Anónimo conocido como Maestro de
San Ildefonso
Hacia 1500
Óleo sobre tabla
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Pintura gótica
española. Escuela hispanoflamenca castellana
Santo Domingo de Silos, Bartolomé Bermejo, 1474-1477 y El Salvador, Fernando Gallego, 1494-1496. Museo del Prado, Madrid |
Entre las pinturas góticas hispanoflamencas que exhibe el Museo del Prado no pasan desapercibidas dos tablas que muestran el alarde técnico del que fueron capaces dos pintores españoles en las postrimerías del siglo XV: el cordobés Bartolomé Bermejo (ca. 1440-ca. 1498) y el salmantino Fernando Gallego (ca. 1440-1507). Al primero corresponde una pintura sobre tabla, realizada entre 1474 y 1477, en la que aparece Santo Domingo de Silos entronizado como obispo, obra procedente de la sacristía de la iglesia de Santo Domingo de Daroca (Zaragoza); al segundo otra tabla de retablo con una representación de El Salvador o Cristo bendiciendo, elaborada entre 1494 y 1496 para la iglesia de San Lorenzo de Toro (Zamora).
En ambos casos sorprende la asimilación, por parte de los grandes maestros españoles, de los modos pictóricos desplegados por los primitivos flamencos para realizar una pintura realista a partir de novedosos recursos —empleo del óleo, aceite de linaza de rápido secado, pinceles de pelo de marta de gran precisión, etc.— que aplicados mediante una depurada técnica y sobre el dominio del dibujo permiten establecer las más variadas y creíbles texturas: carnaciones, paños, brocados, bordados, metales, cristal, variedades de piedra, madera, papel, piedras preciosas... Estas pinturas, con un acabado que sugiere el lustre del esmalte, engrandecen y magnifican las figuras representadas, que aparecen rodeadas de fantásticas arquitecturas simuladas y aderezadas con obras suntuarias de una extraordinaria riqueza.
Siguiendo esta misma pauta y por los mismos años, durante el reinado de los Reyes Católicos, estuvo en activo un gran pintor vallisoletano del que desconocemos su identidad, aunque conservamos algunas de sus obras. A él pertenecen las impresionantes tablas en las que aparecen entronizados como obispos San Luis de Tolosa y San Atanasio, tablas que, conservadas y expuestas en el Museo Nacional de Escultura, es posible que procedan del desaparecido convento vallisoletano de la Merced Calzada, como afirmaba Agapito y Revilla, donde formarían parte de un retablo sufragado por el clérigo donante que aparece en la tabla de San Luis de Tolosa, al que también habrían pertenecido las tablas de San Pedro y San Pablo y Santiago y San Andrés, del mismo autor y expuestas en el mismo museo, al que llegaron después del proceso desamortizador del siglo XIX.
Como es habitual en el mundo del arte en torno a obras de mérito reconocido, no han faltado a lo largo del tiempo especulaciones para descifrar la verdadera personalidad del pintor, que José Gudiol Ricart llegó a identificar, por razones estilísticas, con Sancho de Zamora, artífice de algunas de las tablas del retablo de don Álvaro de Luna en la capilla de Santiago de la catedral de Toledo, mientras otros autores, como Mayer, encontraron cierta relación con el Maestro de Ávila. Sería el historiador e hispanista norteamericano Chandler R. Post quien en 1933, intentando dar identidad al pintor, acuñó el nombre de Maestro de San Ildefonso para el autor de un grupo de pinturas relacionadas con una tabla de grandes dimensiones, adquirida por el Museo del Louvre en 1904, que representa la Imposición de la casulla a San Ildefonso, una pintura procedente del retablo de la capilla de San Ildefonso de la antigua Colegiata de Valladolid, que fue desmantelado en 1614 y del cual desapareció el rastro.
Post cree encontrar en estas pinturas atribuidas la misma solemnidad, riqueza de colorido, grado de idealismo, sentido estético, descripción detallada de la calidad de las telas y ornamentos y el modo hispano-flamenco de trabajar las anatomías, con evidentes errores en el tratamiento de la perspectiva y la incorporación de paisajes más convencionales y menos trabajados. Todo ello relacionado con la tabla del Louvre, que sería cronológicamente anterior a las figuras de estos santos obispos por carecer de ciertos afanes renacentistas que tímidamente aparecen en la arquitectura incorporada en estas tablas de Valladolid.
San Luis de Tolosa
Es la corona depositada en el suelo en primer plano, rematada con flores de lis, la que ayuda a identificar a este santo como el francés San Luis de Anjou (1274-1298), hijo del rey Carlos II de Nápoles y Sicilia, que renunció al trono siciliano, en favor de su hermano Roberto, para ingresar como religioso en la orden de los franciscanos, llegando a ser obispo de Toulouse desde 1296 hasta su muerte prematura en 1298 en el castillo de Brignoles (Provenza), cuando sólo contaba veintitrés años. Su vida estuvo dedicada a los pobres y enfermos y se le atribuyeron numerosas curaciones milagrosas, llegando a realizar la reforma del clero cuando ocupaba su cargo de obispo.
En la pintura San Luis de Anjou aparece entronizado en una espaciosa cátedra episcopal tallada en piedra que presenta los apoyabrazos ornamentados con formas angreladas y cartelas enrolladas. Esta se ubica en una estancia un tanto desproporcionada que se abre al fondo en forma de mirador, con columnas marmóreas que sujetan arcos rebajados y una bóveda de crucería, todo ello compuesto con visibles errores de perspectiva al aplicar a la sala y a la cátedra diferentes puntos de fuga. En el fondo se incorpora un paisaje con lejanos edificios y la vista de una ciudad junto a un río, posiblemente un recreación de Toulouse, así como el retrato del donante, un clérigo tonsurado que con las características de un retrato asoma por la parte izquierda en actitud de oración.
