24 de enero de 2022

Visita virtual: LA RENDICIÓN DE GRANADA, una deslumbrante puesta en escena


 


LA RENDICIÓN DE GRANADA

Francisco Pradilla y Ortiz (Villanueva de Gállego, Zaragoza, 1848 - Madrid, 1921)

1882

Óleo sobre lienzo / 330 x 550 cm.

Sala de Conferencias, Palacio del Senado, Madrid

Pintura realista española del siglo XIX, género de pintura de historia

 

 


Sala de Conferencias, Palacio del Senado, Madrid
La Rendición de Granada al fondo, a la izquierda

Unas semanas después de que el pintor aragonés Francisco Pradilla recibiera la medalla de honor de la Exposición Nacional de 1878 por su magnífico lienzo titulado Doña Juana la Loca (ver ilustración más abajo), pintura realizada en Roma durante su estancia como pensionado de la Academia de España, donde había obtenido un notable éxito en su presentación pública en mayo de 1877, el marqués de Barzanallana, Presidente del Senado, envió una carta al pintor el 17 de agosto de 1878 solicitándole una pintura de gran formato que representase La rendición de Granada o “la entrega de llaves por Boabdil a los Reyes Católicos, como representación de la unidad española; punto de partida para los grandes hechos realizados por nuestros abuelos bajo aquellos gloriosos soberanos”. La pintura estaba destinada a la Sala de Conferencias del Palacio del Senado, que por entonces estaba siendo ornamentada con esculturas y pinturas protagonizadas por grandes personajes de la historia española, conformando un conjunto iconográfico cuyo objetivo era la exaltación de la gloria nacional. 


Francisco Pradilla. La rendición de Granada, 1882
Palacio del Senado, Madrid

Pradilla aceptó el encargo y se desplazó a Granada, donde comenzó la pintura tras conseguir datos precisos sobre el paisaje y la arquitectura de la ciudad, captando al tiempo el ambiente atmosférico que exigía la escena, un aspecto esencial para el realismo pictórico que practicaba el pintor, que concluyó la pintura en Roma y la envió a Madrid acompañada de una carta de entrega —fechada el 13 de junio de 1882— en la que explicaba a Barzanallana, el comitente, que "yo no estoy contento sino de la tonalidad del aire libre como conjunto, de haber conseguido detalle dentro de éste, y de la disposición general como perspectiva exacta y como ceremonia", así como que el sentido realista de la pintura no debía excluir "la poesía y la grandeza con que se nos presenta envuelta la Historia". De modo que el carácter inevitablemente imaginario de la escena representada, para Pradilla fue fruto de un concepto y no de una visión. 

La pintura, sin duda la más preciada de la colección artística que guarda el Palacio del Senado y, seguramente la más espectacular y asombrosa de cuantas realizaran los pintores españoles dedicados al género de pintura de historia, presenta una compleja iconografía sustentada en su fastuosidad escenográfica y en su minuciosidad descriptiva, consiguiendo Francisco Pradilla, con la trascendencia de sus valores plásticos, una pintura que se sitúa entre las obras capitales de la pintura española de todos los tiempos. 

DESCRIPCIÓN ICONOGRÁFICA

En la carta de entrega, Pradilla hizo una pormenorizada descripción de la pintura que resulta imprescindible para comprender su contenido. Según figura en dicho documento, el pintor se refiere al modo compositivo afirmando que el ejército cristiano se despliega formando un segmento de semicírculo paralelo al camino que conduce a las murallas de Granada. En medio del semicírculo están situados los caballeros que rodean y protegen a las damas de la Reina. Las figuras ecuestres de los reyes Isabel y Fernando, junto a sus dos hijos mayores, están situados delante ocupando el centro del radio, con los pajes y maceros a los lados. En el lado opuesto, Boabdil el Chico cruza el camino a caballo hasta encontrarse con los Reyes, a los que se dispone a entregar las llaves de la ciudad. Junto a él llegan a pie, según las capitulaciones, los caballeros de su casa. Esta disposición permite, sin amaneramiento ni esfuerzo, que las figuras de los tres Reyes sean las más visibles para el espectador, quedando definidas por los matices de color: blanco y azulado para la reina Isabel, rojo en el rey Fernando y negro en el Rey Chico. 

