30 de enero de 2015

Theatrum: LA CRUCIFIXIÓN / SED TENGO, una instantánea teatralizada de la Pasión







PASO PROCESIONAL DE LA CRUCIFIXIÓN 
(SED TENGO)
Gregorio Fernández (Sarria, Lugo, 1576 - Valladolid, 1636)
1612-1616
Madera policromada y postizos
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Valladolid
Escultura procesional barroca española. Escuela castellana






El paso de la Crucifixión fue la primera de las complejas escenografías procesionales realizadas en Valladolid por Gregorio Fernández, que lo comenzó en 1612 siguiendo la senda establecida en 1604 por Francisco de Rincón con el paso de la Elevación de la Cruz, composición realizada a petición de la Cofradía de la Sagrada Pasión, que fue pionera en incorporar hasta siete figuras acompañando a Cristo, totalmente talladas en madera ahuecada y colocadas sobre una plataforma que debía portar un gran número de costaleros. Una obra que debió causar sensación no sólo por sus acertados valores plásticos, sino también porque suponía poner solución a la fragilidad de los pasos procesionales precedentes de los que disponían todas las cofradías históricas, cuyas figuras, elaboradas en imaginería ligera1, tan sólo presentaban en talla de madera las cabezas, manos y pies, que después eran ensamblados en un ligero maniquí revestido con telas encoladas o paños reales, por tanto figuras muy sensibles a los golpes y a los días de lluvia, lo que originaba rutinarios arreglos y restauraciones para su mantenimiento.

Seis años después de que aquella innovadora escena de Francisco de Rincón sorprendiera con su arriesgada escenografía y sus figuras íntegramente talladas en madera, le fue encargada a Gregorio Fernández otra de similares características por el gremio de pasamaneros para ser donada a la Cofradía de Jesús Nazareno, por entonces asentada en el convento de San Agustín, según informa un acta del cabildo de dicha cofradía publicado por Filemón Arribas2. De este modo, en 1612 se incorporaba a los desfiles procesionales el nuevo paso con la representación de la Crucifixión, una escena secuencialmente posterior a la representada por Francisco de Rincón.

De igual manera, conocemos que el paso fue elaborado en dos fases consecutivas. En 1612 el paso estaba integrado por las figuras de Cristo crucificado, un sayón encaramado a una escalera posterior a la cruz y colocando el rótulo del "INRI", y otro delante de Jesús acercándole a la boca una esponja impregnada en hiel y vinagre. Así permaneció hasta que en 1616, según se desprende del acta del cabildo publicado por Martí y Monsó, la escena se incrementó con un sayón sujetando un calderín y una lanza, equilibrando en peso y espacio al ya existente de la esponja, junto a una pareja de sayones jugándose a los dados la túnica de Cristo, colocados en posición más avanzada respecto a la cruz. Debido a este incremento, el paso comenzó a ser citado en los documentos de la cofradía como "Paso grande".
    
A pesar de haber sido realizado en dos fases, todo parece indicar que Gregorio Fernández podría haber planteado la escena completa de la Crucifixión desde un principio, compuesta por Cristo crucificado y cinco sayones, seguramente sobre un modelo del proyecto presentado para su aprobación en barro o en cera, entregando, como era costumbre, primero las figuras principales y el resto cuando las donaciones recibidas así lo permitían, conociéndose la circunstancia de que, para sufragar las tres últimas figuras, la Cofradía de Jesús Nazareno tuvo que realizar un préstamo al gremio de los pasamaneros de 700 reales que al final les fue perdonado3.

El paso de la Crucifixión pone de manifiesto la habilidad compositiva de Gregorio Fernández, desde un primer momento, tanto para ajustarse a la claridad narrativa de las escenas procesionales como para dar solución a los problemas técnicos originados por el peso de las figuras. El conjunto presenta una composición piramidal que en su visión lateral se ajusta a un triángulo rectángulo —composición que repetiría en 1623 en el paso del Descendimiento para la Cofradía de la Vera Cruz—, con un vértice superior definido por el sayón en lo alto de la escalera y otro por los sayones agachados en primer plano, convergiendo las miradas y ademanes en la figura central de Cristo.

Pero además, con genial maestría, las figuras se distribuyen de forma simétrica en la plataforma repartiendo equitativamente el peso, logrando con los ademanes y la ingeniosa forma de moverse las figuras en el espacio que este condicionamiento técnico pase desapercibido y sea ajeno a cualquier sensación de rigidez. Al contrario, logra que en su deambular callejero las figuras muestren su mayor expresividad, mientras que su contemplación dentro de la iglesia, ahora en el Museo, la disposición frontal escalonada permite apreciar todos los matices de un simulacro sacro de afán naturalista, permitiendo apreciar la genialidad del escultor en la figura del crucificado y en algunos sayones en los que muestra su personal creatividad.


Como conjunto escultórico, el paso acumula toda una serie de nuevas aportaciones de Gregorio Fernández, tanto estilísticas y estéticas como de contenido y significado. Por un lado, el gran maestro no se limita a reproducir una escena única como hiciera Rincón en la Elevación de la cruz, sino que superpone tres episodios que sucedieron al momento de la crucifixión, presentados de forma simultánea y a una escala que supera el natural. En primer lugar, recién izada la cruz, un sayón escala una escalera colocada por detrás para colocar burlonamente sobre el madero el rótulo de "INRI", a lo que se viene a sumar el pasaje en que dos sayones se juegan a los dados la túnica del reo. A la escena igualmente se incorpora la reacción de los soldados tras la quinta palabra —Sed tengo— que cita el Evangelio de San Juan, a la que reaccionaron acercándole a los labios una esponja empapada en vinagre (en opinión de algunos historiadores una costumbre con los crucificados para amortiguar el dolor).

Otro factor condicionado por el pasaje es el representar a Cristo vivo, algo infrecuente en la producción del gallego, que en este caso plasma con una anatomía vigorosa, potente y proporcionada, seguramente influenciado por los hercúleos modelos que Pompeo Leoni realizara en Valladolid pocos años antes, aunque con mayor tendencia al naturalismo. Cristo presenta una anatomía extremadamente depurada en la que es llamativa la crispación de las manos al soportar la tensión corporal, así como la boca entreabierta como síntoma de deshidratación, con una serenidad anatómica que contrasta con un cabo del perizoma agitado por la brisa.

