En cierta ocasión, visitando con unos amigos un pueblo zamorano próximo a la provincia de Salamanca y al embalse de Almendra, cuyo nombre prefiero omitir, quedamos sorprendidos con la historia que nos contaron en su parroquia. Sobre uno de los muros se hallaba un crucifijo, de tamaño casi natural y aspecto un tanto tosco, que seguramente era una talla románica de principios del siglo XIII. Junto a la boca presentaba una suerte de arañazos de tonos blanquecinos que destacaban sobre el color general de una anatomía oscura y envejecida. Al preguntar el motivo de aquella circunstancia, con aspecto de agresión, nos desvelaron la causa: el Cristo era frecuentemente utilizado en rogativas para la lluvia y en ocasiones, para forzar la caída de agua, le colocaban junto a la boca y sujeta por alambres una "bacalada" (sic), con la esperanza de que sufriendo el Cristo los efectos del salazón fuese más proclive a estimular la lluvia en tiempos adversos. También nos relataron que si este procedimiento no resultaba efectivo, en ocasiones incluso le habían llegado a colocar cabeza abajo, para forzar aún más su compasión. Aquello hacía recordar una copla recogida por Cela en la Alcarria: "No he visto gente más bruta que la gente de Alcocer, que echaron el Cristo al río porque no quiso llover".
En la iglesia de San Pedro Apóstol de Valladolid, aunque no se conozcan prácticas tan drásticas con la divinidad como las del pueblo zamorano, se conserva el llamado Cristo de la Espiga, un crucifijo que desde la Edad Media también fue objeto de reiteradas rogativas en épocas de sequía. En este sentido, el crucifijo llegó a adquirir una gran celebridad en Valladolid, enclave agrícola por excelencia, donde está documentado que era recurrido para atraer la lluvia hasta bien entrado el siglo XIX, compartiendo los ritos de las rogativas climatológicas con el
Cristo de la Cepa de la iglesia de San Benito el Real y con la
Virgen de San Lorenzo o Virgen de los Aguadores, también recurrida en rogativas para casos de princesas y nobles damas parturientas.
Se desconoce la procedencia del Cristo de la Espiga, catalogado por Clementina Julia Ara Gil como un ejemplar del tercer cuarto del siglo XIII (1), que sigue la tipología que presenta los pies paralelos (cuatro clavos), la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, los ojos semicerrados, el pelo hacia atrás mostrando grandes orejas, los brazos ligeramente flexionados e inclinados y el cuerpo rígido, vertical y un tanto esquemático, con un perizoma elemental ajustado por un anudamiento en la parte derecha de la cadera, un ejemplar característico de la transición iconográfica del románico al gótico. Es, por tanto, la pieza más antigua de la parroquia vallisoletana, incluyendo la propia iglesia, que tiene su origen en una ermita anterior del siglo XIII, donde sin duda su culto secular se mantuvo debido a su eficacia en tiempos de sequía, haciendo reverdecer las espigas que le dieran nombre.
Pues ocurre que, al igual que el Cristo de la Cepa y la Virgen de San Lorenzo, el Cristo de la Espiga tiene todo un historial milagroso en Valladolid, no sólo atendiendo las rogativas de gremios, campesinos y autoridades, sino por la concesión de toda clase de dones a sus devotos, ofreciendo como testimonio uno de los pies desclavados desde que obrara uno de sus célebres prodigios, un milagro cuya indagación de momento ha sido infructuosa. Hoy los tiempos han cambiado en extremo, Valladolid es una ciudad industrial y administrativa que vive de espaldas a su entorno agrícola, los problemas del campo ya no se comparten de la misma manera y como consecuencia han desaparecido las rogativas como práctica piadosa, vigentes en otros lugares, motivo por el que ha quedado relegado al ostracismo el recurrente Cristo de la Espiga, del que la mayoría de los vallisoletanos apenas conocen su existencia. Pero allí está, presidiendo un retablo situado en la tercera capilla del lado de la Epístola de la iglesia de San Pedro Apóstol, testigo sin igual de las devociones de otros tiempos en lo que fuera una ciudad agrícola y conventual.
