SAN DIEGO DE
ALCALÁ
Gregorio
Fernández (Sarria, Lugo, h. 1576-Valladolid 1636)
Hacia 1610
Madera
policromada y postizos
Museo
Nacional de Escultura, Valladolid
Procedente
del desaparecido convento de San Francisco de Valladolid
Escultura
barroca. Escuela castellana
Durante los seis últimos meses de 1660, el palentino
fray Matías de Sobremonte1, que pasó toda su vida recluido en el
convento de San Francisco de Valladolid, redactaba de puño y letra un
manuscrito en el que plasmaba la historia de dicho convento, incluyendo una
descripción de la arquitectura, el arte y los artistas presentes en él. En esta
obra, el instruido padre franciscano se refiere a la existencia en el convento
de San Francisco de una capilla dedicada a San Diego de Alcalá, propiedad del
alcalde Escudero, en la que recibía culto como imagen titular una meritoria obra
de bulto de tamaño natural y "excelentísima escultura estofada de N.P.S.
Diego". El enorme convento de San Francisco, en cuyas salas hospitalarias
murió Cristóbal Colón en 1506, fue extinguido y derribado en 1836 a
consecuencia del proceso desamortizador, siendo desperdigadas sus muchas obras
de arte, algunas de las cuales fueron recogidas en el recién creado Museo
Provincial de Bellas Artes de Valladolid, institución que en 1933 pasaría a
convertirse en el Museo Nacional de Escultura.
En dicho museo de conserva la escultura de San Diego de Alcalá, sobre la que el 12
de enero de 1967 Federico Wattenberg, director del Museo Nacional de Escultura
en ese momento, publicaba en el Diario Regional, periódico local de Valladolid,
un artículo titulado "La primera
talla de Gregorio Fernández en Valladolid", que si bien no es una
aseveración certera, tenía el mérito de ser la primera atribución de la
escultura al gran maestro Gregorio Fernández2.
En 1973 Jesús Urrea confirmaba esta atribución y
la databa en 1605, relacionando su posible procedencia con los retablos-relicario
del desaparecido convento de San Diego3, al tiempo que la vinculaba
estilísticamente con la escultura de San
Vicente Ferrer conservada en la clausura del convento de Santa Catalina, ambas
con evidencias de haber sido realizadas en la primera época del escultor,
cuando aún afloraban rasgos manieristas en sus obras. Actualmente, a pesar de
la teca que presenta en el pecho, que la confiere un carácter de relicario, se
considera que la escultura no procede del convento de San Diego, sino que llegó
al museo entre las obras procedentes del convento de San Francisco, siendo identificado
el santo franciscano con el que presidía el retablo de la capilla de su
advocación, según la cita de fray Matías de Sobremonte, para la que habría sido
realizado en torno a 1610.
Zurbarán. San Diego de Alcalá, 1651-1653. Museo Lázaro Galdiano, Madrid |
El 12 de noviembre de 1463 moría en Alcalá de
Henares el franciscano fray Diego de San Nicolás en olor de santidad. Su
popularidad no sólo era grande entre las clases humildes, sino que su renombre
llegó a los grandes jerarcas, de modo que su fama milagrera atrajo hasta su
sepultura a cardenales y reyes. Pocos años después de su muerte, acudía a su
sepulcro Enrique IV de Castilla —rey entre 1454 y 1474— a suplicar la curación
de Juana la Beltraneja, aunque este no sería el caso más sonado, pues casi cien
años después su devoción produciría un hecho un tanto truculento.
Corría el año 1562 cuando el príncipe Carlos, hijo
de Felipe II, siendo estudiante en Alcalá de Henares sufrió una caída por las
escaleras del Palacio Arzobispal que le produjo un gran golpe en la cabeza, siendo
conducido a palacio en estado grave. Felipe II, fervoroso y fanático del culto
a las reliquias, para rogar su curación, no sólo se desplazó hasta la iglesia
Magistral de Alcalá de Henares donde el fraile estaba enterrado, sino que hizo
trasladar su momia hasta el lecho en el que yacía su hijo. Como se produjera la
esperada sanación, el propio Felipe II puso todo su empeño ante el papa Sixto V
para que fuese considerado como milagro y Diego de San Nicolás fuese
santificado. Así ocurrió, la curación
del príncipe Carlos fue interpretada como uno de los seis milagros preceptivos
exigidos por la Sagrada Congregación de Ritos y el 10 de julio de 1588 fue
canonizado por Sixto V como San Diego de Alcalá, el único santo canonizado por
la Iglesia a lo largo de todo el siglo XVI.