Por su parte, los cinco sayones adoptan actitudes declamatorias a través de los brazos levantados o desplegados del cuerpo, un recurso que se convertiría en una de las pautas características de la escultura barroca, en este caso para establecer el papel de cada actor en la escena. No pasa desapercibido el tratamiento maniqueo de los sayones respecto a Cristo, pues todos ellos reflejan, con manifiesta intención caricaturesca, en su condición de verdugos, a personajes de los sectores más sórdidos de la sociedad, tales como pícaros, truhanes, mercenarios, pendencieros, delincuentes, etc., caracterizados con acusadas taras físicas como reflejo de su baja catadura moral. Sirvan de ejemplo el rostro bizco y desdentado del que coloca el rótulo, el cráneo descalabrado del que arrodillado sujeta el cubilete y el rostro mal encarado del que lanza los dados, resaltando en todos ellos el aspecto descuidado de su indumentaria.

De este modo, en el paso de la Crucifixión Gregorio Fernández asienta y radicaliza el aspecto tendente a lo grotesco que Francisco de Rincón ya estableciera en el paso de la Elevación de la Cruz, contribuyendo a consolidar un subgénero procesional homogéneo, constituido por las figuras secundarias de los sayones, que al cabo del tiempo llegaría a ofrecer su propias características y peculiaridades. Entre ellas se encuentra el tipo de indumentaria que usa la soldadesca, un anacronismo inexplicable que después seguirían otros escultores. Como puede apreciarse en esta escena, han desaparecido las caracterizaciones "a la romana", tan habituales en los retablos renacentistas precedentes, para dar paso a un anacrónico atuendo propio del siglo XVII, de modo que los sayones recuerdan más a los enrolados en los Tercios de Flandes, especialmente a los arcabuceros, que a los servidores de Poncio Pilatos. Puede encontrarse una explicación de tipo moralizante en el deseo de descontextualizar la Pasión para hacer partícipe al pueblo de las causas del dolor de Cristo a través de personajes y vicios fácilmente reconocibles, consiguiendo con ello un simulacro de mayor realismo en estas escenas teatralizadas.

Dentro del diseño de la indumentaria, en los sayones del paso de la Crucifixión ya despuntan dos elementos que llegarán a ser característicos: el uso del jubón y los acuchillados como recurso ornamental. El jubón, común para hombres y damas, alcanzó su auge durante los reinados de Felipe II y Felipe III. Se trata de una prenda ajustada, confeccionada en tejido rígido, que cubre desde los hombros a la cintura, cerrándose con largas abotonaduras y cuellos de gran dureza, en ocasiones con forma de collar. Solían incorporar mangas y eran elaborados por los juboneros, un gremio específico independiente de los sastres. Cuatro de los sayones del paso lo visten, aunque sean modelos interpretados con libertad y uno de ellos aparezca descamisado. En el caso del sayón que porta la esponja el jubón es sustituido por un coleto, una especie de chaleco sin mangas también muy utilizado en la época, siendo común a todos ellos las calzas de distintas larguras, algunas ajustadas a las rodillas por senojiles (ligas en forma de cintas anudadas).

Otro elemento que no pasa desapercibido es la incorporación de acuchillados como recurso ornamental de la indumentaria. Se trata de rasgaduras de tipo longitudinal practicadas en las mangas del jubón y en las calzas, a veces también en los gorros, que dejan asomar parte de la camisa o el forro. Fue un elemento decorativo, generalizado dese el siglo XVI tanto en las prendas masculinas como femeninas, cuyo origen se remonta a la Guerra de Borgoña (1474-1477), donde se cuenta que los soldados suizos, para humillar a los borgoñones vencidos, intentaban ponerse sus estrechas prendas, teniendo que realizar cortes en ellas, fundamentalmente en las mangas, para que quedaran lo suficientemente holgadas. Años después los acuchillados de diferentes tamaños serían un elemento generalizado en la moda cortesana de buena parte de Europa, en ocasiones utilizados con frenesí, como lo demuestran los retratos de Enrique el Piadoso y Catalina de Mecklenbourg, Duques de Sajonia, que en 1514 pintara Lucas Cranach el Viejo (Gemäldegalerie de Dresde). En el paso de la Crucifixión aparecen incorporados en todas las figuras de los sayones.

En la puesta en escena, el paso se complementa con toda una serie de elementos postizos y de atrezo que acentúan su teatralidad, como la corona de espinas, el rótulo de la cruz, la pértiga con la esponja, el calderín, la lanza, los dados y el cubilete, así como la túnica de Cristo en textil real.

En otro orden de cosas, conviene recordar la azarosa historia del paso a causa de las discrepancias entre la Cofradía de Jesús Nazareno y el convento de San Agustín en el que inicialmente estuvo asentada, desencuentro que vino determinado precisamente por la alta estima que los agustinos mostraron por la imagen del crucificado de este paso de la Crucifixión, que solicitaron fuese desmontado del conjunto para ser colocado en la capilla de Nuestra Señora de Gracia de la iglesia de San Agustín, de la que era patrono Pedro Ruiz de la Torre y Buitrón, pasando a presidir el altar mayor en 1616. Con el tiempo, el recelo de los cofrades nazarenos, que veían peligrar su uso procesional, obligó a firmar a los agustinos el depósito provisional de sus imágenes hasta la finalización de su propia iglesia penitencial que estaban construyendo en unos terrenos ofrecidos en 1627 por el regidor Andrés de Cabezón en unos terrenos colindantes a la plaza de la Rinconada.    