Detalle de la reina Isabel la Católica

El conjunto de figuras sigue un orden muy calculado en la composición. En primer plano un rey de armas o macero, de tamaño natural, que revestido con un sayal y una dalmática bordada con los escudos de los reinos de España y sujetando una maza ceremonial observa con atención la llegada de Boabdil. Junto a él, un paje colocado en escorzo sujeta las bridas del caballo en el que cabalga la Reina, blanco y de raza árabe, que al aparecer piafando origina la posición erguida de Isabel, que viste saya y brial de brocado en tonos verdosos forrados de armiño, un manto real de brocado azul rematado con orlas de escudos y perlas, con una esclavina de armiño, y la cabeza ceñida por la tradicional toca y la corona de plata dorada que se conserva en la Capilla Real de Granada. 

Junto a ella, en un plano más alejado, se encuentra su hija mayor Isabel sobre una mula baya, que como reciente viuda del rey de Portugal viste de negro. A su lado aparece su hermano, el príncipe Don Juan, sobre un caballo blanco y coronado con una diadema. Estos dos hijos de los Reyes Católicos ocupan el espacio entre ellos, pues a continuación aparece el rey Fernando que, ajustado a las leyes de la perspectiva, aparece montado sobre un potro andaluz castaño con la cabeza cubierta por una testera metálica y el cuerpo con una gualdrapa ricamente ornamentada con brocados. El monarca está recubierto por un rico manto veneciano de terciopelo púrpura, lleva una espada de gran tamaño a la cintura y sujeta un cetro, situándose junto a él su paje, que contempla a Boabdil lleno de admiración. Por detrás de esta figura se atisba la dalmática del segundo rey de armas, con los escudos de Castilla y León. 

Detalle del rey Fernando el Católico

Dentro del grupo de acompañamiento, por detrás del rey aparecen de forma escalonada el marqués de Cádiz, revestido con armadura y sujetando los pendones de Castilla y soldados con el de los Reyes Católicos. A la izquierda del Don Fernando, el inquisidor Torquemada, el confesor de la reina y un fraile dominico. En la parte derecha, por detrás del macero, se encuentra el conde de Tendilla, con armadura y montando un potro de raza española. A su lado el gran Maestre de Santiago sobre un potro negro. Más al fondo, Gonzalo de Córdoba conversa con una de las damas de la reina, que forman un grupo con lujosos vestidos y colores claros. A su lado asoma el duque de Medina Sidonia y más atrás otros caballeros y soldados que portan lanzas. 

En la parte izquierda de la escena se encuentra Boabdil, al trote sobre un caballo negro árabe de pura sangre discretamente enjaezado y representado en escorzo. El Rey Chico, que hace el ademán de entregar las llaves de Granada a modo de saludo, viste una saya de terciopelo negro, un manto blanco, la cabeza cubierta por un yelmo metálico y una gran espada cruzada en la cintura. Le antecede un paje de raza negra que sujeta la brida del caballo y que hace una inclinación reverencial confundido entre la grandeza de los reyes cristianos. Por detrás del monarca nazarí llega a pie un buen número de cortesanos árabes, que con sus gestos expresan diferentes sentimientos ante el doloroso trance de la derrota y, a lo lejos, una comitiva de moros. 

Detalle del rey nazarí Boabdil, con Granada al fondo

Al fondo del camino, algo difuminados, aparece un grupo de trompeteros, timbaleros y soldados cristianos que anteceden a la hilada de chopos que indican el curso del río Genil y a las murallas de Granada, por detrás de las cuales se divisa el barrio de la Antequeruela y, en posición más alta, parte de los Adarbes, las torres Bermejas y de la Vela pertenecientes al complejo de la Alhambra. 


