PASO
PROCESIONAL DE LA ELEVACIÓN DE LA CRUZ
Francisco de
Rincón (Valladolid? 1567 - Valladolid 1608)
1604
Madera
policromada
Paso
procesional en el Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Imagen de
Cristo en el convento de San Quirce y Santa Julita, Valladolid
Escultura
barroca española. Escuela castellana
El año 1604, cuando Valladolid era la capital de
España tras haberse instalado en ella la Corte de Felipe III, Francisco de Rincón
acababa de terminar el monumental retablo mayor de la iglesia de las Angustias,
donde había trabajado junto a su suegro, el ensamblador Cristóbal Velázquez,
que llevó a cabo una arquitectura de diseño clasicista, y el pintor Tomás de
Prado, que se ocupó de las labores de policromía. Para aquel retablo destinado
a la iglesia penitencial Francisco de Rincón, el imaginero instalado en la
Puentecilla de Zurradores (actual calle de Panaderos), había realizado el
impresionante altorrelieve de la Anunciación
que preside el retablo, así como las figuras laterales de San Agustín y San Lorenzo
y la Piedad que corona el ático, en
la que se anticipa a los célebres modelos de Gregorio Fernández. Con esta obra
ponía de manifiesto ser el mejor entre los escultores que por entonces tenían
taller abierto en la ciudad.
Según demuestran los pagos documentados por Martí y
Monsó, en 1604, recién terminado aquel retablo, Francisco de Rincón fue
requerido por la Cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo para realizar el paso
procesional del Levantamiento, hoy
conocido como la Exaltación de la Cruz,
debiéndose ajustar a las exigencias de un contrato que especificaba el tipo de
figuras que debían formar la escena, su tamaño y composición, el requisito de
estar tallado enteramente en pino de Segovia y hasta la forma de las andas que
debían portar los costaleros. Debido a esta iniciativa de la cofradía y a la
pericia del imaginero durante los dos años que duró el trabajo, el paso iba a
resultar revolucionario en todos los sentidos, marcando un hito en la escultura
procesional barroca que llegaría a tener una enorme repercusión en buena parte
de España.
En primer lugar por ser pionero en la composición de
una escena enteramente tallada en madera, con esculturas de bulto redondo y tamaño
natural, con la salvedad de tener el interior debidamente ahuecado para
aligerar su peso —en ocasiones reduciendo el grosor de la madera a pocos
milímetros—, lo que venía a representar el llevar a la calle las tradicionales
imágenes que hasta entonces poblaban los retablos, dando una solución
perdurable a los continuos desperfectos y problemas que originaban los pasos
procesionales realizados en el siglo XVI en imaginería ligera —especialmente en
papelón— que por entonces eran
comunes a todas las cofradías, según lo testimonia en 1605 en su Fastiginia el portugués Tomé Pinheiro da
Veiga, testigo de excepción de las celebraciones de la Semana Santa de aquel
año.
En este sentido, el paso de la Elevación de la Cruz marcaría un punto de inflexión para la total
renovación de los pasos procesionales en Valladolid, cuyo relevo sería tomado poco
después por Gregorio Fernández en la composición de complejas escenas que
establecen un hábil simulacro sacro de fuerte naturalismo. A partir de
entonces, en Valladolid quedarían arrinconados y condenados a su extinción los
pasos de imaginería ligera, compuestos con endebles figuras de pequeño tamaño
que sólo tenían las cabezas y las manos talladas, perdurando como inestimable
testimonio de ello el paso de la Entrada
de Jesús en Jerusalén de la Cofradía de la Santa Vera Cruz, atribuido por Jesús Parrado al escultor Francisco Giralte.
Pero además, a las cualidades de perdurabilidad el
paso de la Elevación de la Cruz unía
la gran calidad en la talla de las figuras y su expresividad, así como su
disposición sobre el tablero para configurar una escena de marcado sentido
teatral que requiere su observación desde distintos ángulos para poder captar
todos sus valores plásticos. En ello radica la diferencia y la idiosincrasia de
las imágenes procesionales en madera en contraposición a la necesaria
frontalidad de las imágenes para retablos, debiendo unir a su sentido narrativo
un preciso estudio de pesos y contrapesos repartidos por una escena concebida
para ser portada y movida a hombros de costaleros.
Todos estos factores concurren en la Elevación de la Cruz, donde Francisco de
Rincón coloca la cruz con habilidad en el eje central, incluyendo la figura de
Cristo y del sayón que a los pies sujeta el madero, y repartidas tres figuras a
cada lado que establecen un reparto de pesos perfecto que no enturbia la visión
de la impactante escena.
La atrevida composición, tan rompedora en su tiempo,
representa el momento en que es izada la cruz en la que ha sido clavado Cristo,
que eleva su cabeza al cielo en un gesto de incomprensión y súplica, mientras
uno de los sayones se aferra a la base para asentarla en tierra, otros dos
situados en la parte delantera tiran con esfuerzo de gruesas sogas amarradas a
los brazos del madero y en la parte posterior dos más que sujetan la cruz con
una pértiga y una escalera que después se escalará para colgar el rótulo de
INRI. A ambos lados de la cruz se colocan las figuras de Dimas y Gestas,
representados de pie y como magníficos desnudos, que mientras esperan a ser
crucificados muestran distintas reacciones respecto a Cristo, el primero
mirándole a la cara con gesto de súplica y compasión y el segundo con la cabeza
vuelta y gesticulación despectiva y burlona.