Cuando en 1676 fue terminada la nueva sede, la Cofradía redactó una nueva Regla y se quedaron con los pasos del convento de San Agustín tras su salida en procesión en el Viernes Santo de aquel año, hecho que motivó el establecimiento de un pleito por parte del convento agustino, cuya sentencia de 1684 le fue favorable, teniendo que devolver la Cofradía todos los pasos procesionales a los frailes, entre ellos el crucifijo de Gregorio Fernández y los dos primeros sayones del Paso grande, permaneciendo en su poder los tres sayones realizados en la segunda fase. Esto obligó a la cofradía a encargar ese mismo año una imagen sustitutoria del crucificado a Juan Antonio de la Peña —el actual Cristo de la Agonía— para poder participar en las procesiones junto a los sayones, que en 1699 serían repolicromados por el pintor José Díez de Prado.

Según desveló Filemón Arribas, las esculturas de los dos sayones disgregados fueron entregadas por el convento de San Agustín, a cambio de la condonación de una deuda, al boticario Andrés Urbán, al que en 1717 la Cofradía de Jesús Nazareno pudo comprar para recomponer de nuevo el conjunto a falta del crucifijo, que permaneció en la iglesia de San Agustín hasta su traslado al Museo Provincial de Bellas Artes (futuro Museo Nacional de Escultura) a causa del proceso desamortizador.

El destino quiso que el conjunto de los sayones, al igual que los de otras cofradías, fuese a parar también al Museo, donde fue posible recomponer la escena con todas las figuras originales creadas por Gregorio Fernández, tal y como hoy puede admirarse en la Sala de Pasos del Museo Nacional de Escultura, que, comprometido con las tradiciones de la ciudad, anualmente presta el paso a la Cofradía de las Siete Palabras, de cuyo elenco forma parte esta joya procesional en las celebraciones de Semana Santa.  


Informe y fotografías: J. M. Travieso.





NOTAS

1 PINHEIRO DA VEIGA, Tomé. Fastiginia o Fastos Geniales. Traducción de Narciso Alonso Cortés, Ayuntamiento de Valladolid, 1973, pp. 45-46.
Este portugués, que en 1605 disfrutó de una prolongada estancia en el Valladolid cortesano de Felipe III, con motivo del bautizo del príncipe heredero, fue testigo de excepción de los desfiles procesionales que, a modo de crónica, describió alabando las escenas sacras procesionales realizadas en papelón y la ornamentación de las iglesias vallisoletanas.

2 ARRIBAS ARRANZ, Filemón. La Cofradía Penitencial de N. P. Jesús Nazareno de Valladolid. Valladolid, 1946, pp. 82-90.

3 HERNÁNDEZ REDONDO, José Ignacio. Paso de la Crucifixión (Sed Tengo). Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, pp. 190-194.

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28 de enero de 2015

Bordado de musas con hilos de oro: LA EXTRAÑA, de Julia Uceda


LA EXTRAÑA


Me levanté sin que se dieran cuenta
y salí sin hacerme notar.
Había estado todo el día
entre ellos, intentando
hacerme oír,
procurando decirles
lo que me habían encargado.
Pero el recado que me dieron
no era preciso. El humo,
la música, el ruido de las risas
y de los besos –estallaban
como las rosas en el aire-,
eran más fuertes que mi voz. Cansada
de mi trabajo inútil,
me levanté
abrí la puerta
y salí del hermoso lugar.
Desde la calle
miré por la ventana: nadie había
advertido mi ausencia.
Caminé. Volví el rostro:
ninguno me seguía.

JULIA UCEDA  (Sevilla, 1925)
De "Extraña juventud", 1962

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27 de enero de 2015

Concierto: CONCIERTO DE INVIERNO, 29 de enero 2015


MUSEO NACIONAL DE ESCULTURA. CAPILLA DEL MUSEO
Calle Cadenas de San Gregorio, Valladolid


OSCAR ALABAU. CELLO
Nace en Barcelona en el 1988. Inicia sus estudios de violonchelo con su padre Joaquim Alabau. Continúa en la Escuela integrada ¨Oriol Martorell¨ con Josep Pazos y más tarde con Amparo Lacruz. En septiembre del 2006 ingresa en la Guildhall School of Music and Drama de Londres donde cursó sus estudios superiores y un Máster in Performance. Asimismo ha finalizado el Soloist Artist Diploma con una beca completa del Guildhall School Trust. También ha recibido influencias y consejos de personalidades como Ralf Gothoni en Madrid y Lluís Claret en Barcelona. Completa su formación en las clases magistrales de Ivan Moniguetti, Wenn Sin-Yang, Steven Doane, Richard Aaron, Jean Decroos, Cristoph Henkel, Antonio Menéses, Colin Carr, Timothy Eddy, Ralph Kirshbaum, Marçal Cervera, etc.
Recientemente ha debutado con gran éxito en el Wigmore Hall de Londres y como solista ha actuado interpretando el concierto de Elgar en St. Johns Smith Square de Londres. Para la temporada 2014/15 es Artista Residente en la Pedrera, dónde tiene previsto ofrecer varios recitales.

Jueves 29 de enero
Capilla del Colegio de San Gregorio, 20,30 h.
CONCIERTO DE INVIERNO
Oscar Alabau, cello
Entrada libre hasta completar aforo




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26 de enero de 2015

Presentación de la REVISTA ATTICUS "Cinco" en edición impresa, 28 de enero 2015



MUSEO PATIO HERRERIANO
Jorge Guillén 6, Valladolid

Miércoles 28 de enero
Salón de Actos del Museo Patio Herreriano, 19,30 h.
PRESENTACIÓN DE LA REVISTA ATTICUS CINCO
Intervenciones:
- Cristina Fontaneda, Directora del Museo Patio Herreriano.
- Paz Altés Melgar, Jefa del Centro de Publicaciones y Programas de Promoción del Libro del Ayuntamiento de Valladolid.
- Luis José Cuadrado Gutiérrez, Editor de la Revista Atticus.