Niccòlo Betti. Milagro de San Diego de Alcalá, 1610 Monasterio de las Descalzas Reales, Valladolid |
Desde entonces comenzó a expandirse la devoción
hacia aquel santo que, nacido en 1400 en San Nicolás del Puerto (Sevilla),
había ingresado como lego de la Orden de los Frailes Menores de la Observancia
en el convento cordobés de San Francisco de la Arruzafa. Tres ser enviado como
misionero, entre 1441 y 1449, a los conventos canarios de Arrecife y
Fuerteventura, en 1450 acudió como peregrino a Roma para participar del Jubileo
decretado por el papa Nicolás V, asistiendo en el convento de Araceli a los
enfermos de la peste que aquel año asoló la ciudad. De regreso a España, pasó
un periodo en el convento de Nuestra Señora de la Salceda, en Tendilla
(Guadalajara), y en 1456 recaló en el convento de Santa María de Jesús, que
acababa de ser construido en Alcalá de Henares por Alfonso Carrillo, arzobispo
de Toledo. Allí pasaría los últimos
siete años de su vida, pues falleció en 1463, con 60 años cumplidos.
Como suele ser habitual, en torno a la figura de San
Diego de Alcalá se comenzaron a divulgar leyendas de milagros no sólo obrados
tras su muerte, de los cuales la curación del príncipe Carlos fue el más
famoso, sino también en vida, como el de haber salvado de morir dentro de un
horno a un niño que se había quedado dormido, aunque el más popular fue el
referido a su espíritu caritativo, según el cual, reprendido por dar panecillos
a los pordioseros que acudían a la puerta del convento, hecho que los
superiores consideraban que alteraba la tranquilidad de la comunidad, en cierta
ocasión, al ver ocultar a fray Diego algo bajo el hábito, después de haber
repartido la limosna diaria, le pidieron que mostrara lo que portaba para
reprenderlo, pero milagrosamente los panecillos se habían convertido en rosas.
Izda: Gregorio Fernández. San Diego de Alcalá, h. 1610, MNE Dcha: Alonso Cano y Pedro de Mena. San Diego de Alcalá, 1653, Museo de Bellas Artes de Granada |
La popularidad del santo tuvo una gran incidencia en
el campo de la literatura y el arte del siglo XVII. Si Lope de Vega le dedicó
el soneto La verde yedra al tronco asida
y la comedia San Diego de Alcalá, su
imagen devocional fue interpretada por grandes maestros pintores españoles,
como Ribera, Zurbarán y Murillo, y por extranjeros, como Annibale Carracci en
Roma, donde realizó un ciclo de frescos de su vida y milagros en la iglesia de
Santiago de los Españoles. Otro tanto sucedería en el campo de la escultura
barroca, donde la imagen del santo franciscano fue recreada por autores como
Gregorio Fernández, Alonso Cano y Pedro de Mena.
En la mayoría de las representaciones plásticas se
intenta ensalzar la virtud de la caridad, siendo tema recurrente el milagro de
las flores, cuyo relato aparece bien explícito en la pintura del Milagro de San Diego de Alcalá realizada
por Niccòlo Betti en 1610, integrante del lote de pinturas que en 1611 fue enviado
como obsequio por el Gran Ducado de Toscana a la reina Margarita de Austria,
que las destinó al convento de de monjas franciscanas de las Descalzas Reales
de Valladolid, donde la devota reina ejerció su regio patronazgo sobre el
monasterio.
En otras representaciones de san Diego también
aparecen, como atributos identificativos, la presencia de unas llaves (por su
condición de portero del convento) o de una cruz inspiradora de su piedad,
siempre revestido del austero hábito franciscano.
VISIÓN DE GREGORIO FERNÁNDEZ DE SAN DIEGO DE ALCALÁ
Gregorio Fernández, siguiendo la hagiografía del
santo, le representa casi a tamaño natural —1,53 metros sin peana— y en el
momento de producirse el milagro de las flores, elemento que, junto al hábito
franciscano, le identifican plenamente. San Diego, a pesar de haber vivido
hasta los 60 años, aparece en plena juventud y en actitud reflexiva y
ensimismada mientras contempla una desaparecida cruz que portaba en su mano
derecha. Sobre su pecho, bien visible, se abre una teca de gran tamaño que
induce a pensar que contuvo una reliquia del santo, sustentándose sobre una
peana en cuyo frente aparece escrita su advocación.