El paso, tal como hoy lo conocemos, responde a la
recomposición realizada en 1925 por Agapito y Revilla, después de que el
conjunto sufriera el proceso desamortizador del siglo XIX y las figuras
ingresaran en el Museo Provincial de Bellas Artes, germen del futuro Museo
Nacional de Escultura, donde el paso fue desmembrado y las tallas expuestas por
separado. En aquel momento la figura de Cristo se hallaba en paradero
desconocido y así permaneció hasta que Luis Luna Moreno inició en 1993 un
proceso de reconstrucción de los pasos procesionales del Museo Nacional de
Escultura y lo identificó con la imagen que se venía venerando como San Dimas
en el convento de San Quirce, a donde había ido a parar parte del patrimonio de
la expoliada Cofradía de la Pasión. En este sentido, es una lástima que desde
que el paso fuera restaurado en el año 2000, recuperando su estabilidad y bella
policromía, el importante conjunto no pueda contemplarse completo en el Museo
por permanecer la figura de Cristo separada y descontextualizada en las
dependencias conventuales de San Quirce. Tal vez con un poco de buena voluntad
por ambas partes...
El carácter escénico de la composición inspira a
Francisco de Rincón para incorporar en las figuras rasgos expresionistas que
son desconocidos en el resto de su obra, caracterizada por su serenidad
clásica, naturalismo y equilibrio. Sin embargo, en un arrebato de expresividad
manierista, el escultor incorpora una violenta torsión en la cabeza de Cristo,
que adquiere su verdadero sentido cuando aparece unida al movimiento ascendente
de la cruz, efecto que se repite en la vehemente cabeza de Gestas, así como en
las contorsiones imposibles de la cintura de los sayones que izan la cruz tirando
de sogas, aquellos que aparecen denominados como reventados en la antigua documentación, constituyendo efectos
individualizados y estudiados que contribuyen, con sus connotaciones teatrales,
a definir los distintos roles en el relato, recurriendo para ello a la
gesticulación exagerada que exige toda puesta en escena con el fin de realzar
la carga dramática durante el cortejo callejero, así como al uso de múltiples
elementos de atrezo reales de gran efectismo, como el paño de pureza de Cristo,
las distintas sogas, la escalera y la pértiga, dando como resultado una escena
narrativa de fuerte impacto visual.
Otra aportación novedosa de Rincón es la talla de
Cristo como un desnudo integral, anticipándose con ello a los tratamientos de
algunas anatomías trabajadas de igual manera por Gregorio Fernández, como el
Cristo del paso del Descendimiento de
la iglesia de la Vera Cruz, el Ecce Homo
del Museo Diocesano y Catedralicio o el Cristo
yacente de la iglesia de San Miguel, convertidos en ejercicio de puro
clasicismo. El Cristo de la Elevación
presenta una anatomía enjuta y un canon estilizado, con los músculos en tensión
y la cabeza, como ya se ha dicho, violentamente inclinada a la derecha y con el
rostro a lo alto, efecto que refuerza el sentido ascensional de la cruz en una
composición global de tipo piramidal.
Magníficos y contrapuestos son también los desnudos
de los dos ladrones, que presentan una pormenorizada descripción anatómica, canon
esbelto, abultada cabellera rizada y el paño de pureza tallado, Dimas con una
postura atemperada, con las piernas separadas, las manos amarradas al frente y
la cabeza levantada hacia Cristo, mientras que la figura de Gestas, con una
postura más atrevida, aparece con la pierna izquierda colocada hacia atrás, lo
que produce un arqueamiento de la parte posterior, las manos amarradas por la
espalda y la cabeza inclinada hacia el frente y girada a la izquierda, mostrando
su gesto incrédulo al espectador. En el antiguo montaje, junto a los ladrones aparecían las dos cruces tendidas sobre la tierra.
Los cinco sayones que participan en el pasaje adoptan
todo un repertorio de variadas posturas para adaptarse a su cometido en la
escena, destacando la violenta torsión, a la altura de la cintura, de los que
tiran de la soga, movimiento contrario a la curvatura de los otros tres, uno
encorvado para abrazar el madero de la cruz, que sostiene con el hombro, otro
abalanzado sobre la escalera y la cabeza elevada y el tercero flexionado y con
los brazos extendidos hacia adelante sujetando la pértiga que sostiene la cruz.
Todos ellos visten una indumentaria anacrónica, más ajustada a la época en que
se realiza el paso que a la época que describe, siendo el sayón de la pértiga
el único que recuerda vagamente a los soldados romanos por su coraza, faldellín
y casco, indumentaria que repite, sustituyendo el casco por un gorro rojo, el
que se aferra a la cruz. Los otros visten sayas
blancas remangadas, anchas calzas
hasta las rodillas, uno de ellos con senojiles
o ligas, coletos o chalecos con cortas mangas y gorros de tipo frigio.
Tanto los sayones que tiran de las sogas como el que
sujeta la escalera muestran unas facciones que se acercan a lo grotesco en el
deseo de que el pueblo reconociera en ellos su maldad y su catadura de gente
despreciable, anticipándose Francisco de Rincón con esta descontextualización,
tanto en el tratamiento de las llamativas indumentarias como en las facciones
de los sayones, al juego maniqueo entre los personajes sagrados y los sayones
que establecería Gregorio Fernández en las composiciones formadas por múltiples
figuras, en las que consolidaría los prototipos de sayones que serían copiados
en otros muchos lugares.
Para componer esta escena, que no aparece citada en
los Evangelios de forma concisa, es posible que Francisco de Rincón se
inspirase en algunos de los grabados que con profusión circulaban en su tiempo,
aunque la representación en estampas de este episodio comenzaron a ser más
abundantes a partir de 1607, tiempo después de que Rincón terminara este paso
procesional, cuya teatralidad y expresividad solamente encontraría ciertos
paralelismos en las representaciones escenográficas de los Sacromontes
italianos.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
Fotos 1 y 2: Museo Nacional de Escultura.