Entrada libre hasta completar aforo


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23 de enero de 2015

Theatrum: ECCE HOMO, la patética imagen de un hombre abandonado a su suerte












ECCE HOMO
Alonso Berruguete (Paredes de Nava, Palencia, h. 1489 - Toledo, 1561)
Hacia 1523
Madera policromada
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente de la iglesia de San Juan de Olmedo (Valladolid)
Escultura española del Renacimiento. Manierismo













Esta escultura del Ecce Homo puede considerarse como una de las primeras obras realizadas por Alonso Berruguete tras su regreso de Italia hacia 1515, después de que consolidara su formación en Florencia y Roma en contacto con las novedosas aportaciones técnicas y formales de los grandes maestros del Renacimiento, cuya huella sería imperecedera en toda su posterior producción en España, en la que asumió plenamente el lenguaje renacentista, tanto en sus obras pictóricas como escultóricas, logrando infundir un personalísimo e inconfundible estilo imbuido de la corriente manierista más avanzada de su tiempo.

En 1523 Alonso Berruguete, recién instalado en su taller de Valladolid, trabajaba en el retablo mayor de la iglesia del monasterio jerónimo de la Mejorada, localizado extramuros de la villa vallisoletana de Olmedo, según contrato suscrito ese mismo año con doña Francisca de Zúñiga, viuda de don Álvaro de Daza. Este retablo, en el que tuvo como colaborador al escultor Vasco de la Zarza, con taller activo en Ávila desde 1508, es la primera obra de envergadura documentada del escultor. En ella estuvo ocupado hasta 1526, sobrepasando el plazo comprometido de dos años, dedicándose durante tres años a materializar todo un novedoso repertorio caracterizado por los gestos enfáticos, la exaltación de los personajes, acusadas incorrecciones, canon alargado, formas descoyuntadas y una gran afectación formal, en definitiva, un absoluto lenguaje manierista que suponía una drástica renovación de la plástica hispana, en ese momento dominada por las formas y composiciones de raigambre flamenca.

Fue durante esa estancia del escultor en Olmedo cuando también le debió ser requerida, pues no se conserva documentación que lo garantice, esta escultura exenta del Ecce Homo, de la que se tiene constancia, según los inventarios realizados tras la Desamortización, que recibía culto en la capilla que la familia Zuazo había adquirido en la iglesia del monasterio de la Mejorada. En ese momento fue trasladada a la también olmedana iglesia de San Juan, donde permaneció hasta que en 1968, como medida preventiva de su preservación, pasó a integrar la colección del Museo Nacional de Escultura de Valladolid1, donde también se conserva el retablo mencionado.

El tema del Ecce Homo, tan extendido durante el Renacimiento como modo de resaltar la naturaleza humana de Cristo a través de sus padecimientos, se materializa en esta escultura de un modo cuando menos peculiar, pues es muy difícil encontrar otra imagen renacentista que siga esta iconografía con la arriesgada experimentación formal que pone en práctica Alonso Berruguete, pues si por un lado, en cuanto a sus recursos formales genéricos, puede establecerse su relación con la estatuaria clásica2, por otro es un ejercicio de declarado manierismo — por definición anticlásico—, lo que la convierte en una de las esculturas más personales del artista y claro ejemplo de lo que iba a caracterizar su producción posterior.

El momento evangélico representado, tan generalizado en la escultura y pintura pasional, corresponde al momento en que el prefecto Poncio Pilatos muestra al pueblo, desde las escaleras del Pretorio, la humillante figura de Cristo después de haber sido azotado, coronado de espinas, cubierto por una clámide y recibir una caña a modo de cetro, todo un ritual burlón previo a la ratificación de su condena a muerte. Los artistas, en este caso Alonso Berruguete, procuran trastocar el dramatismo del trance presentando la figura de Cristo con la mayor dignidad, intentando hacer partícipe al espectador de su inocencia, de lo injusto de la sentencia y del abandono humano sufrido tras ser torturado, procurando conmover para suscitar la piedad y el remordimiento creando un sentimiento de culpabilidad ante ciertas conductas humanas, tan irracionales como violentas, a través de una plástica elocuente y efectista.

Así se presenta este Ecce Homo, cuya imagen produce cierta inquietud no por las señales explícitas del dolor —la presencia de sangre se limita a pequeñas salpicaduras producidas por la corona de espinas—, sino por la fragilidad de la naturaleza humana ante la incomprensión, con una inestabilidad de espíritu expresada a través de una inestabilidad anatómica muy bien calculada y cargada de simbolismo. 
En efecto, la enjuta y débil anatomía sugiere un desequilibrio patente al presentar la pierna derecha cruzada al frente, lo que quebranta el contrapposto clásico a través de una imposible postura descoyuntada, recurriendo de forma artificiosa a la caída de la clámide para establecer un recurrente punto de apoyo. De igual modo, la caprichosa manera de cruzar los brazos amarrados contribuye a acrecentar la sensación de inestabilidad física y mental.

Esta inestable disposición ya había sido tratada previamente por Alonso Berruguete en un boceto personal en el que aparece Jesús atado a la columna de forma similar, según el ilustrativo dibujo que se conserva en la Galería de los Uffizi de Florencia, donde la estabilidad viene proporcionada por la columna. Debido a ello, no han faltado opiniones de críticos que han relacionado al Ecce Homo con el pasaje de la Flagelación, dando por perdida una supuesta columna en la que apoyaría su muñeca izquierda, pues la peana sobre la que descansa la imagen se trata de una obra ajena realizada en el siglo XVIII. Esta teoría ha quedado totalmente descartada.

Por otro lado, la estilización de la figura, la verticalidad predominante y su frontalidad puede sugerir un cúmulo de reminiscencias goticistas, lo que la convierte en una muestra de la transición de un estilo a otro a través del artificio. Es destacable el trabajo de la cabeza, en la que el maestro demuestra su indiscutible personalidad, con los tallos de espinos tallados en el mismo bloque, destacados en tonos verdes y formando un trenzado calado muy naturalista, efecto que se repite en el cabello oscuro, dispuesto con raya al medio y formando largos mechones filamentosos que se despegan de la cabeza por la parte derecha, dando la sensación de estar humedecidos.

La expresión del rostro pone el contrapunto a la inestabilidad corporal al reflejar una gran serenidad y cierto ensimismamiento, con un gesto un tanto lánguido definido por sus rasgos afilados. Los ojos, de trazo almendrado, aparecen muy separados y con las pupilas pintadas, nariz recta y alargada, boca entreabierta y larga barba terminada en dos puntas, elementos que junto a su depurada encarnación le proporcionan el aspecto melancólico que se repetirá en algunas de sus obras posteriores.

