pueda existir, pero gracias a que hay hombres y mujeres que siguen soñando con él, se logran construir en el mundo lugares parecidos a esos alambres de espinos donde las madres de las que habla Primo Levi tendían a secar los pañales de sus niños.
Jesús es como esas madres. Él no hace apología del dolor. Sus discursos están llenos de fantasía y hermosa locura, pues pide que lo real acoja a lo verdadero, aunque para ello tengamos que sufrir. Así es el dolor de Jesús, surge de su compromiso profundo con el hombre y de su deseo de justicia y amor, porque si no le hubiera importado el mundo, ni la vida, ¿por qué se habría enfrentado a los poderosos de entonces hasta provocar su muerte? En él hay siempre un profundo amor a la vida. Cuando se pone de parte de los más pobres y débiles no lo hace por un deseo abstracto de caridad y justicia, sino porque ama los juegos de los niños, las canciones de las muchachas, ama los animales, los frutos apenas maduros de la primavera y los árboles llenos de savia. No busca la muerte, aunque esta sea el precio que tantas veces hay que pagar por ese amor. José Jiménez Lozano tiene un poema titulado El precio. En él vemos hacer al poeta una lista apresurada de algunos de los dones humildes que ha recibido al vivir. Las tardes rojas, el canto del cuco, las construcciones de escarcha, los árboles entre la niebla, los ojos y las manos de los hombres, la dulzuras del amor. Todo eso, escribe, hay que pagarlo con la muerte. Pero enseguida añade: “Quizás no sea tan caro”.
Cuando muere Lázaro, Jesús se pone a llorar con sus familiares y amigos ante el sepulcro, ajeno al poder que tiene para resucitarle. También llora en el Monte de los Olivos, y poco antes de morir. Llora por tenerse que despedir del mundo y todos los que ama. Hay un episodio muy hermoso que tiene lugar en Emaús, tras la resurrección. Dos discípulos se encuentran con Jesús en una posada y se dan cuenta de que ha resucitado por la forma en que toma el pan y se lo da. No es difícil imaginarse la tristeza con que lo repartiría al comprender que ya nunca podría volver a llevárselo a los labios, pues estaba a punto de abandonar la tierra. Puede que le trajera el recuerdo de las espigas y del grano que se llevaba al molino, y de María, su madre, cuando de pequeño le bañaba o le daba de comer, y eso fuera lo que hubiera querido decirles a sus discípulos, que ese pan en la mesa era todo lo que tenían.
Si amo el cristianismo es porque me ha enseñado a ver ese trozo de pan como algo sagrado. Se lo debo sobre todo a mis padres, que nunca nos imponían nada y se limitaban a transmitirnos su fe a través del amor, que busca la complicidad y el consentimiento. Sí, eso era el cristianismo para ellos: una religión de la vida y de la belleza. Pues si un dios había sido capaz de morir por nosotros ¿como era posible que nuestra vida pudiera carecer de sentido? Ese cristianismo dio a mi infancia exaltados momentos de altruismo, ritos carentes de utilidad práctica, el sentido del misterio y la maravilla. Me enseñó a respetar a los demás, a amar a los animales, a permanecer vigilante ante el mal y a creer en la resurrección. Son cuentos traspasados de romanticismo que hablan de cosas tan esenciales como la responsabilidad individual, la igualdad entre los hombres y la posibilidad del milagro. Que critican el poder y el afán de riqueza, que nos dicen que los niños son sagrados y que el encuentro entre un hombre y una mujer puede ser lo que fue en el edén. Pero también, como todos los verdaderos cuentos, que reclaman el silencio para cumplirse. Es eso lo que percibimos al entrar en los bellos templos católicos, que allí se entra para estar en silencio. No hay más que contemplar las imágenes que nos reciben. Ángeles aturdidos, santas que se derriten de amor, obispos absortos en la lectura de misteriosos libros, cuerpos que, aun llenos de heridas, gimen de gozo, madres que lloran. Todos guardan silencio, ninguno sabe decir qué quiere o lo que le pasa. La Biblia está llena de historias así. La historia de la burra de Balaán, que vio un ángel; la de Agar y su pequeño Ismael; la del discreto Noé, preparando su arca; la del obstinado Job; la de Raquel y sus ovejas; y, por encima de todas, la de la silenciosa María. Una muchacha que en un pueblo perdido recibe la visita de un ser alado que le anuncia que será la madre de un rey, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas? Gran parte de la religión católica se centra en este ser adorable, que representa el misterio de la bondad, y cuya contemplación ha dado lugar a algunas de los más hermosas obras de arte, poemas, pinturas y canciones, que se han concebido jamás.
Tal vez por eso la procesión que más me gusta de la Semana Santa de Valladolid es la procesión de El Encuentro. Representa el instante en que María se encuentra con su hijo camino del calvario, y la terrible amargura que experimenta al no poder salvarle. Le quiere en el mundo, a su lado, como todas las madres quieren a sus hijos, pero, como a estas les pasa tantas veces, tampoco ella puede evitar su dolor. ¿Sabéis cuántos niños mueren en el mundo cada día? Treinta mil. Mueren porque sus madres no los pueden alimentar, o porque no tienen vacunas ni medicinas o beben aguas contaminadas. Todas ellas darían sus vidas para salvarles. Todas desean tenerlos a su lado, sentirlos por las noches cuando lloran, darles de comer y llevarles guapos por las calles de sus pueblos. Ellas no se cansan de pedir cosas para ellos. Les peinan y piden que sus rostros desprendan luz, les cosen un botón y piden que sean ordenados y limpios, les alimentan y piden que crezcan sanos y fuertes, les cuentan cuentos y piden que sean justos y buenos. Tampoco María dejaba de hacerlo. “Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; llamad, y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama le abren”.