Todos estos elementos sirven de ambientación para realzar la monumental figura del santo, que aparece solemne, revestido de pontifical, mirando fijamente al espectador y representado como un joven veinteañero acorde con su hagiografía. El Maestro de San Ildefonso, profundamente impregnado del detalle minucioso de la pintura flamenca, hace alarde de un depurado estilo para recrear con detalle cada uno de los componentes de su figura, consiguiendo altas cotas de virtuosismo tanto en el modelado del rostro como en las múltiples texturas de la indumentaria y los objetos representados.
Aunque viste el hábito franciscano, en el que es visible el preceptivo cordón de San Francisco ciñendo la cintura, aparece con indumentaria pontifical solemne en su condición de obispo, cubierto por una capa pluvial, tocado con mitra, manos enguantadas, zapatos episcopales y sujetando un báculo de grandes dimensiones, a lo que suma un libro que alude a su faceta de reformador. Todos estos elementos son el paradigma de la suntuosidad lograda mediante la virtuosa aplicación de los recursos técnicos de origen flamenco.
Ello permite la simulación detallada, a base de minuciosas pinceladas, de una capa pluvial que reproduce elegantes brocados con elementos vegetales, una orla que recorre el borde en la que se aprecian las figuras de San Pedro, San Pablo, San Andrés y San Bartolomé bajo doseletes que simulan estar bordados, y un lujoso broche en el pecho con piedras preciosas engarzadas, entre las que se aprecian esmeraldas y un gran cabujón central de rubí o turmalina. La misma fastuosidad se aprecia en la mitra, asentada sobre un bonete rojo y con las ínfulas desplegadas sobre los hombros, que también aparece decorada con piedras preciosas engarzadas en oro, rojas y verdes de diferentes tamaños, con cenefas y ribetes recorridos por hileras de pequeñas perlas, tan de moda cuando se realiza la pintura. Otro tanto puede decirse de los guantes de piel de cabritilla, con colgantes en forma de borlones y toda una serie de pequeños anillos superpuestos en los dedos.
La misma riqueza de textura se aprecia tanto en el impresionante báculo cincelado en oro, coronado por un templete con arcos y arbotantes góticos y con una voluta repujada y cuajada de piedras preciosas y perlas, como en el libro medio abierto que sujeta sobre sus rodillas, ricamente encuadernado en terciopelo rojo y con las páginas de pergamino con los cantos decorados con motivos geométricos. Asimismo, el pintor contrasta en la parte inferior la textura del pavimento cerámico, en el que se alternan los motivos de las pequeñas baldosas dispuestas como un tablero de ajedrez, con la textura metálica del báculo y la corona, determinada por los minuciosos efectos de brillo.
Si todo este envoltorio de la figura es sorprendente por el grado de delectación pictórica, la misma maestría ofrece el trabajo del rostro, con ojos rasgados y penetrantes, órbitas oculares profundas, nariz recta y larga, boca cerrada con comisuras marcadas, barbilla partida y barba incipiente. La recreación idealizada que ofrece esta pintura, en la que el pintor aplica toda su pericia, produce la paradoja de incitar a ser contemplada de cerca, al tiempo que su solemnidad produce el distanciamiento del atónito espectador.
San Atanasio
Con las mismas características y haciendo pareja con la anterior, se presenta la imagen del Padre y Doctor de la Iglesia San Atanasio el Grande (ca. 295-373), en este caso identificado por la filacteria que sujeta en su mano, en la que aparece escrito el inicio del Credo de Nicea, una fórmula de fe por él redactada en dicho concilio, en el que encabezó las tesis contrarias a las herejías de los arrianos. Igualmente aparece solemne, entronizado y revestido de pontifical como obispo de Alejandría, donde conoció varios momentos de exilio debido a sus férreas convicciones cuando el arrianismo fue favorecido por la casa imperial.
Su representación no es muy frecuente en el arte hispano, presentándole el Maestro de San Ildefonso en una sencilla cátedra, ennoblecida por un dosel y colocada en una estrecha estancia con ventanales desde los que se aprecia un paisaje con el puerto de Alejandría al fondo, todo ello sin la precisión y el detalle de la figura del santo, cuya caracterización corresponde a la de un hombre maduro que alcanzó la longevidad, según se aprecia en las arrugas de la frente, ojos, boca y cuello del obispo.
De nuevo sorprende cada uno de los detalles minuciosos, la variedad de texturas y el brillante colorido de la indumentaria y los objetos, especialmente en la casulla confeccionada con ricos brocados y ornamentada con broches con piedras preciosas engarzadas y unidos entre sí por cuentas de cristal con aspecto de perlas. Por debajo de ella asoma el alba, que se desparrama en el suelo formando caprichosos pliegues al modo flamenco. La suntuosa mitra repite el modelo utilizado en San Luis de Tolosa, lo mismo que los guantes y el báculo pastoral, que en este caso tiene el asta de plata y el adorno de una gasa transparente. Junto a la casulla se incluye el palio que utilizaban los obispos como signo de dignidad, que con forma de estola rodea el pecho y cae remontando el antebrazo izquierdo.
En estas figuras, semejantes en solemnidad y diferentes en el detalle, el Maestro de San Ildefonso dejó lo mejor de sí mismo para figurar entre los pintores más notables del último gótico.
Informe: J. M. Travieso.