El escultor completa la talla con un trabajo virtuoso de todos los elementos, desde el detallado perfilado de la anatomía, tan original en la disposición de los brazos y los dedos huesudos, hasta los elementos accesorios, como el perizoma cayendo desde la cintura formando una trama de pliegues menudos que se ciñen al cuerpo recordando los paños mojados de inspiración helenística, o el manto cayendo en vertical por la parte derecha y formando ingeniosos pliegues sobre el hombro izquierdo, con los ribetes trabajados en forma de finísimas láminas, especialmente sobre los hombros. Sorprendente es también la soga tallada que anudada al cuello se despega del cuerpo y cae en vertical para apoyar el cabo sobre el suelo, así como otra más estrecha que le amarra las muñecas, ambas con un minucioso trabajo de fingimiento naturalista.              
La escultura en su conjunto parece atenerse más a un concepto representativo y simbólico que a presentar una figura de corte naturalista, combinando la elegancia de la belleza clásica con el artificio manierista tan característico del escultor, capacitado para realizar la policromía de sus personales esculturas.

Por aquel mismo tiempo Alonso Berruguete realizaba otra versión del Ecce Homo, de indiscutible calidad pero de significación muy diferente, para el convento de la Concepción, igualmente de Olmedo, que bien pudo ser una donación de doña Francisca de Zúñiga a la comunidad femenina. Se trata de un Ecce Homo que está considerado como la más antigua representación de esta iconografía en la modalidad de busto, una tipología de origen italiano que haría furor en las clausuras a lo largo de todo el siglo XVII. Cuando aquel convento olmedano de Concepcionistas Franciscanas fue desmantelado no hace mucho tiempo, la imagen pasó al convento de Jesús y María de Valladolid, perteneciente a la misma orden, donde se conserva en la actualidad3.

Al contrario del semblante meditativo de la escultura del Ecce Homo del Museo Nacional de Escultura, dicha versión berruguetesca se centra en el padecimiento de Cristo, presentando la cabeza inclinada hacia la derecha, un rictus de dolor en el rostro, los brazos cruzados de manera similar y la clámide cubriendo la totalidad de la espalda, manteniendo una anatomía enjuta en la que los rastros sanguinolentos están mucho más acentuados.

Alonso Berruguete. Ecce Homo, hacia 1525
Convento de Jesús y María, Valladolid
En un caso y en otro se pone de manifiesto la indiscutible calidad de talla y la capacidad creativa del escultor, cuyas obras se mueven en el espacio con una rebeldía que no siempre fue bien comprendida debido a sus posturas desequilibradas y sus anatomías antinaturales, no limitándose a seguir estrictamente los modelos italianos, sino participando del renovador lenguaje renacentista con una vitalista y expresiva obra personal en la que es capaz de plasmar como nadie la exaltación de los sentimientos para crear un universo de figuras vibrantes y atormentadas.
Alonso Berruguete distorsiona sus esculturas sin atenerse a las normas de la lógica y la anatomía, procurando infundir, a través de un complejo proceso intelectual, un estado de ánimo y una expresividad apropiada orientada a la exaltación espiritual, consiguiendo en el arte de su época una conciliación entre la tradición gótica y las ideas renovadoras inspiradas en la obra de Erasmo, especialmente difundidas en los círculos vallisoletanos de su tiempo.   

Informe y fotografías: J. M. Travieso.     

Alonso Berruguete. Jesús atado a la columna
Galería de los Uffizi, Florencia


NOTAS

1 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. Ecce Homo. Museo Nacional Colegio de San Gregorio: colección / collection. Madrid, 2009, pp. 106-107.

2 GARCÍA GAINZA, María Concepción, Catedrática emérita del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Navarra, así lo considera en sus obras Renacimiento-Escultura, en Historia Universal del Arte, vol. 6, Espasa Calpe, 1996; Renacimiento-Escultura, en Historia del Arte Hispánico, Editorial Alhambra, vol. III, 1980; Renacimiento. Escultura, Editorial Akal, Madrid, 1998.

3 ARIAS MARTÍNEZ, Manuel. Ecce Homo. Passio. Las Edades del Hombre, Valladolid,  2011, p. 314.












Ecce Homo en el retablo de la iglesia de San Juan de Olmedo
Fototeca Universidad de Sevilla



















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19 de enero de 2015

VIAJE: FEIRA DO FUMEIRO EN VINHAIS, 8 de febrero 2015


PROGRAMA - FERIA DEL AHUMADO EN PORTUGAL

Salida a las 7,45 h. desde Vallsur y a las 8 h. desde la plaza de Colón con dirección a Braganza (Portugal). Visita a la ciudad. Traslado a Vinhais para asistir a la Feira do Fumeiro. Tiempo libre para comer en la Feria por cuenta de cada participante. A las 18,30 (h. española) regreso  a Valladolid.

  
PRECIO SOCIO: 17 €.
PRECIO NO SOCIO: 20 €.

INCLUYE:     
Viaje en bus.
Dossier.
Seguro de viaje.

NO INCLUYE:          
Visita guiada a Braganza.
Entradas a monumentos.
Espectáculos en la feria de Vinhais.

INFORMACIÓN Y RESERVA DE PLAZAS: Por correo en la dirección domuspucelae@gmail.com o llamando al teléfono 608 419228 a partir de las 0 horas del 21 de enero.


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Exposición: TERESA DE JESÚS Y VALLADOLID, del 14 de enero al 1 de marzo 2015


SALA MUNICIPAL DE EXPOSICIONES DE LAS FRANCESAS
C/ Santiago s/n, Valladolid

Con motivo de la celebración del V Centenario del nacimiento de Teresa de Jesús (1515-1582), Valladolid se ha sumado al recuerdo de la abulense que realizó en la ciudad la cuarta de sus fundaciones. La muestra está dividida en tres capítulos, La Santa, El Convento y La Orden, en los que se ofrecen aspectos de la vida de Santa Teresa y su rastro junto al Pisuerga. Como no podía ser de otra manera, el arte se convierte en el medio de expresión para mostrar los ideales de la mística que encontró refugio en el "palomar" de la Rondilla.