UNA INSUPERABLE HABILIDAD TÉCNICA     

Para la realización de esta pintura histórica, Francisco Pradilla, con el fin de proporcionar verisimilitud arqueológica, se documentó a conciencia y de forma metódica tanto de los textos históricos que relatan el acontecimiento como de algunos de los objetos que aparecen en la escena, como es el caso de la corona y el cetro de la reina Isabel que se conservan en la Capilla Real de Granada, o la espada de Boabdil que se guarda en el Museo del Ejército de Madrid. El pintor hace un alarde de habilidad técnica para reproducir, con la máxima fidelidad, las texturas y cualidades de las cosas, con una calidad sensorial que afecta a las indumentarias, las armas, los animales, las arquitecturas y la naturaleza, cuya precisión se superpone al afán decorativista y a la artificiosidad de la escena, donde pequeños defectos resultan insignificantes, como la representación de los rostros de la familia real, todos de perfil y con un extraño rictus en sus labios, como inspirados en trabajos numismáticos. 

Detalle del paje de la reina Isabel

Destacan los detalles de los elementos colocados en primer término con una ejecución vigorosa y segura que potencia el realismo, como el barro del camino y las hendiduras producidas por el paso de carruajes, las matas de hierba, los textiles con brocados, la variedad de tipos de caballos, las armaduras con brillos metálicos, las armas y objetos ceremoniales, a lo que se suman los elementos orográficos y atmosféricos, así como jugosos recursos, como el colocar un gran ciprés —característico del paisaje— por detrás de la reina para destacar sobre la masa sombría la claridad de su rica indumentaria, o las sombras que al fondo cubren parte de la Alhambra producidas por un celaje cuajado de nubes. Con un dibujo definido y riguroso, y con un lenguaje plástico muy personal —conocido en su época como “estilo Pradilla”—, la pintura responde al realismo internacional vigente en el género histórico de toda Europa en el último cuarto de siglo, estilo que siguieron incondicionalmente la mayoría de los pintores de historia en activo por esos años. 

Esta pintura tuvo una gran difusión desde el momento en que fue terminada. Primero fue presentada en Roma, donde fue realizada, obteniendo una exitosa crítica de la sociedad romana; después ya en el Salón de Conferencias del Senado de Madrid, donde fue contemplada por el rey Alfonso XIII, que como reconocimiento concedió a Pradilla la condecoración de la gran cruz de Isabel la Católica. 

Detalle del rey de armas o macero del primer plano

Asimismo, el Senado, ante la petición del pintor de aumentar la cantidad estipulada por su trabajo, votó a favor de abonarle el doble de lo convenido. Las crónicas periodísticas citan la afluencia de público que acudió a contemplar los prodigiosos detalles, siendo objeto la pintura de varias réplicas realizadas por otros pintores. Un año después de su colocación en Madrid, en 1883 fue exhibida en Múnich, hecho que provocó un polémico debate en el Senado sobre la conveniencia del préstamo, ofreciéndose el propio pintor a remediar los daños que pudiera sufrir. En 1889 era presentada en la Exposición Universal de París, en un momento en que se producía el descrédito del género de historia, lo que afectó a su consideración artística. 

 

Informe y fotografías: J. M. Travieso.



Firma de Francisco Pradilla, lugares y fecha de ejecución










Francisco Pradilla. Doña Juana la Loca, 1877
Museo del Prado (Foto Museo del Prado)










Autorretrato de Francisco Pradilla, 1917
Museo del Prado (Foto Museo del Prado)












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10 de enero de 2022

Técnicas artísticas: EL RAKÚ EN LA CERÁMICA, cuando el trabajo es una fiesta


 



















Distintos tipos de bol en rakú

Como toda la elaboración de cerámica artesanal, la técnica del Rakú supone un lento y trabajoso proceso en el que confluyen tanto la creatividad artística del alfarero y su habilidad técnica, como los resultados sorpresivos derivados de las reacciones químicas de la naturaleza, pues en su elaboración intervienen los cuatro elementos: tierra (principios sólidos), agua (principios líquidos), fuego (principios energéticos) y aire (principios gaseosos). 