Aunque muchos de los favores del Cristo de la Espiga fueron divulgados por leyendas de transmisión oral, no falta documentación que acredita su protagonismo en tiempos adversos, pues junto a las crecidas e inundaciones del Pisuerga y del Esqueva, la sequía fue una de las amenazas permanentes para la ciudad del afamado pan candeal. Algunas pinceladas, con carácter de crónica, están recogidas en el
Diario de Valladolid publicado por Ventura Pérez en 1885, que recoge la celebración de rogativas a esta imagen durante muchos años del siglo XVIII.
Por él sabemos que el "Año de 1737, día 30 de Abril, sacaron en procesión de rogativa al Santísimo Cristo de la Espiga, en la parroquia de San Pedro, habiendo precedido sus nueve días de novenas por la falta de agua: le llevaron a Santa Clara, San Benito el Viejo, Chancillería, Madre de Dios, y aquí y en Santa Clara le cantaron sus villancicos, y desde allí a casa por detrás de la iglesia" (2). La rogativa se repitió el 14 de septiembre del año 1738, siendo llevado el Cristo de la Espiga en procesión hasta San Pablo, donde permaneció cuatro días, hasta que concluyó la novena y regresó por San Martín.
También se refiere Ventura Pérez a las rogativas por falta de agua el 2 de mayo de 1753. Aquel año la situación de la sequía debió de ser extrema, pues en tal ocasión sacaron en procesión a la Virgen de San Lorenzo, a la reliquia de San Pedro Regalado y al Santo Cristo del Humilladero de la Vera Cruz, aunque las mortificaciones, los rezos y las limosnas no debieron ser suficientes, pues el 25 de mayo de aquel año tuvieron que sacar de nuevo en procesión al Cristo de la Espiga por la mañana, desde San Pedro a Santa Clara, y al Cristo de la Cepa por la tarde, que recorrió desde San Benito el Real a la Catedral, pasando por la Plaza Mayor y la Fuente Dorada para regresar por Cantarranas y Platerías. Como refuerzo, el 31 de mayo la Virgen de las Angustias fue llevada desde su templo hasta San Pablo, donde la comunidad también sacó a San Vicente Ferrer y celebró la novena. Los resultados de todas estas rogativas se hicieron efectivos el 10 de junio, cuando "llovió muy bien" y todos quedaron contentos (3).
Multitudinarias rogativas callejeras al Cristo de la Espiga se sucedieron el 2 de junio de 1754, el 3 de junio de 1764 y el 4 de junio de 1775, parece ser que siempre con resultado satisfactorio, lo que preservó su veneración. Por eso, el 9 de junio de 1783, tras la asistencia a la procesión de todas las cofradías de la ciudad, de numerosos devotos y bandas de música, el Cristo de la Espiga fue solemnemente colocado en el retablo recién dorado del camarín construido por el arquitecto Antolín Rodríguez en la parroquia de San Pedro (4), tal y como hoy podemos encontrarlo, siendo celebrada su fiesta cada 3 de mayo, vinculada a la Invención de la Santa Cruz. La última rogativa celebrada aparece documentada en abril de 1868.
La vocación callejera de este crucificado se recuperó temporalmente entre 1967 y 1970, cuando fue incorporado en Semana Santa a la llamada Procesión del Arrepentimiento, acompañando a la imagen del paso "Las lágrimas de San Pedro". Pero esa es otra historia.
Hemos de retroceder en el tiempo para comprender los motivos que movían a los vallisoletanos a implorar el agua y la forma de llevarlo a cabo. Lo primero que hay que recordar es que las rogativas eran procesiones —siempre la tradición procesional— que se hacían dentro o fuera de los templos, acompañadas del rezo de letanías (del griego litaneia, súplica u oración), que reclamaban bienes propiciatorios para la agricultura, un rito que se remonta al año 590, durante el pontificado de San Gregorio Magno. Aunque el ritual eclesiástico establecía su celebración el 25 de abril, fiesta de San Marcos (letanías mayores) y en los tres días anteriores a la Ascensión (letanías menores), los obispos las autorizaban en cualquier época en que se sufriera una calamidad, especialmente entre abril y mayo, cuando la lluvia era fundamental para la obtención de buenas cosechas. Basados en arraigadas creencias, los poderes divinos se personificaban en imágenes de cristos, vírgenes patronales o santos —como San Isidro— que por compasión podían poner remedio a situaciones angustiosas, especialmente en las sequías, pues del agua dependían tanto las cosechas y el pan de cada día como la fecundidad del ganado.