La exposición, aunque sencilla, reúne cerca de cincuenta piezas procedentes de museos, iglesias y conventos vallisoletanos, con un especial protagonismo del convento de la Concepción del Carmen que fundara la santa. Las obras expuestas corresponden a renombrados pintores y escultores, destacando la colección de obras de Gregorio Fernández, entre la que figuran la escultura de Santa Teresa del santuario del Carmen Extramuros y el exquisito Jesús atado a la columna de las Carmelitas Descalzas. Junto a éstas se distribuyen pinturas, grabados y relicarios que facilitan el acercamiento a la época en que vivió Teresa de Jesús y la huella que dejó con su obra, caracterizada por la grandeza del talento y la modestia.    



HORARIO DE VISITAS
De martes a domingos, incluidos festivos: De 12 a 14 h. y de 18,30 a 21,30 h.
Lunes cerrado.


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VIAJE: SIERRA DE GATA / Segundo viaje, del 27 de febrero al 1 de marzo 2015


PROGRAMA

Viernes 27 de febrero
Salida a las 15,45  h. desde Vallsur y a las 16 h. desde la plaza de Colón con dirección a San Martín de Trevejo. Llegada a la Hospedería situada en las afueras de la localidad.  Cena y  alojamiento  en la Hospedería Conventual Sierra de Gata (4 *).

Sábado 28 de febrero
Salida hacia Iddanha a Velha. Comida en Monfortiño. Visita a Coria. A últimas horas de la tarde regreso a la Hospedería en San Martín de Trevejo, con parada en Hoyos. Cena y alojamiento en la Hospedería.

Domingo 1 de marzo
Salida hacia Robledillo de Gata, con visita a la localidad y al molino de aceite. Traslado para visitar Gata y Acebo. Comida en la Hospedería de San Martin de Trevejo y visita a esta localidad serrana. Regreso a Valladolid, con llegada prevista a últimas horas de la tarde.
  
PRECIO SOCIO: 170 € (habitación doble).
PRECIO NO SOCIO: 175 € (habitación doble).
PRECIO SOCIO: 200 € (habitación individual).
PRECIO NO SOCIO: 210 € (habitación individual).

INCLUYE:     
Viaje en bus por todo el recorrido señalado.
Dossier.
Seguro de viaje.
Entrada a las visitas especificadas.         
Pensión completa y comida en Monfortiño-buffet.

NO INCLUYE:          
Visitas guiadas a las localidades y entradas a los monumentos.

REQUISITOS:
Grupo mínimo 35 personas.

INFORMACIÓN Y RESERVA DE PLAZAS: Por correo en la dirección domuspucelae@gmail.com o llamando al teléfono 608 419228 a partir de las 0 horas del 15 de enero.


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16 de enero de 2015

Conferencia: ARMENIA, 17 de enero 2015
























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Theatrum: SAN ANTONIO Y SAN FRANCISCO, obras de un escultor conocido por la Fuente de Neptuno de Madrid





RETABLOS DE SAN FRANCISCO DE ASÍS Y SAN ANTONIO DE PADUA
Juan Pascual de Mena (Villaseca de la Sagra, Toledo, 1707-Madrid, 1784)
Hacia 1780
Madera policromada
Iglesia de San Andrés, Valladolid
Escultura española de transición del Rococó al Neoclasicismo





Fachada de la iglesia de San Andrés, Valladolid
Durante los años 1772 y 1776 se culminaba el proceso constructivo de la iglesia de San Andrés de Valladolid con una ampliación sobre lo ya construido en el siglo anterior, siendo las obras llevadas a cabo por el arquitecto neoclasicista Pedro González de Ortiz, que edificó cuatro nuevas capillas laterales a los pies del templo y una austera fachada de ladrillo, en la que destaca una portada pétrea con la imagen del santo titular, así como el cuerpo superior de la torre campanario.

Aquellas obras contaron con la financiación del franciscano Fray Manuel de la Vega y Calvo, predicador del convento de San Francisco, Comisario General de Indias e hijo ilustre de la parroquia de San Andrés, del que se conserva en las dependencias un retrato pintado en 1776 por Ramón Canedo. Gracias a su mecenazgo, las nuevas capillas fueron dotadas con flamantes retablos rococós acordes con la modernidad de la época. Dos de ellos, los colocados en las capillas más próximas al pórtico de entrada, conservan la huella de la influencia del mecenas en la elección de dos populares devociones franciscanas: San Francisco de Asís y San Antonio de Padua.
Sin duda Fray Manuel de la Vega pretendía que aquellos retablos fuesen obras de notable calidad, pues, casi desvanecido el recuerdo de los creativos talleres barrocos que tanta actividad tuvieron durante siglo anterior en Valladolid, recurrió al talento de Juan Pascual de Mena, uno de los escultores más sobresalientes entre los asentados en ese momento en el Madrid cortesano, entre cuyos méritos figuraba el haber ostentado el cargo de Director General de la Academia de Bellas Artes de San Fernando en tiempos de Carlos III.

Hoy podemos afirmar que fue muy afortunada aquella elección del escultor, a juzgar por la excelente calidad que presenta la obra realizada para la iglesia vallisoletana, que logra equipararse al extraordinario elenco creado en las iglesias de la ciudad por los grandes maestros barrocos precedentes. Sin embargo, el nombre del escultor Juan Pascual de Mena, autor de un extenso catálogo de imaginería religiosa diseminado por Madrid y provincia, junto a otras poblaciones del territorio castellano y vasco, es especialmente conocido por una obra de tema mitológico que se convertiría en un icono urbano madrileño: la Fuente de Neptuno que realizara en 1782 para proyecto diseñado por Ventura Pérez para el Paseo del Prado, un monumento neoclásico que actualmente preside la glorieta de la madrileña plaza de Cánovas del Castillo y que comparte popularidad con la Fuente de Cibeles.