El término “Rakú” significa placer, satisfacción, y se aplica a una forma de esmaltado cerámico que tiene su origen en Corea, aunque fue en Japón, concretamente en Kioto a finales del siglo XVI, donde un alfarero de origen coreano, llamado Chojiro, realizó las primeras experiencias según una receta personal que como secreto familiar fue transmitido durante 14 generaciones. La elaboración de piezas en rakú constituía un auténtico ritual en el que participaba todo el clan familiar, cuyo objetivo era el goce de las tazas de té al acercarlas finalmente a los labios. 

Respecto al contexto, hay que recordar que Japón ha mantenido una estructura feudal hasta las últimas décadas del siglo XX, cuando se produjo, de forma brusca y vertiginosa, el paso de una sociedad artesanal a otra industrial que la ha colocado como uno de los países más avanzados del mundo. A consecuencia de esta transformación, en algunos lugares del territorio nipón perduraron hornos abandonados que estuvieron en plena actividad a principios del siglo pasado y que algunos alfareros consiguieron recuperar, siendo primados por el gobierno en el intento de no perder una artesanía secular, con piezas muy cotizadas en todo el mundo y cuya forma más difundida es el bol o “chawan” (cuenco sin asas). 

Bernard Leach en su taller

En la difusión en occidente de la técnica del rakú, una figura fundamental fue Bernard Howell Leach, alfarero y profesor de arte británico que en 1909 se desplazó a Japón, donde estudió cerámica con Kenzan VI. A su regreso a Gran Bretaña en 1920, fundó el taller Leach en la localidad de St Ives (Cornualles). Se le considera el introductor en Europa del concepto japonés de la cerámica como arte y no como artesanía, ideas que divulgó en 1940 a través de la publicación A Potter’s Book (El libro del alfarero), donde sostiene que la cerámica realizada a mano, a pesar de sus imperfecciones, es superior a la elaborada con medios mecánicos o en serie. Bernard Howell Leach hoy está considerado como “Padre de la cerámica de estudio británica”. 

En la actualidad la técnica del rakú es practicada por numerosos ceramistas que la aplican con ligeras variantes, aunque las bases de esta actividad siguen siendo los barros especiales, los esmaltes cuya composición forma parte del recetario personal de cada alfarero y los hornos adecuados para una fácil manipulación. A pesar de que en todo el proceso rige el elemento sorpresa, la técnica permite la consecución de un acabado final con atractivos craquelados y espectaculares brillos metálicos en los recipientes. 

Recipientes en rakú con efecto craquelado
Proceso de elaboración

Las piezas se tornean o modelan a mano al modo tradicional y se las deja secar. La primera parte del proceso es someterlas a una primera cocción en el horno (bizcochado) a una temperatura de unos 900 grados. Al sacarlas del horno se produce la oxidación, con lo que el barro toma su color natural. 

A continuación, según el objetivo decorativo final, se aplican a las piezas —generalmente a punta de pincel, por inmersión o por derrame— una serie de esmaltes de tipo vidriado cuyos dibujos y trazos responden al diseño concebido por el propio artesano, sin que necesariamente ocupen toda la superficie de la pieza. En estos predominan dos tipos: los que producirán un acabado en tonos blanquecinos o bien diferentes tonos metálicos. Cada artesano realiza la mezcla de sus propios esmaltes según su recetario secreto, disponiendo de una carta de colores de referencia que ha ido configurando con sus experiencias, de modo que conoce qué combinaciones químicas producirán distintos tonos de blanco o todo un repertorio de colores metálicos, como dorados, plateados, cobrizos, azulados, verdosos, rojizos, etc. No obstante, hay que señalar que en el acabado final es inevitable el efecto sorpresa, debido a la reacción de los esmaltes al fuego, al aire y al agua. 