¿Pero esto es verdad? María, como las madres de las que habla Primo Levi, nos dice que sí y que por ello no hay que dejar de pedir. Eso es lo que significan esos pañales tendidos en los alambres de espinos, que no quieren que sus hijitos mueran. Pero ellas son tan pobres como María, y no es mucho lo que pueden hacer. Y sin embargo el cristianismo nos dice que es en la pobreza donde está la verdadera fuerza. “Los pobres, ha escrito Joan Sobrino, son lugar de experiencia espiritual, de encuentro con Dios. Son exigencia ética, pero son más que eso. Encarnación significa abajamiento y encuentro, decisión primordial de llegar a estar en la verdadera realidad de este mundo, pero significa también dejarse encontrar por el Dios que está escondido pero presente en esa realidad”. Ese Dios escondido es el otro nombre de la poesía, que nos dice que más allá de lo puramente fáctico, existe una realidad oculta de la que apenas sabemos nada. Según el Talmud, el Mesías habría de venir montado en un borrico, y vestido de harapos; y uno de los milagros más hermosos de Elías, el gran profeta, fue la resurrección de un niño, sobre el que se tumbó para devolverle la vida. La importancia que Jesús concede a las mujeres y a los niños da cuenta de su confianza en que sólo los que no tienen nada ni detentan poder alguno pueden revelarnos el camino que conduce a la verdad. Pero las mujeres tienen junto a Jesús una importancia que no se limita a su papel de madres o meras acompañantes, y ahí están esos pasajes en que, tras la resurrección, aparecen como testigos y mensajeras de la revelación divina. Nunca he entendido por qué se las posterga o se las fuerza a tener un papel secundario, cuando fueron ellas las que más se comprometieron con Jesús. María pertenece a ese mismo mundo de mujeres vigilantes. Francisco Pino, nuestro gran poeta, escribió unas hermosas letanías hablando de su compromiso y pobreza, que ahora voy a leer:
María,
María, la pobre,
María, nadie en la fiesta de la elegancia y del mando,
Trono de ningún trono,
Causa de la alegría de los que no la tienen,
Vaso en el que la materia se hace ala,
Vaso al que no colorea la vanidad,
Vaso de agua,
Rosa del hambriento,
Chabola sin paredes,
Chabola en vilo,
Casa de adobes azules,
Arca soñada de un ajuar soñado,
Puerta sin puerta,
Tragaluz que ilumina el abrazo de la pareja,
Almohada de los encarcelados,
Chacha arrodillada sobre las baldosas de los pobres,
Nodriza de los que no esperan comer mañana,
Almohada para el pobre estrujado,
Chacha que ordenas con celo el barullo de los hogares de la tierra,
Nodriza que arrullas a los que nadie arrulla,
Almohada de los ajusticiados,
Chacha de las chachas ejemplo,
Nodriza tiernísima,
Almohada suavísima,
Chacha de todos, ruega por nosotros.
No he podido evitar, al leer estos versos, recordar una pequeña historia que voy a contaros ya para terminar. Me sucedió cuando aun trabajaba de psicólogo en un Centro de Salud de nuestra ciudad. Acudió a la consulta una niña de unos diez años que, debido a un parto difícil, padecía una lesión cerebral responsable de un retraso en su desarrollo. Era muy aficionada a las pipas y, por ese tiempo, una marca de pipas se distinguía por llevar grabada en la bolsita de plástico la figura de una Virgen. Siempre compraba esa marca. Al terminar las pipas, cerraba los ojos y dirigiéndose a aquella imagen de su devoción le pedía en silencio que la curara. Nunca lo hacía en las iglesias, ante los retablos refulgentes cargados de grandes racimos de oro, ni frente a las estampas de esas madonnas que los mejores pintores habían concebido en los momentos más esplendorosos de su hermosura y salud, sino sólo ante aquella figurilla escuálida apenas visible sobre el plástico barato. "Que me cure Virgen de las Pipas" murmuraba una y otra vez, poniendo su pensamiento en aquella compañera celeste, moradora como ella del mismo reino de la insignificancia.
Creo que es a esa Virgen Pobre de la que habló Francisco Pino a la que debemos celebrar en estos días. Más allá de nuestros hermosos pasos, del rigor de nuestras procesiones, de la severidad de nuestra devoción, esa humilde y doliente figura nos pide que miremos a nuestro alrededor y nos preguntemos si acaso el mundo que nos rodea es el de nuestros sueños. Eso es hacerse pobres: descubrir que tal vez lo que tenemos no valga gran cosa. Esta pobreza buscada implica compromiso, rebeldía, la renuncia a sentirnos dueños de la verdad. Porque la verdad, como se dice en un cuento de Las mil y una noches, no cabe en solo sueño y necesita de los sueños de todos los hombres para manifestarse. La religión, en su más noble sentido, ha sido un medio de educar a la humanidad hacia la caridad, la piedad y la comprensión, y la historia que recordamos estos días tiene en la compasión su más íntima razón de ser. Es una historia dolorosa, pero llena de hermosura. Nos pide que nos elevemos hacia la belleza, que nos enfrentemos a la desgracia y al sufrimiento y recuperemos la inocencia de la infancia. Puede que sea la historia más hermosa e insensata que se haya contado jamás, pues habla del triunfo de la vida sobre la muerte.
Gustavo Martín Garzo