EL ESCULTOR JUAN PASCUAL DE MENA

Según la información dada a conocer por Ceán Bermúdez, en 1800, en su obra Diccionario de Profesores, sabemos que Juan Pascual de Mena nace en 1707 en la localidad toledana de Villaseca de la Sagra, hijo de Elías Pascual de Mena y Mariana Pérez de Soto, su segunda esposa. Allí es bautizado en la iglesia de Santa Leocadia, donde su progenitor ejercía como sacristán mayor, quedando huérfano de padre cuando contaba cinco años.
Su rastro se pierde entre 1712 y 1730, por lo que desconocemos detalles sobre su formación y los maestros que le prepararon para afrontar encargos tanto realizados en piedra como en madera. Los datos relativos al periplo vital y profesional de Juan Pascual de Mena se clarifican a partir de 1730, cuando, tras establecerse en Madrid, inicia una imparable actividad como escultor afincado en la Corte1.

Doña Urraca, Moctezuma y Fuente de Neptuno, Madrid
El 23 de abril de 1730, a la edad de 23 años, contrae matrimonio en Madrid con Josefa Fernández Pillado, pasando a residir en la calle de los Tres Peces, próxima a la parroquia de San Lorenzo, donde nacería su hija María Francisca. Según afirma Juan de Contreras, Marqués de Lozoya, en su Historia del Arte Hispánico, en sus primeras obras pone de manifiesto la influencia de algunos escultores franceses que trabajaron en La Granja, especialmente de los hermanos Huberto y Antonio Dumandré y de Pedro Pitue, por lo que se especula sobre su posible colaboración en las fuentes de aquel palacio segoviano.

En 1744, cuando tiene 37 años, es nombrado, junto a Luis Salvador Carmona y a Roberto Michel, Director de Escultura de la Junta Preparatoria de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, cuya inauguración oficial se produciría en 1752. 
Por entonces comienza a realizar para distintas iglesias una serie de escultura religiosa en madera policromada cuyo barroquismo se asemeja al de Luis Salvador Carmona, aunque en sus obras se patentiza una depuración del rococó academicista para orientarse decididamente al neoclasicismo.

En 1746 elabora las imágenes de la Virgen del Patrocinio y San Juan Bautista para la iglesia de San Fermín de los Navarros de Madrid (ambas desaparecidas en 1936), a las que se suman la Virgen del Rosario de la cartuja de El Paular, hoy en Rascafría, Nuestra Señora de la Consolación de la iglesia de la Esperanza de Madrid y la Virgen de la Merced de Villaseca de la Sagra, su pueblo natal.

Después forma parte del colectivo de escultores del obrador del nuevo Palacio Real de Madrid, vinculado al grupo que, dirigido por Felipe de Castro, se encargó de la decoración escultórica de la fachada. Por entonces el influyente barroquismo de Luis Salvador Carmona deja paso a un clasicismo más comedido, incorporándose Juan Pascual de Mena a la tendencia que conducirá al triunfo del Neoclasicismo.
Aunque su participación en el programa decorativo del Palacio Real no es extensa, es muy significativa. Para la balaustrada realiza entre 1750 y 1753 las figuras de los reyes godos Luiva y Gesaleico, junto a otras que representan a Doña Urraca y Carlos II, hoy ubicadas en Paseo de las Estatuas del Retiro, aunque la obra más meritoria es la que representa a Moctezuma, representado con exótico atuendo y colocado en el piso principal del palacio.

Iglesia de San Andrés, Valladolid
En 1754 se traslada con su familia y taller a Bilbao para atender los encargos de la iglesia de San Nicolás, permaneciendo dos años en la ciudad vasca, donde realiza para este templo el grupo de la Piedad, Santa Bárbara, Santa Apolonia, San Lázaro y el San Nicolás titular. También se le atribuye la imagen de San Antonio de la bilbaína iglesia de San Antón.
En 1759 se data la Inmaculada de la iglesia de San Martín de la localidad riojana de Torrecilla de Cameros, a la que sucedieron las expresivas imágenes de la iglesia de San Marcos de Madrid que representan a San Benito, Santa Escolástica y el San Marcos titular. Para la también iglesia madrileña de San José realiza el magnífico grupo de San Eloy y para el convento de las Góngoras las delicadas figuras de las monjas mercedarias Beata Mariana de Jesús y Santa María de Cervelló. Asimismo, se le considera autor del Cristo de la Buena Muerte de la iglesia de San Jerónimo el Real, excelente muestra de desnudo clasicista, y del San Antonio de Padua de la iglesia de las Calatravas, ambas en Madrid.

Tras la subida al trono del nuevo monarca en 1759, realiza cinco años después un busto de Carlos III para la Real Academia de San Fernando, una de las mejores obras del escultor, de concepción netamente neoclásica. En enero de 1765 se produce la muerte de su esposa Josefa, contrayendo segundas nupcias en Madrid, en marzo del mismo año, con Juliana Pérez, con la que no tendría descendencia. En un inventario realizado ese año, declara poseer una colección de pinturas, espejos, herramientas, modelos, libros y grabados.

En 1771 es nombrado Director General de la Real Academia de San Fernando, en cuyas dependencias se conserva un boceto para la estatua ecuestre de Felipe V, presentada al concurso convocado por Carlos III en 1778. Durante ese año colabora con Ventura Rodríguez en el retablo de San Ildefonso de la catedral de Toledo, para el que realizó en mármol de Carrara los medallones de San Leandro y San Isidoro y las figuras de dos ángeles.     
      
Hacia 1780 se encarga de los retablos de San Francisco de Asís y San Antonio de Padua, destinados a la iglesia de San Andrés de Valladolid. En 1781 es distinguido como académico de mérito por la Academia de San Carlos, fundada por Carlos III, colaborando de nuevo en un proyecto de Ventura Rodríguez, para el que realiza la escultura neoclasicista de la Fuente de Neptuno, destinada al embellecimiento del Paseo del Prado, aunque al sorprenderle la muerte en 1784, a los 77 años de edad, tuvo que ser concluida por sus discípulos.