Aplicados los esmaltes vidriados y una vez que las piezas están completamente secas, se las somete a una segunda cocción que alcanza entre los 900 y 1000 grados. Para ello se utilizan hornos específicos de discreto tamaño y diferentes formas (prismáticas, cilíndricas, etc.). Estos constan de una base de material refractario, frecuentemente ladrillos, y paredes recubiertas igualmente de material refractario. Por debajo del horno o en la parte inferior de una de las paredes se deja una oquedad para la colocación del quemador, generalmente de gas, aunque en el proceso tradicional el horno era alimentado por leña colocada en la parte inferior. Igualmente, a una altura superior, se deja otro hueco para introducir el controlador de temperatura y en la parte superior una perforación para la salida de gases. 

Recipientes en rakú con reflejos metálicos

Es fundamental que el horno posibilite una fácil apertura, por lo que es frecuente que se adopten dos tipos. Unos con el interior accesible con el simple levantamiento de una tapa superior y otros con el despegue de la base del horno completo (como si se levantara una jaula sin base) para lo que es necesario instalar útiles que lo permitan. Las piezas se colocan dentro del horno según su tamaño, siendo frecuente, cuando estas son pequeñas, como boles, etc., que vayan colocadas sobre plataformas refractarias a distintas alturas, de modo que sea posible la extracción de cada una sin tocar a las demás. 

Cuando la temperatura alcanza los 1000 grados y las piezas están incandescentes, el proceso de cocción se interrumpe bruscamente. El horno se abre y mediante pinzas o tenazas metálicas se extraen una a una las piezas, que pasan a ser enterradas en un lecho de hojarasca, virutas, serrín o papel triturado en huecos excavados en el suelo, colocando sobre ellas un elemento de cierre que impida la entrada de oxígeno del exterior (actualmente muchos alfareros también utilizan bidones con su correspondiente tapa). En ese momento las piezas sufren una reacción distinta a la oxidación de una cochura normal: la reducción por ausencia de oxígeno. 

Esta reacción química produce que el barro adquiera un color prácticamente negro, que los esmaltes metálicos adquieran todo su brillo y tonalidad, y que los esmaltes blancos destaquen sobre la superficie negruzca del barro. Referente al acabado del color blanco y de otros colores opacos, es habitual que los alfareros, cuando sacan las piezas incandescentes del horno, las dejen reposar por unos instantes en el exterior, produciéndose por el contraste de temperatura el craquelado del esmalte, consistente en la formación en la superficie de una especie de grietas muy apreciadas por los alfareros en la búsqueda de belleza. En ocasiones esta reacción se refuerza introduciendo las piezas en agua para su enfriamiento antes de ser enterradas. 

Distintos tipos de acabado en rakú

La parte final del proceso culmina cuando las piezas enterradas, ya completamente enfriadas, son sacadas al aire y limpiadas con agua minuciosamente hasta que pierden toda su suciedad. Es entonces cuando se produce una suerte de magia al aflorar los sorprendentes matices de los reflejos metálicos y los efectos del craquelado, siempre condicionados al genio creativo de cada ceramista, que unirá a esta técnica el valor del diseño y ejecución. A este respecto, hay que recordar que cuando alguna pieza presentaba algún daño, los alfareros japoneses resaltaban estas cicatrices soldando con materiales preciosos la pieza mediante la técnica del “kintsugi”, lo que informa de la consideración y apego al laborioso rakú

En nuestro tiempo las piezas de rakú han perdido su carácter utilitario para pasar a ser meramente decorativas. Una vez conocida esta técnica por los amantes de la cerámica, será fácil reconocer las piezas elaboradas de esta manera y valorarlas en su justa medida, tras conocer el esfuerzo y la maestría que hay detrás de cada una de ellas. Será el momento, como el término rakú indica, de disfrutarlas con satisfacción.

 

Informe: J. M. Travieso. 