La escultura presenta un extraordinario dinamismo
animado por la posición de contraposto,
con un equilibrado juego de volúmenes en el que ya se establecen los
característicos contrapuntos del escultor que originan un arqueamiento general
de la figura, que de pies a cabeza está recorrida por un eje serpenteante. En
efecto, a la colocación de la casi inestable pierna izquierda, flexionada y
adelantada, compensada con el brazo derecho levantado y separado del cuerpo, se
contrapone la firmeza de la pierna derecha y la colocación del brazo izquierdo
replegado y hacia abajo para sujetar el hábito. Este calculado juego de
volúmenes produce un movimiento corporal de ademanes elegantes de reminiscencia
manierista.
El hábito es amplio de hechuras y mangas, con
capucho y ajustado a la cintura por un cordón franciscano postizo, cuyos nudos
simbolizan la devoción a las cinco llagas de Cristo implantada por San
Francisco y los votos de pobreza, obediencia y castidad, formando abundantes y
efectistas pliegues que permiten adivinar el trazado anatómico y acentúan su
movimiento cadencial en el espacio.
La cabeza, ligeramente ladeada e inclinada al
frente, ofrece un esmerado trabajo de talla, con un rostro enjuto de pómulos y
mentón acentuados, nariz recta, globos oculares abultados con ojos de cristal y
boca entreabierta de labios carnosos, así como un cabello de rizos poco
abultados y con el característico bucle sobre la frente, presentando en su
parte central una ranura para la colocación de la preceptiva corona. Destaca la
gran altura del cuello insertado en el capucho, un artificio fernandino para
mantener la armonía una vez colocado en lo alto de un retablo, recurso que el
escultor repetiría en otras esculturas de su primera época, especialmente
apreciable en las figuras de los arcángeles San Gabriel, San Rafael y San
Miguel que se conservan en la iglesia de San Miguel de Valladolid.
Gregorio Fernández utiliza el lenguaje de las manos
como medio expresivo. En este caso con dedos gruesos y arqueados, especialmente
elegante en la mano que sostiene las flores en el pliegue del hábito,
posiblemente influenciado por las que presentan algunos santos del retablo del
desaparecido convento de San Diego, para el que pocos años antes había
trabajado Pompeo Leoni bajo el mecenazgo del Duque de Lerma.
La escultura conserva la policromía original, en la
que, a pesar de ceñirse a la austeridad franciscana, con el hábito en color
ceniza, sobre los paños aparecen aplicadas imitaciones de brocados y pedrería
en las que se hace aflorar el oro subyacente o se incorporan motivos a punta de
pincel, destacando el colorido de las flores, que adquieren el valor de una
"naturaleza viva". Por su parte las encarnaciones están trabajadas como
pintura de caballete, con las mejillas y labios sonrosados, barba incipiente y
las cejas y pestañas delineadas a punta de pincel. En el frente de la peana,
sobre un fondo dorado, el santo aparece identificado con letras de gran tamaño.
Todos estos elementos contribuyen a definir una
figura juvenil de gran elegancia formal, equiparable en sensibilidad y
delicadeza a otras obras que realizara Gregorio Fernández en su primera época,
que siempre aparecen bañadas por una aureola de misticismo y melancolía.
Informe y fotografías: J. M. Travieso.
NOTAS
1 SOBREMONTE, Fray Matías de: Historia
del Convento de San Francisco de Valladolid. Manuscrito conservado en la
Biblioteca Nacional de Madrid con la signatura MSS/19351.
Este manuscrito llegó a la Biblioteca Nacional desde la Biblioteca del Colegio de
Santa Cruz de Valladolid. Su titulación exacta es "Noticias Chronographicas y Topographicas del Real y religiosísimo
convento de los Frailes Menores Observantes de S. Francisco de Valladolid,
cabeza de la Provincia de la Inmaculada Concepción de N. Señora y es su autor
Frai Mathias de Sobremonte, indigno Fraile Menor y el menor de los moradores
del mismo Convento".
2 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José: El
escultor Gregorio Fernández. Ministerio de Cultura, Madrid, 1980, pp. 251-252.
3 URREA FERNÁNDEZ, Jesús: En
torno a Gregorio Fernández, en El
escultor Gregorio Fernández 1576-1636 (apuntes para un libro). Universidad
de Valladolid, Valladolid, 2014, p. 45.
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