Su maestría dejó huella en un importante grupo de escultores neoclasicistas de finales del siglo XVIII, extendiéndose su influencia incluso a México. Su notable obra, extensa y muy personal, se equipara al mejor arte academicista de su época.

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y SAN ANTONIO DE PADUA

Estas obras vallisoletanas, localizadas en la iglesia de San Andrés, presentan la magnífica factura que caracteriza la obra de Juan Pascual de Mena. Se trata de dos retablos, de diseño rococó, presididos por amplias hornacinas en las que se encuadran los grupos escultóricos formando pareja en cuanto a disposición y diseño. En ambos los santos franciscanos aparecen sumidos en la oración, colocados de rodillas mientras participan de un trance místico y con el cuerpo orientado en dirección al altar mayor, con las escenas ambientadas con abundantes elementos secundarios tallados.

En ambos grupos escultóricos se aprecia la corrección académica que define la época de madurez del escultor, que en el caso de su escultura religiosa nunca pierde el sentido devoto de las composiciones, siguiendo, en este sentido, un fuerte paralelismo con la obra de Luis Salvador Carmona. Un extraordinario equilibrio formal de raigambre académica sirve de base para plasmar dos escenas con un sentimentalismo muy comedido, un rasgo habitual del escultor que, sin embargo, encuentra su expresividad en una elegante gesticulación naturalista con tendencia al neoclasicismo.

Las dos figuras superan el tamaño natural y aparecen revestidos de sendos hábitos pardos franciscanos en los que las gubias no se detienen en establecer plegados menudos y agitados al modo rococó, sino marcando las líneas maestras que definen su volumen en el espacio, poniendo especial énfasis en el trabajo de las cabezas y manos para articular una narración cargada de misticismo. Frente a los tonos mate que predominaron en el siglo XVII, Juan Pascual de Mena se decanta por un policromía brillante y pulimentada de colores planos y encarnaciones matizadas, que en este caso encuentran su complemento ambiental en los paneles pintados del fondo.

San Francisco de Asís
El santo aparece arrodillado, en posición de perfil, sobre un montículo rocoso sobre el que se yergue un crucifijo al que dirige su mirada. En cierto modo recrea la estigmatización de San Francisco en el monte Alvernia, puesto que el escultor destaca las llagas en las manos del santo, que aparecen cruzadas y levantadas a la altura del pecho. El ampuloso hábito se ciñe a la cintura con el tradicional cíngulo en forma de cordón franciscano, cuyo borde se desliza al frente en forma de postizo. Entre la capucha asoma una cabeza tonsurada y barbada, pulcramente tallada con rasgos naturalistas, que muestra un enjuto rostro con la boca entreabierta y realistas ojos de cristal, sugiriendo musitar un diálogo con el crucifijo.
Proporción y corrección académica ofrece también el pequeño crucificado, que siguiendo la moda de la época se ajusta a una cruz de aspecto leñoso. En la base pedregosa tan sólo resaltan, para no distraer la atención, un pequeño arbusto y un calavera que recuerda la fugacidad de la vida y la trascendencia de los ideales franciscanos. Se complementa con un paisaje pintado en el panel del fondo en el que se continúa la representación tridimensional con un pequeño montículo en el que crecen tres árboles, el más próximo con algunas ramas truncadas, y un luminoso celaje que realza la austera figura de San Francisco, vinculando de esta manera la imagen del poverello a los dones de la naturaleza que tanto ensalzó y a la práctica de la penitencia.

San Antonio de Padua
Si la ambientación de San Francisco es eminentemente campestre, en el caso de San Antonio adquiere un carácter más intimista, mostrando al santo lisboeta en pleno arrebato místico, con la aparición del Niño Jesús mientras practica la oración en un estudio. Se trata de uno de los milagros más divulgados de la hagiografía del santo —Liber miraculorum 22, 1-8— que dio lugar a su iconografía tradicional con el Niño en sus brazos.

Según el relato, estando alojado el fraile Antonio en un estudio que le había proporcionado el propietario de una casa en una ciudad a la que había llegado a predicar, mientras rezaba en soledad se le apareció un Niño hermoso y alegre que pudo estrechar en sus brazos. El hecho fue contemplado por el asombrado propietario que le había hospedado, siendo el Niño quien reveló a Antonio que estaban siendo observados, por lo que el santo franciscano, después de una larga oración, le solicitó que no revelara a nadie lo que había visto.

El grupo escultórico reproduce fielmente el pasaje piadoso, con San Antonio postrado en oración ante un pupitre sobre el que se materializa la presencia del Niño Jesús, celebrando el milagro con gesto de júbilo y sumisión. En este caso, el Divino Infante y la corte de querubines que lo acompañan, para conferir al momento un carácter sobrenatural, adquieren un especial protagonismo, logrando infundir con la dinámica y bella figura del Niño y las sonrisas infantiles un ambiente de especial amabilidad en el que no aparece el menor atisbo dramático, potenciando con ello la vida contemplativa como vía de perfección.

Juan Pascual de Mena presenta al santo joven y corpulento, muy bien proporcionado y revestido de un hábito franciscano que produce pliegues escasos y estratégicos ajustados a la anatomía, concentrando la emoción en el rostro barbilampiño. La cabeza aparece tonsurada, con mechones ensortijados y abultados tallados con detalle, destacando la depurada encarnación del rostro con las mejillas sonrosadas y barba incipiente simulada. El conjunto ofrece una ejecución técnica impecable, con altas cotas de virtuosismo en el manejo de las gubias. 

Complementa la puesta en escena la pintura del fondo, donde detrás de una balaustrada, que acota el estudio en que se encuentra el santo, aparece un paisaje con un árbol en primer plano y un convento al fondo, con un grupo de nubes y la cabeza de un querubín que realzan la aparición milagrosa que se está produciendo.

Informe: J. M. Travieso.


NOTAS

1 DÍAZ FERNÁNDEZ, Antonio José. Notas para la biografía del escultor Juan Pascual de Mena. Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología (BSAA) nº 52, Universidad de Valladolid, 1986, pp. 501-508.


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