Piezas incandescentes en un horno de rakú










Pieza sacada del horno para ser enterrada para su reducción














Pieza reducida mostrando reflejos metálicos antes de ser lavada












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3 de enero de 2022

Visita virtual: VENUS DE MILO, icono universal de la suprema belleza







VENUS DE MILO

Anónimo ¿Alejandro de Antioquía?

Entre 150 y 125 a. C. (3er cuarto siglo II a.C.)

Mármol de Paros

Museo del Louvre, París

Escultura griega. Periodo helenístico

 

 







La Venus de Milo en el Museo del Louvre de París

Esta majestuosa escultura de la diosa Afrodita semidesnuda, una de las mejores manifestaciones de la estatuaria griega, se ha convertido en un icono del ideal de belleza clásica y engrosa el conjunto de las mejores obras producidas por el arte universal a través de los tiempos.

Alcanzó su celebridad desde el mismo momento de su descubrimiento por un campesino, en abril de 1820, en las inmediaciones del gimnasio de la antigua ciudad de Milos (Grecia), en una de las islas Cicladas del mar Egeo, de donde tomó su nombre. 

Está realizada en mármol de Paros, mide 2,04 metros de altura —ligeramente superior al natural— y se desconoce su autoría, aunque por su fecha de ejecución, estimada entre los años 150 y 125 a.C., algunos historiadores han propuesto a Alejandro de Alejandría como posible autor, sugiriendo otros que este se habría inspirado en la Afrodita de Capua que realizara Lisipo en el siglo IV a.C. (Copia romana en el Museo Arqueológico Nacional de Nápoles). 

Vista frontal y trasera de la Venus de Milo

     La escultura constituye una oda a la diosa de la belleza, un factor de suma importancia en la cultura griega, donde el interés por el físico humano alcanzó límites obsesivos, representando la Venus de Milo el ideal femenino de belleza divina: pura, clara y sencilla, sin la corrupción y las vanidades de la humanidad. Su elaboración corresponde al periodo helenístico, cuando los grandes escultores consiguen la perfección formal y técnica, con obras dotadas de vida propia y concebidas para ser contempladas desde diferentes puntos de vista. 

El cuerpo se mueve en el espacio, de pies a cabeza, con un suave y elegante movimiento en serpentinata —curva praxiteliana— lleno de naturalismo, definiendo la clásica posición de contrapposto, es decir, con el peso del cuerpo descansando sobre una pierna, en este caso la derecha, lo que permite flexionar y adelantar hacia el frente la izquierda, al tiempo que el torso, a partir de la cintura, adquiere una suave inclinación. En este movimiento, que trata de evitar la frontalidad, es decisiva la colocación de su brazo izquierdo elevado hacia un lado, girando levemente la cabeza en la misma dirección, mientras el derecho se orienta al frente.

La cabeza, que responde a los más puros cánones de belleza clásica en su perfil, muestra un rostro ensimismado y con la mirada perdida, lo que determina un gesto de pasividad, indolencia y distanciamiento que aumenta su solemnidad, contrastando la tersura facial con los detallados mechones del cabello, una larga melena con raya al medio que aparece recogida por detrás en forma de moño atado con cintas, un trabajo realizado con la delicada técnica del trépano. 


      Refuerza su carácter realista un acabado pulimentado que proporciona a la parte carnal una sensación táctil y sensorial muy acentuada, mientras que de cintura para abajo el himatión, manto amplio, envolvente y sin ataduras utilizado en la Antigua Grecia, se desliza formando un drapeado lleno de curvas diagonales, por delante y por detrás, que contribuyen a la sensación de movimiento de la figura a pesar de permanecer en reposo, al tiempo que proporcionan un fuerte claroscuro que contrasta con la tersura de la piel. Esta diosa Afrodita, conocida como Venus en la cultura romana, se muestra relajada, con una anatomía armónica y sensual que realza los rasgos de su belleza formal, mostrando al descubierto los pechos que recuerdan su culto relacionado con la fertilidad y el amor. 