Pero aquellas procesiones de rogativas pro-lluvia (ad petendam pluviam) eran de todo menos festivas, pues, acordes al dicho de "A Dios rogando y con el mazo dando", los fieles que participaban en ellas practicaban la penitencia caminando con los pies descalzos, portando cilicios ceñidos y espolvoreando sus cabellos con ceniza mientras rezaban las letanías, portaban estandartes, cruces y cirios y paseaban la imagen en andas, todo ello después de guardar el preceptivo ayuno y la abstinencia predicada por la Iglesia. En este ritual siempre estaba presente la creencia en el poder mágico del canto, asentándose para cada devoción sus composiciones cantadas. Testimonios referentes a Fuensaldaña, Mucientes, Cabezón, Alaejos y Aldeamayor de San Martín, entre otros, fueron recogidos por Joaquín Díaz, José Delfín Val y Luis Díaz-Viana en el Catálogo Folklórico de la Provincia de Valladolid (5), aunque la práctica es extensible a otros territorios de la España ocasionalmente seca. En este sentido conviene recordar que el uso de reliquias con la misma finalidad, que en situaciones de sequías extremas se llegaban a sumergir en agua, llegó a ser un ritual prohibido en 1619, reinando Felipe IV, por el deterioro sufrido por las mismas.
Según todo lo expuesto, hemos de imaginar al Cristo de la Espiga portado por fieles agricultores, hortelanos y ganaderos, acompañados de cofrades, sacerdotes y autoridades municipales, dirigiéndose en comitiva, después de asistir a misa, en unas ocasiones a cualquiera de la iglesias vallisoletanas ya mencionadas, en otras desde la iglesia de San Pedro al convento de los Carmelitas Descalzos, hoy del Carmen de Extramuros, siempre entonando al contacto con los resecos campos letanías cargadas de sentimiento y esperanza, como aquella que decía:
Danos el agua Señor,
aunque no la merezcamos,
que si por merecer fuera,
ni la tierra en que pisamos.
Por ser algo tan inusual en nuestro tiempo, podría pensarse que este tipo de procesiones son un capítulo pasado de la historia, aunque en realidad el rito, entendido como súplicas públicas a Dios para la bendición de los campos y el trabajo del hombre, con carácter penitencial, fue dictaminado en los Principios y Orientaciones del Directorio sobre la Piedad Popular del Concilio Vaticano II, que llegó a dictaminar que las procesiones de rogativas sean establecidas por la Conferencia episcopal de cada país, una normativa, por tanto, que se sigue practicando por estar en plena vigencia.
¿Volverá a recorrer algún día el Cristo de la Espiga las calles de una Valladolid sedienta? Esperemos que no sea necesario, aunque en nuestros tiempos serían muchos los que pedirían una lluvia... de euros y de puestos de trabajo.
Informe: J. M. Travieso.
Registro Propiedad Intelectual - Código 1208022062986
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NOTAS
(1) ARA GIL, Clementina Julia. Escultura gótica en Valladolid y su provincia. Institución Cultural Simancas, Diputación Provincial de Valladolid, Valladolid, 1977, p. 74.
(2) PÉREZ, Ventura. Diario de Valladolid. Valladolid, 1885. Edición facsímil Grupo Pinciano, Valladolid, 1983, p. 144.
(3) Ibídem, pp. 289-291.
(4) Ibídem, p. 524.
(5) DÍAZ, Joaquín, VAL, José Delfín y DÍAZ-VIANA, Luis. Catálogo Folklórico de la Provincia de Valladolid. Cancionero Musical. Institución Cultural Simancas, Valladolid, 1981.
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