La escultura fue realizada en varios bloques marmóreos cuyas uniones no eran visibles, componiéndose los restos conservados de dos elementos unidos en las caderas. Se han perdido los brazos, siendo visible a la altura del hombro izquierdo el hueco para su inserción, mientras en el brazo derecho, conservado hasta la altura del bíceps, se observan unos taladros para la colocación de un brazalete de bronce que servía de unión. Del mismo modo en la cabeza, en la sutil diadema sobre la frente, aparecen restos de agujeros que soportaron una tiara de bronce. Otras partes deterioradas son la falta del pie izquierdo, algunos levantamientos en la dermis de la espalda y en la punta de la nariz —que fue rehecha con yeso— y la peana, que fue recortada en la antigüedad. 

     La Venus de Milo es un caso paradigmático de como una obra maestra sigue siendo expresiva y cautivadora a pesar de tener partes mutiladas. Se podría decir que esta figura no necesita los brazos para ejercer una enorme seducción, pues su ausencia implica al espectador en su recomposición mental a través de tan armónica anatomía y el trabajo de la cabeza, que define el ideal de belleza helenístico. No obstante, desde su hallazgo en Milos se han elaborado diferentes hipótesis sobre la disposición de los brazos, entre ellas la que propone que con la mano derecha haría el gesto de sujetar el deslizamiento del himatión y que en la mano izquierda sujetaría la manzana de oro que recibiera durante el mítico Juicio de Paris y que la convertiría en la diosa de la belleza, cuya elección desencadenó la célebre guerra de Troya. Otra teoría es que la escultura representara a la diosa Anfítrite sujetando un tridente, deidad con muchos seguidores en la isla de Milos.  

Peripecias de la Venus de Milo 

La escultura, que fue encontrada semienterrada y en dos trozos por el campesino Yórgos Kendrotás en 1820, fue vendida a un clérigo de Milos. En ese momento los territorios griegos permanecían bajo el dominio otomano, por lo que el clérigo, para eludir al gobierno turco, ofreció la escultura a Jules Dumont D’Urville, oficial naval francés, explorador y recolector botánico, que reconoció el valor de la estatua y facilitó su compra por Charles François de Riffardeau, marqués de Rivière y embajador de Francia en Constantinopla. Este la compró y la envío con destino a Francia el 1 de marzo de 1821, veinticinco días antes de que Grecia declarara su independencia del Imperio Otomano, hecho ocurrido el 25 de marzo de ese año. Tras acometer una somera reparación, ese año el marqués de Rivière realizó la donación de la estatua al rey Luis XVIII, tras lo cual pasó, como propiedad del estado francés, al Museo del Louvre, donde fue recogida en el Departamento de Antigüedades griegas, etruscas y romanas.

     El homenaje que algunos artistas le rindieron, como lo hicieran el pintor Delacroix o el escultor Rodin, así como tiempo después el pintor Dalí, contribuyeron significativamente a que se expandiera su fama por todo el mundo. 

Convertida en una obra clave en la Historia del Arte, la Venus de Milo ha sufrido distintos avatares, como su traslado fuera de París en 1870 ante el asedio de las tropas prusianas, hecho que se repitió durante la Segunda Guerra Mundial, cuando fue trasladada al castillo de Valençay para preservarla de su posible destrucción. Durante un viaje a Japón en 1964, la estatua sufrió algunos desperfectos por no haber sido desmontada, lo que exigió la intervención urgente de algunos marmolistas del Louvre. 

Detalle del rostro de la Venus de Milo

     Entre noviembre de 2009 y abril de 2010 la Venus de Milo fue objeto de una minuciosa restauración en la que se eliminaron los añadidos de yeso y se limpiaron las superficies, tras lo cual en julio de 2010 pasó a ocupar su nueva ubicación en el Museo del Louvre.

 

Informe: J. M. Travieso.
Fotografías: Museo del Louvre. 









Detalle del perfil de la Venus de Milo



























Afrodita de Capua, copia romana de la obra de Lisipo
Museo Arqueológico Nacional de Nápoles












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1 de enero de 2022